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MIRADOR
Columna
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La nada

Einstein pretendió cargarse el éter en 1905, su 'annus mirabilis', pero reconoció en 1920 que se había equivocado

Javier Sampedro
Frank Wilczek, del MIT, ganador del Premio Nobel de Física, el 5 de octubre en Massachusetts.
Frank Wilczek, del MIT, ganador del Premio Nobel de Física, el 5 de octubre en Massachusetts. DAVID L RYAN / GETTY IMAGES

La mayor parte de la gente compra el hielo en el chino, pero seguro que queda alguno que prefiere hacerlos metiendo bandejas de agua en el congelador de casa. Estos últimos sabrán que no conviene llenar demasiado de agua las bandejas, porque luego el hielo crece, se desborda, no hay manera de separar los cubitos y la fiesta se convierte en el típico infierno navideño. Es lo que tienen los cambios de fase. El agua puede adoptar tres fases —hielo, agua líquida y vapor de agua— y el cambio de una fase a otra, como el del agua líquida al hielo, supone una expansión del material.

Uno de los descubrimientos más asombrosos de la física es que el espacio vacío es una cosa, un material que pesa, se deforma, se contrae o se expande como cualquier otro material. La nada no existe. No es más que un mito urbano. La historia de esta idea es desconcertante, tal vez conmovedora. El espacio vacío era para Newton un mero escenario sin actores, la nada en sentido estricto. Su fuerza de la gravedad se transmitía por ese vacío de manera instantánea, como un (buen) truco de magia. Una teoría de enorme éxito, que todavía usamos para enviar sondas a Marte, pero sustentada en unos cimientos muy porosos.

Fue Maxwell, el gran sucesor de Newton en la saga de los creadores de mundos, quien mostró que ese espacio vacío newtoniano, esa encarnación de la nada, no es más que un producto de nuestra imaginación. Hay un experimento increíble que se suele hacer en la escuela. Pones virutas de hierro sobre un papel, luego colocas un imán debajo del papel y ves la fuerza electromagnética delante de tus ojos. Las virutas se organizan como las arrugas de un melón entre los dos polos del imán. La brillante explicación matemática de esos hechos descubierta por Maxwell poco después implicaba que el espacio era una cosa, el “éter”, por donde la luz y las demás ondas electromagnéticas viajaban como olas en el agua tras tirar una piedra al lago.

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Einstein pretendió cargarse el éter en 1905, su annus mirabilis, pero reconoció en 1920 que se había equivocado. De hecho, su teoría de la relatividad general implicaba que el espacio vacío era una cosa capaz de curvarse, contraerse o expandirse como cualquier material. En fin, lo que Maxwell llamaba el éter.

Si el espacio es una cosa, entonces, podrá sufrir los mismos cambios de fase que el agua. Y algunos cambios de fase, como vimos, suponen una expansión del espacio. Como el Big Bang. Así piensa el premio Nobel Frank Wilczek.

Ya sé que ésta es la columna de los robots, pero hoy quería hacerte un regalo de Navidad. Que te sea leve.

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