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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Fue tan mala la globalización?

No todo fue bueno, pero algunas cosas sí valieron la pena, como la perseverancia de quienes hicieron del diálogo y la cooperación el mejor aval para caminar hacia un mundo en paz, más seguro y próspero

Sonia Mackay

En 2015 culminaron cuatro décadas en las que el desarrollo tecnológico, la integración económica y los acuerdos políticos llegaron, como nunca antes en la historia, a prácticamente todo el planeta. Ese año se consumó el divorcio entre la estadística y la vida real o, mejor dicho, la estadística y la percepción de la realidad. El Índice de Desarrollo Humano (IDH) de Naciones Unidas cumplía 25 años y era, por tanto, un buen momento para evaluar los avances o retrocesos que se habían producido. Los resultados, constantes a través de la geografía y el tiempo, eran inequívocos: las tres décadas anteriores no tenían precedente en la promoción del desarrollo de las personas y las posibilidades de vivir una vida digna. La esperanza de vida, el acceso a la educación y a la sanidad, los sistemas de infraestructura física (por ejemplo, agua limpia y sistemas de saneamiento básico), el nivel de seguridad alimentaria o el nivel de ingresos, no dejaron de aumentar.

Sin embargo, mientras esos datos se hacían públicos, la demanda de divorcio llevaba remite de movimientos críticos con lo que entonces se denominó el orden global, y en los que se alentaba a los ciudadanos a recuperar la soberanía, la libertad y la independencia en el marco del Estado-nación, y protegerse así frente a la excesiva intromisión de una globalización injusta y empobrecedora, gestionada por una red de intereses difusos.

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En otoño de ese mismo año se materializó la gran paradoja, que apuntaló la naturaleza híbrida de un nuevo periodo histórico. En Nueva York, el mundo acordó una nueva agenda global, heredera de la que había inspirado el nuevo milenio. En 2000 se fijó recortar a la mitad la tasa de pobreza mundial registrada en 1990 y esa meta se logró en 2010, cinco años antes del plazo previsto. La nueva agenda, aún más ambiciosa, cubría áreas que iban desde el hambre cero hasta la producción y el consumo responsables.

Unos meses más tarde, en París, representantes de casi 200 países adoptaron el primer acuerdo global para luchar contra el cambio climático. Sorprendentemente, pese al carácter histórico de aquellos acuerdos, muy poca gente prestó atención o se interesó. No tuvieron apenas repercusión mediática ni consiguieron serenar la rabia producida por los efectos de la primera gran crisis sistémica de la globalización: la financiera. Menos aún la inercia de sus causas, mucho más arraigadas y desatendidas. Washington, Moscú y Londres lideraron el retorno de la frontera, tanto física como estratégica, con ideas que atacaban los argumentos utilizados durante décadas para la producción y diseminación de un ethos común, asociado a la construcción mental de un mundo globalizado. El efecto contagio de esas nuevas ideas y su alta rentabilidad mediática actuaron de altavoz para frenar una globalización que hasta hacía pocos años parecía imparable.

El enorme progreso material nunca se vio acompañado por un gran progreso humano

No faltan teorías que apuntan a las manos que precipitaron ese gran cambio histórico. Pero, independientemente de ellas, la globalización fue, antes que nada, un proceso fallido de aprendizaje colectivo. Sorprende, desde esta parte, que el enorme progreso material nunca se viese acompañado por un gran progreso humano, consciente de la magnitud de los grandes avances de su época y capaz de inspirar la vida de las personas hacia horizontes renovados. Se mantuvo el culto al corto plazo, a los porcentajes de crecimiento y productividad. La gente demostró ser tan manipulable en sus pasiones territoriales como en sus necesidades inmediatas. Tan contradictorios entre lo que platicaban y como vivían como en cualquier otro momento de la historia.

A pesar de todo ello sí existió, más que durante ninguna época anterior, cierta forma de inteligencia colectiva. En ese orden global, condicionado por cientos de intereses individuales, se instalaron algunas formas de cooperación y trabajo conjunto que dieron resultados como los descritos anteriormente y que, en perspectiva histórica, eran inimaginables. Tanto, que incluso se fantaseó con el fin de la guerra y de muchas enfermedades. No todo fue bueno durante la globalización, pero algunas cosas sí valieron la pena. Especialmente la perseverancia de aquellos que, trascendiendo las insidias del poder, hicieron del conocimiento, el diálogo y la cooperación el mejor aval para caminar hacia un mundo en paz, más seguro y más próspero.

Carlos Buhigas Schubert es el fundador de Col-lab.

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