Un sismo invisible en México
La historia de una madre y su hijo muestra el drama que viven estos días los 30 millones de mexicanos que subsisten gracias al comercio informal.
Hace poco menos de tres años, el maldito 19 de septiembre, Margarita López estaba en su casa cuando a las 13.14 la tierra vibró y un terremoto sacudió buena parte de México, sobre todo la capital, lo que siempre se llamó el DF. De aquel eterno minuto que todavía retumba en las cabezas de muchos, López recuerda los ruidos que repite mientras gesticula con los brazos; la pared que se le vino encima, los gritos tratando de tranquilizar a Kevin Iván: “Estoy bien, hijo, estoy bien”. Aquella imagen le generó al chaval episodios de ansiedad que se volvieron comunes. Aquel momento, sin embargo, pasó. Y ahora, esperan, un sismo invisible como este coronavirus que les ha parado en seco.
Desde mediados de marzo, López y su hijo, 40 y 16 años, inseparables, apenas salen de su pequeña casa en el barrio de Iztapalapa, uno de los más populares de la ciudad, donde a priori la única señal de que algo raro está ocurriendo pasa por la cantidad de mascarillas en la gente que se ve en las calles, no porque estas estén ahora más vacías o el tráfico haya dejado de ser fluido. De puertas para adentro, no obstante, todo ha cambiado, y si no que se lo digan a esta madre y su hijo, que reciben con desazón la noticia de que al menos durante mayo, nada va a cambiar. Todo seguirá parado.
Todo, para ellos, son las escuelas, su trabajo. Frente a un colegio de primaria se solían colocar cada mañana con su puesto de comida. La rutina la repite de memoria la madre, y aunque como toda rutina pueda resultar tediosa, la añoranza con la que la recuerda expresa más claridad sobre las consecuencias de la crisis que cualquier parte sanitario: “Nos levantamos a las 5 o 6 de la mañana y empezamos a trabajar. Yo cocino, preparamos tacos dorados, pechuga con sopa, cuernitos con sopa, hamburguesa con sopa, cóctel de frutas. Mi hijo me ayuda preparando y cortando los pasteles. Nos vamos caminando sobre 20 para las 9, porque tenemos que tener todo listo a las 9.30, porque los chicos solo tienen 20 minutos de descanso. A través de la verja les damos los alimentos. Para las 10 estamos ya volviendo, desayunamos nosotros, cambiamos y regresamos ya con las botanas y los dulces, yogur congelado… Por la tarde, volvemos y empezamos a preparar los del día siguiente”, relata.
“Lo poquito que teníamos guardado se nos está acabando. Es estresante. Y si el encierro se mantiene…”
Un día bueno lo consideran cuando vuelven a casa con 500 pesos libres, menos de 20 euros, pero hay muchos que regresan con 50 o 60. A veces le suman algo que logran cuando se dejan caer por el puesto que tiene la madre de ella, la que les ha enseñado todo desde bien pequeños, también frente a una escuela. O en vacaciones, con lo que sacan en los tianguis, los mercados de la zona. Todo eso es un espejismo ahora. Ni hay clases ni se les permite acudir a los tianguis porque las botanas, el equivalente a lo que podría considerarse chuches, no son elementos de primera necesidad.
Margarita y su hijo forman parte de lo que en las últimas semanas se agrupa bajo el eufemismo de “los que no pueden parar” con el que el Gobierno ha tratado de argumentar la imposibilidad de aplicar medidas drásticas de confinamiento. Esto es, 30 millones de personas que se dedican al comercio informal en México, el 56% de la economía de la segunda potencia de América Latina, donde el salario mínimo —y ahí la brutal desigualdad— es de 123 pesos (4,50 euros), trabajar sin estar registrado en la Seguridad Social no es ilegal. Como la de ellos dos, la actividad informal genera el 22% del PIB de México. Imposible, pues, concebir que este país de 130 millones de personas se llegue algún día a cerrar a cal y canto.
México ha basado toda su prevención en el modelo centinela, que le dio buenos resultados durante la epidemia de H1N1 de 2009 y que permite estimar la propagación del virus y poder adelantarse a la hora de tomar medidas de mitigación, como posibles aislamientos. No obstante, la gran polémica ha surgido a raíz de las escasas pruebas realizadas. El portavoz del Gobierno en la lucha contra el coronavirus, Hugo López-Gatell, defendió que los test no son tan importantes. Con el paso de las semanas, ante la presión de los gobernadores y de las instituciones médicas, el Gobierno se vio obligado a dar marcha atrás y puso sobre la mesa 300.000 pruebas, que se incrementarían hasta llegar al medio millón durante la fase 3 de la epidemia. Además, ha tratado de acelerar la compra de material sanitario en China, ante los contagios masivos que se han ido dando en diversos centros públicos. Para poder adquirir más respiradores, el presidente, Andrés Manuel López Obrador, llegó a llamar a su homólogo Donald Trump para que permitiera a México comprar en Estados Unidos los ventiladores.
El 56% trabaja sin seguridad social. Imposible concebir que este país de 130 millones de personas se llegue a cerrar a cal y canto
Enclaustrados llevan Margarita y su hijo desde mediados de marzo. El hermano mayor de ella, maestro, fue quien les avisó. “Era un sábado, pensábamos que tendríamos una semana de margen, pero el lunes ya no había clases”, recuerda él, a quien también se le ha puesto coto a su mayor afición, las batallas de gallos, así que prepara rimas en su casa para rapear sobre el virus. La cuenta atrás, más que la de volver a trabajar, es la de cuánto van a aguantar sus ahorros. Al menos para este mes de mayo, dice ella, le llega para la renta más la luz. “Lo poquito que teníamos guardado se nos está acabando, es estresante no generar ingresos, si el encierro se mantiene…”. Los puntos suspensivos dejan de ser un recurso cuando nadie tiene la respuesta, menos en este momento en que en México aún no ha llegado el pico de la pandemia.
Los días en vano dejan también espacio para la queja. La enfoca Margarita en el Gobierno, que no ayuda. “A cambio del voto sí ofrecen despensas, ¿por qué esta vez para ayudar al pueblo no hacen lo mismo?”, lanza al aire, al tiempo que también critica que cada día se lanza un mensaje distinto. “Por la mañana dicen una cosa, por la tarde la contraria y al día siguiente lo de hace dos días”, asegura, y explica que eso genera confusión también entre su gente, pues no pocas personas del barrio, cuenta, creen que el coronavirus es un invento, que no existe. Al menos ellos se toman en serio las medidas de protección, esto es, distancia social y mascarillas. “Sea cierto el virus o no, mejor prevenir que después lamentarnos”, dice entre risas, como si no hubiese ya suficiente con lo que batallar a diario.
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