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La avenida 23 de Maio de São Paulo.
La avenida 23 de Maio de São Paulo.Lela Beltrão

El cuestionado plan de Bolsonaro para Brasil

Caravanas de coches piden el desconfinamiento entre ecos de conspiración y el presidente defiende que una crisis económica será peor que el virus. La polarización política del país se adapta a la crisis sanitaria.

El quinto domingo de cuarentena en Brasilia (19 de abril), Jair Bolsonaro, de 64 años, participó en un acto multitudinario contra las medidas de aislamiento por el coronavirus. Bolsonaro se mantiene firme como el único presidente de una democracia que niega la gravedad de la amenaza mientras insiste en que una hecatombe económica será mucho más letal que esta crisis sanitaria. Ya no repite que la covid-19 es un resfriadillo o que cualquier brasileño sobrevive a bucear en una alcantarilla. Haciendo caso omiso a las recomendaciones sanitarias más básicas, saludado por cientos de seguidores arracimados sin mascarillas que gritaban “mito, mito”, los arengó desde la distancia entre toses que intentó frenar echándose la mano a la boca. El jefe del Estado más poblado de América Latina tenía dicho que nadie iba a cercenar su derecho de ir y venir como quisiera.

Brasil fue el primer país del mundo que vio en sus calles manifestaciones a favor de ese derecho y de la reapertura del comercio. Son caravanas de coches conducidos por bolsonaristas porque la polarización brasileña se ha adaptado al coronavirus. Mientras el presidente hablaba sobre una camioneta en Brasilia, Tomé Abduch, de 44 años, portavoz del movimiento Nas Ruas (En las Calles), está a punto de arrancar su coche para liderar en São Paulo, epicentro de la enfermedad en Brasil, la protesta que su movimiento ha convocado por todo el país. Los movilizados son sobre todo hombres, casi todos blancos, más bien de clase media alta. “Es fácil encerrar a todo el mundo en casa cuando tienes el frigorífico lleno y tu casa está segura, pero la desnutrición va a causar innumerables muertes. Es importante equilibrar”, afirma este empresario, ingeniero civil y activista anticorrupción forjado en las grandes manifestaciones que cristalizaron en la destitución de la presidenta izquierdista Dilma Rousseff.

Aunque el país tiene la sanidad pública más robusta de Sudamérica, el 15% de la población brasileña vive en regiones sin UCI

Ahora el terreno de batalla política son las cuarentenas decretadas por los gobernadores y la cloroquina, un medicamento que Bolsonaro considera mucho más prometedor de lo que la ciencia ha demostrado por ahora. El cisma es entre los que defienden el aislamiento social para evitar el colapso hospitalario y salvar vidas, aunque el daño económico sea inmenso, y los que abogan por aislar solo a los más vulnerables para evitar una hecatombe económica que se cebará en los más pobres. Una batalla que se libra en las instituciones, los medios y las redes.

Brasil ha realizado un número de test ínfimo (300 por cada millón de habitantes) por falta de análisis y de reactivos para procesarlos. Aunque Brasil tiene la sanidad pública más robusta de Sudamérica, el 15% de la población vive en regiones sin unidades de cuidados intensivos. El Estado de Ceará tiene ya todas sus UCI ocupadas, mientras en São Paulo la ocupación ronda el 70%.

Abduch dice que no duda de la gravedad de la enfermedad. Sus padres están aislados, pero defiende que quienes no son mayores y están sanos, como él y su esposa, deberían poder abrir sus negocios y salir a trabajar. Él, como Bolsonaro, limitaría el aislamiento a los mayores de 60 años, los enfermos crónicos y quienes conviven con ellos. La OMS y el Ministerio de Salud e incluso las Fuerzas Armadas de Brasil insisten en que reducir al mínimo el contacto entre personas es por ahora la mejor manera de frenar los contagios. Cuando la crisis evidenció que Bolsonaro estaba en un bando y su ministro de Salud en el otro, lo destituyó para nombrar uno más afín que ha prometido cuidar de la salud y de la economía de sus compatriotas. La mayoría de los brasileños apoya las medidas de aislamiento social, pero el respaldo va mermando a medida que pasan las semanas.

Tomé Abduch, del movimiento Nas Ruas.
Tomé Abduch, del movimiento Nas Ruas.Lela Beltrão

Antes de la caravana, Abduch aseguraba en la cocina de su chalé que las cuarentenas son en realidad parte de un plan orquestado por los otros poderes para que Brasil quiebre y deshacerse de Bolsonaro. “Si hacemos una proyección, veremos que la caída del empleo y la economía va a matar mucho más que el coronavirus. Por eso debería haber preocupación con las dos cosas. Y los gobernadores están haciendo más bien lo contrario. Consideran que el Gobierno federal les tiene que enviar dinero sin ninguna contrapartida. ¿Y qué pasa? Que el Gobierno federal no tiene ese dinero. Quiebra”, afirma este brasileño emprendedor que veranea en Baleares. “Están claramente dando un golpe para que el Gobierno federal se quede sin dinero y pedir un impeachment de Bolsonaro, igual que hicieron con Dilma. Para mí eso es una estrategia para derribar al Gobierno, un Gobierno que intenta cambiar nuestro país”. Los que salen ahora a la calle contra las cuarentenas consideran a Bolsonaro el garante del cambio radical que a su juicio requiere el sistema político. Y a los líderes de los otros poderes, unos izquierdistas peligrosos.

Para el analista Oliver Stuenkel, de la Fundación Getulio Vargas, las protestas son fruto de “una estrategia sofisticada” adoptada por otros populistas como el venezolano Hugo Chávez o el húngaro Viktor Orbán: “En las democracias saludables no hay manifestaciones prorrégimen. Son producto de un líder reclamando a sus seguidores que ataquen a un enemigo escogido”.

Abduch recalca que él no se considera bolsonarista. Apoya al presidente porque es rompedor y porque su llegada al palacio de Planalto fue un bofetón al sistema corrupto. “Puede que las formas [de Bolsonaro] no sean las mejores, pero el contenido sí lo es”. En el vídeo de convocatoria, Abduch instaba a los conductores de la caravana a que se lavaran las manos, usaran mascarilla y no salieran de sus coches, pero llegado el día a nadie parece importarle que hagan tiempo charlando en corrillos. Nadie levanta tampoco una ceja ante un camión con una enorme pancarta que dice: “Exigimos una intervención militar ya”.

Muchos brasileños con trabajo fijo y ahorros empezaron a confinarse, asustados por las imágenes que llegaban desde Europa, antes de que las autoridades estatales cerraran las escuelas, las tiendas, los estadios, las iglesias y los centros comerciales. São Paulo, con 20 millones de habitantes, está desconocida sin el infernal tráfico de siempre. Pero en un país tan desigual una minoría puede trabajar desde casa y hacer pan por las noches mientras decenas de millones de personas necesitan salir a ganarse el pan a diario, no pueden mantener la distancia mínima porque viven hacinados. Los contagios y las muertes siguen aumentando pero a menos velocidad de lo inicialmente pronosticado por los expertos. “Creo que no va a ser tan grave como en países fríos y con poblaciones más mayores”, dice Elisabet Andrade, de 56 años, una vendedora de Avon y Natura que acude a la protesta con una mascarilla con la bandera de Brasil. Sostiene que todo el mundo debería protegerse con máscara, gel…, y que las tiendas deberían abrir por turnos, pero sobre todo que hay que salir a la calle para echar al gobernador, a los presidentes de la Cámara de Diputados y del Senado para que dejen de poner trabas a Bolsonaro, que con su familia “va a resolver los problemas de Brasil”.

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