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Huaca de la Luna y las ciudades de adobe peruanas

De los pueblos sin escritura solo tenemos noticia a través de las excavaciones arqueológicas. A menudo, ni el nombre de las culturas desaparecidas ha llegado hasta nosotros. En ocasiones, se sabe de ellas por sus conquistadores, que escriben las crónicas del sometimiento. Pero también puede ocurrir que esos vencedores sean a su vez iletrados. Entonces hay que deducirlo todo de los vestigios desenterrados por los arqueólogos.

Hubo una vez un pueblo que vivió durante los primeros nueve siglos de nuestra era en el norte de Perú, en una franja desértica entre el mar y la cordillera de los Andes. De las montañas bajan los ríos con abundante caudal hacia el litoral, como el río Moche, que sabiamente embalsados y canalizados proporcionaban riego abundante para extensas plantaciones de maíz y frutales. El mar les ofrecía además mucha pesca. Así desarrollaron grandes asentamientos urbanos, en los que levantaron templos escalonados hechos de adobe, en forma de pirámides truncadas. Cada cierto tiempo, y esto es de lo más curioso, rellenaban con bloques de adobe los patios y espacios abiertos, con mucho cuidado para no dañar la colorida decoración de sus paredes, y construían una nueva pirámide sobrepuesta a la anterior.

Parece como si con ello quisieran cancelar respetuosamente un tiempo viejo y empezar un tiempo nuevo, tal vez con un cambio de dinastía. En cada una de las ciudades y sus territorios agrícolas asociados había un rey que era al mismo tiempo el gran sacerdote de la comunidad. Ese representante de la divinidad tenía como misión principal hacer que el mundo permaneciera en orden. Y eso quería decir, sobre todo, que las lluvias llegaran a tiempo y en la cantidad necesaria para que los cultivos prosperasen. O que no se exacerbase el fenómeno climático conocido como El Niño, que en determinados años produce precipitaciones torrenciales y devastadoras.

Delante de los templos de adobe había una gran explanada donde se desarrollaban ceremonias públicas, a la vista de miles de personas. La fachada del templo que mira a ese gran patio da noticia en forma de relieves policromados de la naturaleza de las liturgias. Hay sacerdotes danzando pero también hay cuerdas de prisioneros, desnudos y despojados de sus armas por los guerreros vencedores. En la plataforma superior del templo se situaba el rey-sacerdote, que dirigía el ritual. Había que sacrificar a aquellos seres humanos al Dios Decapitador para que el orden natural fuera restituido.

En la llamada Huaca de la Luna, en el valle del río Moche, cerca de la ciudad de Trujillo, se han encontrado los esqueletos de los sacrificados. Pero este solo es un aspecto de la cultura moche, o mochica, según explica Ricardo Morales, el gran impulsor de las excavaciones en la Huaca de la Luna. Hay muchas más cosas que contar de una sociedad que fue esencialmente pacífica, ordenada y próspera.

La maravillosa cerámica moche es, a falta de libros, el gran documento sobre la vida de este pueblo. Hay retratos de los mochicas que nos permiten saber cómo vestían, qué aspecto tenían. Sorprende por su variedad y, sobre todo, por su naturalidad, el amplio repertorio de la vida sexual reflejado en las cerámicas.

Como muchas otras, la Huaca de la Luna fue saqueada sistemáticamente, industrialmente se podría decir, ya en la época del virreinato buscando joyas de oro y plata. Sin embargo, en otro lugar, al norte, en el complejo arqueológico El Brujo, uno de estos grandes edificios escalonados permaneció intacto: la Huaca de Cao Viejo, donde se encontraron enterramientos sin expoliar, incluida la tumba principal, la de la Dama de Cao (que murió hace 1.600 años) con todo su rico ajuar funerario. No se sabía hasta que la excavó Régulo Franco Jordán que una mujer pudiera llegar hasta el puesto más alto en la sociedad mochica.

La cultura moche fue sustituida por otra cultura, llamada chimú. Chan-Chan es su principal población, una enorme ciudad de adobe (también en la zona de Trujillo). Nos contaron que se trata de un cambio puramente cultural, sin invasiones de por medio. Hay huacas también, y enormes recintos amurallados (o ciudadelas), seguramente correspondientes a sucesivos reyes. Se han encontrado maquetas que muestran qué tipo de ceremonias se realizaban en esos palacios. Parece que se exponía la momia del monarca divinizado, que presidía las liturgias. La ciudad de Chan-Chan fue conquistada por los incas, no mucho tiempo antes de que llegáramos los españoles.

Estos pueblos, tan ligados al mar, eran navegantes o, por lo menos, costeros. Construían embarcaciones grandes de totora, una especie de junco. Todavía queda un puñado de pescadores que usan versiones pequeñas llamadas “caballitos de totora”, que montan a horcajadas. Los conocimos en Huanchaco y tomamos con ellos el delicioso ceviche que preparan en la zona. Perú se está convirtiendo en una potencia gastronómica.

Las culturas moche y chimú no son tan conocidas por el gran público como otras maravillas de la antigüedad. Y sin embargo, sus construcciones de adobe son grandiosas y se pueden visitar casi en soledad. Apenas llegan (todavía) turistas y como quedan tantos tesoros por excavar, se puede ser testigo de la historia de la arqueología. Para los amantes de esta ciencia -y somos millones- es algo así como retroceder a los tiempos del descubrimiento de la tumba de Tutankamón y volver con fotos y con recuerdos. El viaje sorprende y merece la pena. Háganme caso, vayan a Trujillo (Perú) y no se arrepentirán. Y además, ¡hablan español!

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