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MIRADOR
Columna
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Bioinspiración

Nos figuramos un escuadrón de robots metálicos, humanoides y tozudos como una reata de mulas, desfilando con paso firme hacia su objetivo y armados hasta los dientes

Javier Sampedro
Paper Boat Creative (© Getty)

La imaginación puede alcanzar más allá que el conocimiento, como sugirió Einstein, pero también nos corta las alas en ocasiones. Ahora que un grupo de expertos encabezado por Elon Musk, el magnate sudafricano fundador de Spacex y Tesla, ha vuelto a poner en la agenda el peligro de que la robótica se ponga al servicio de las malas artes de la guerra, nuestra imaginación nos está jugando una de esas malas pasadas. Nos figuramos, de manera casi automática, un escuadrón de robots metálicos, humanoides y tozudos como una reata de mulas, desfilando con paso firme hacia su objetivo y armados hasta los dientes con lanzadores de rayos y otras perrerías. Un caso de manual en que nuestra imaginación se queda corta.

La vanguardia de la robótica, en realidad, no está muy interesada en construir personillas metálicas. Su gran fuente de inspiración es más bien la biología, una paradoja que ya tiene hasta un nombre acuñado: bioinspiración. Es una de las áreas más activas de investigación civil, y podemos suponer que los laboratorios militares estarán tomando buena nota de ella.

Tomemos el último invento del instituto de élite de la NASA, el JPL (Jet Propulsion Laboratory) en Pasadena, California. Se trata de un brazo robótico para agarrar los objetos más dificultosos (y peligrosos) de la basura espacial, el enjambre de fases descartadas de los cohetes, restos de fuselaje y piezas de viejos satélites con que hemos logrado enmugrecer nuestro entorno cósmico más próximo. Agarrar esos fragmentos de basura en el entorno (casi) ingrávido del espacio ha resultado imposible hasta ahora, pero los ingenieros de Pasadena lo han logrado, en situaciones experimentales, copiando los dispositivos asombrosos que usan las salamandras para adherirse a la pared. Bioinspiración.

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Otra innovación bien notable, esta vez de los científicos de la Universidad de Stanford, en California, implica una forma completamente nueva de moverse de un lugar a otro. No consiste en correr, sino en crecer como una planta rastrera o una hiedra. El robot es capaz de crecer hasta miles de veces su tamaño original, y su punta (o yema apical, como diría un botánico) se desplaza así a 40 kilómetros por hora. Tal vez sirva algún día para introducir un catéter en una zona delicada del cerebro, aunque seguro que a los militares se les ocurren otras aplicaciones. También hay robots experimentales para transportar mercancías que se basan en los tubos de polen de las flores, y robots blandos que se curan sus propias heridas.

Desatad vuestra imaginación. ¡Bioinspiraos!

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