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EL ACENTO
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

‘Carmen’ renace en el Real como icono feminista

La versión de Calixto Bieito destroza el mito de la arquetípica mujer fatal para darle a la protagonista la capacidad de amar, decidir, ser libre

Olivia Doray, Anna Goryachova y Lidia Vinyes Curtis, durante la representación de 'Carmen' en el Teatro Real de Madrid.Vídeo: Javier del Real

No puede haber momento más idóneo que el actual para que el Teatro Real haya recuperado la versión de Calixto Bieito de la ópera Carmen con todo su descaro y toda su iconoclastia, amén de la fuerza vocal del repertorio. Dejemos de lado las provocaciones necesarias en el arte verdaderamente importante, en este caso una escenografía plagada de banderas rojigualdas, toros y la legión. Concedámosle a Bieito y a Joan Matabosch, director artístico del Real, el derecho a la distancia y la ironía, a poder proclamar sin decirlo que esta es Carmen, pero en ningún caso la de Mérimée. Queda claro cuando la primera cigarrera en aparecer en escena quiebra la célebre cuarta pared y se sienta a fumar despreocupada al filo del foso, mirando descarada al público, en un momento similar a aquel en que Patrice Chéreau hizo que el coro se girara a mirar al público en su célebre y polémica versión de la tetralogía del anillo wagneriano en Bayreuth.

Someter a esta Carmen, uno de los platos fuertes de la temporada del bicentenario del Real, al único escrutinio de los iconos que destroza es hacerle una gran injusticia. Porque esta Carmen no es sólo provocación, como tampoco es sólo el resultado de su impecable factura técnica y musical. Es mucho más, un golpe de efecto lento sobre la situación de la sociedad.

Primero, la ópera hace sentirse cómodo y confiado al público al colocarlo ante el colorido espectáculo de unos tópicos en contraste frenético, armados y desarmados como el toro de Osborne que domina el escenario durante el tercer acto. Están todos los temas recurrentes de la obra de grandes directores españoles, como Pedro Almodóvar, Carlos Saura o Bigas Luna. Desde el soldado que torea desnudo a la luz de la luna a la turista nórdica rubia embadurnada en crema solar. Y tranquilamente perdido en este laberinto manierista, el espectador se acomoda entre habaneras y seguidillas para recibir al final un choque de tal magnitud que no hay posibilidad de recuperarse si no es examinando su propia conciencia.

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Porque al final esta Carmen se convierte en una profunda y amarga reflexión sobre la violencia de género. Hace falta mucha valentía y mucho aplomo artístico para revelar a la que siempre se ha considerado la tentadora por antonomasia como lo que en realidad es: una víctima. Hay que decirlo claramente: esta versión de Carmen destroza el mito de la arquetípica mujer fatal para darle a la protagonista la capacidad de amar, decidir, ser libre. De entre la maraña de lamé dorado, mercedes desvencijados y luces de Navidad, aparece al final una valiente mujer vestida de su propia dignidad y dispuesta a dar su vida para ser libre.

Es un planteamiento tan atrevido como noble por parte de una institución como el Real que ha demostrado su determinación de situar a la ópera en el centro del debate sobre los asuntos que más preocupan a la sociedad, como ya demostró con El Holandés Errante de La Fura dels Baus, una reflexión sobre la esclavitud industrial moderna. Es un logro loable, en una institución con 200 años a cuestas.

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