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carta blanca
Columna
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Querido Waldo

¿Por qué? ¿Por qué lo hizo? Esa pregunta cuya respuesta solo tú conoces. Te echaré de menos, Waldo. Ha sido un placer

Desde hace tres años escucho la misma pregunta. La repiten gente de tu círculo más íntimo, tu viuda, tus amigos, quienes te conocieron. Todos los que te describen como un hombre singular, algo ciclotímico, reservado en ocasiones, pero también hospitalario, leal, bastante hipocondriaco, disfrutón. Dicen que te gustaba ir por la vida con el mismo brío que conducías: 120, 150, 180 kilómetros…, hasta casi volar. He escrito casi porque al amante de la velocidad que eras le aterrorizaban, sin embargo, los aviones. Solo te sentías seguro a bordo cuando el piloto era tu amigo Walter, el que pidió a Aero­líneas que le permitiera llevar tus restos a Argentina. Allí, una vez más, no te recibieron como esperabas. A los milicos no le habían gustado las noticias que llegaban de España, así que te negaron honores e incluso ordenaron que el coche fúnebre entrara al cementerio por una puerta lateral. Lo de la prensa española fue una faena, pero entiéndelo, Waldo, estábamos estrenando la libertad, había que estirar los límites. El Himno a la alegría, los más de seis millones de discos vendidos en todo el mundo, las apariciones en televisión, aquel sonido de violines parecía ya muy lejano. Cosas de la dictadura, decían. A fin de cuentas, todo aquello, La canción del tamborilero, Las flechas del amor, Corazón contento y hasta Soy rebelde, formaba parte de los 40 años. Las crónicas apostaron por contar que salías de noche, que habías adelgazado, que se te veía triste y buscabas la compañía de jóvenes amanerados. Las madrugadas de Bocaccio, del Drugstore, en Velázquez o Fuencarral, de la discoteca O’Clock, del bar Rey Fernando formaban parte de la búsqueda de una felicidad que en pocas ocasiones habías podido disfrutar porque, como amargamente te quejaste, desde niño interpretabas la partitura de tu vida sin posibilidad de introducir la más mínima improvisación. Eras el hijo perfecto de una gran cantante, un genio precoz, el descubridor de talentos, un trabajador infatigable, el gamberro capaz de quitar la peluca a Beethoven y Mozart, el marido que junto a una esposa joven y guapa mostraba una casa de ensueño en las revistas. Con nada de eso conseguiste deslumbrar al muchacho que acababa de volver de la mili, el que te llevaste a París y presentaste a gente importante. Aunque solo habías cumplido 42, para el chico ya eras muy mayor, él tenía otros planes. Madrid, aquel Madrid atormentado del invierno de 1977, el de la matanza de Atocha, la amenaza etarra, los ultras, el destape, las huelgas, se convirtió en un laberinto donde buscarlo desesperadamente, donde llamarlo, donde esperarlo. Cuando supo lo ocurrido, a él también le sorprendió tu decisión, también conservó durante mucho tiempo el interrogante, esa duda que todavía cruza por la memoria y el corazón de quienes te conocieron y, con lágrimas en los ojos, durante estos tres años han apretado mi mano en una cafetería madrileña, en un geriátrico bonaerense, en la placidez de la jubilación antes de preguntar: ¿Por qué? ¿Por qué lo hizo? Esa pregunta cuya respuesta solo tú conoces. Te echaré de menos, Waldo. Ha sido un placer.

Miguel Fernández es autor de Desafiando al olvido. Waldo de los Ríos. La biografía (Roca Editorial).

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