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De caza con Delibes

Miguel Delibes limpia su escopeta durante una jornada de caza
Miguel Delibes limpia su escopeta durante una jornada de cazaManuel Leguineche

La caza es, como para sus novelas, un hombre, un paisaje y una pasión. Y un pájaro o dos, que no es tiempo de vacas gordas. Miguel Delibes lía su cigarrillo de capacha con la prudencia y el tiento de siempre. Está en capilla: faltan pocas horas para la apertura de la codorniz y el novelista que caza siente ya la proximidad del vuelo del pájaro y presiente el olor a pólvora, los devaneos de Green, su perro, y el cansancio reparador de los primeros veinte kilómetros a mano.

Espera el momento, el pistoletazo de salida en su casa de Sedaño (Burgos) dirección a Santander. La escopeta está engrasada, el perro impaciente y la cuadrilla a punto. Sin embargo, la proletarización de la caza, el bureo de los nuevos cazado­res e incluso los vientos de democracia han cambiado el mapamundi y Miguel lo sabe. La fiebre sube en los cazadores. Los recién llegados o los de FN repetidora y leguis charolados, los frustrados aficionados hablan de invadir cotos y liarse a tiros con la aurora. Hay un exceso de pasión y pocas codornices. Se fundan socieda­des como La perdiz democrática o La becada Ubre. La cinegética imita al arte de la política. Por Dios, ¿será que también la caza se politiza? Delibes no lo cree. “El problema fundamental —dice— no es político, sino social. Cazadores de Valladolid y Burgos con más de sesenta años alegan que han podido toda su vida salir al campo y cazar donde les apetecía; todo era terreno libre menos alguna finca acotada, pero, claro, hay que darse cuenta de la evolución de las cosas. Hace treinta años podríamos ser en Valladolid cien cazadores y esos cien cazadores podían ir a cualquier lugar de la provincia sin estorbarse, pero hoy en Valladolid habrá, por ejemplo, 10.000 escopetas, y entonces resulta que materialmente no hay sitio que pueda co­bijar 10.000 escopetas todos los días. Este es en esencia el nudo de la cuestión. Al fin y al cabo, tanto derecho tienen de salir al campo los pirómanos que sacan su licencia como los ver­daderos cazadores, a los que les gusta ver tras­tear al perro y disfrutar de la naturaleza, pero ha llegado un momento en que no hay sitio para todos.”

La caza es una industria que inyecta cerca de 25.000 millones de pesetas a la economía del país y crea 30.000 puestos de trabajo. Los cotos privados se elevan a casi 25.000. Coto parece palabra de otros tiempos y, sin embargo, está de moda, quizá más de moda que nunca.

Pregunta. ¿Por qué, Delibes?

Respuesta. Es un problema que ha traído la nueva ley, una ley ya de cinco o seis años que viene a autorizar a los propietarios de las tierras, si están todos de acuerdo, a acotar sus términos. Así se ha dado la circunstancia de que única­mente pueden cazar en España los que son de pueblo, viven en un pueblo, tienen relación con un pueblo, o bien los adinerados que tienen la finca propia, o bien aquellos cazadores también modestos que prefieren reservar sus pequeños ahorros para tomar una acción en un coto de pue­blo, que ésta es, concretamente, mi situación.

Delibes caza en Santa María del Campo, provincia de Burgos, pagando.

 El escritor Miguel Delibes con su escopeta de caza en una imagen del año 1977
El escritor Miguel Delibes con su escopeta de caza en una imagen del año 1977

“Es un término grande y se da la circunstancia de que, por un lado, están los cazadores del pueblo y, por otro, dos grupos de cazadores, uno de Valladolid y el otro de Burgos. Los de fuera del pueblo pagamos más por el arrendamiento que los del lugar, de manera que ellos tienen la ventaja de que la acción les sale mucho más barata que a los cazadores de afuera. Yo com­prendo que ésta no es una solución para todo el que quiere cazar, primero porque hay quien no se decide a renunciar a otras cosas. La acción no es que cueste muy cara, pero te puede costar veinte o treinta mil pesetas al año. En cambio hay otros que anteponen la caza a todo otro placer: el fútbol, el teatro, los toros, el cigarrillo, el alcohol, la partida, etcétera... y que reservan todos sus ahorros para comprar una acción en un coto. En fin, que ésta es una solución incom­pleta y, seguramente, no justa.”

Una jornada de caza del académico se inicia con un “madrugón sensacional”. “Nos levanta­mos a las cinco de la mañana, a las seis menos cuarto nos pondremos en viaje hacia Santa María del Campo. En Santa María, mis hijos y yo nos encontramos con mi hermano Manolo y con otro de mis hijos, Germán. Los perros los llevamos de aquí, que es donde los tenemos y dedicaremos cuatro o cinco horas, las primeras de la mañana, a cazar. De siete a once y media o doce. Después, almorzaremos, nos tumbaremos a la siesta, charlaremos y, a la caída de la tarde, sobre las seis, volveremos a cazar.

P. ¿Cómo se presenta la temporada?

R. Tengo entendido que no hay muchas co­dornices, aunque los informes son desiguales. De Logroño vienen noticias de que la codorniz es escasísima y, en cambio, en Ciudad Real dicen que habrá bastante codorniz. Esto es, al menos, lo que he oído por la radio, de manera que no sé lo que nos esperará el domingo.

Las aves están a la altura de las oscilaciones meteorológicas. ¿A qué se debe que un año sea bueno y otro malo? ¿A los caprichos de las co­dornices, a razones agrícolas o científicas o quién sabe, a las explosiones atómicas?

“Esto es sorprendente porque antaño la co­dorniz emigraba de África, pasaba la primavera y el verano en Europa, sobre todo en las penínsulas bajas, en Italia, en Grecia, en Es­paña, y claro la temporada de codorniz de­pendía de la entrada de pájaros y la entrada de pájaros dependía, sin duda, de la frondosidad y de la esperanza de la cosecha. Hoy día todo se ha trastrocado porque la mayor parte del cereal que se siembra en Castilla es tremesino, de ciclo corto, que se siembra en abril o mayo. La co­dorniz se encuentra las labores apenas apunta­das y quizá por eso ya no emigra, y no emigra porque los marroquíes también la cazan, o quizá por el recibimiento que la dispensaban. Ya lo contó ese hombre, el de la Historia de Saint Michel, Axel Munthe: la espera a las co­dornices ya rendidas después de atravesar el océano que las cogían a millares con redes. Los pájaros son avisados y han terminado por aprender. Lo que es evidente es que yo tengo amigos en Algeciras que cuando leen mis libros me dicen que ellos no cazan más codornices que yo, es decir, que apenas hay entrada de codorniz africana. Entonces, ¿cuál es la codorniz que se mueve por la meseta Norte en verano? Este es el gran misterio que todavía no me han resuelto los hombres de ciencia, pero yo empezaba a sospe­char que la codorniz que fluctúa por aquí, la que se mueve por aquí, que viene a criar aquí es la codorniz extremeña o la andaluza, o sea, esa codorniz que, sobre todo, creció y se desarrolló en los algodonales. Viene a Castilla, en más o menos cantidad, pendiente de las cosechas y de los resguardos que rinde el campo.”

Se me ha demostrado que el ciclo de repro­ducción de la liebre es totalmente falso, o sea, que he cobrado liebres preñadas en casi todos los meses del año en que se pueden cazar. Por otro lado, bien por el automóvil, bien porque las he visto en pleno invierno, se guarrean y andan en celo en los meses más crudos del invierno. Esto, o siempre ha sido así y no lo han observado o es que ha cambiado el hábito de la especie, no lo sé. Y por lo que se refiere al ciclo de repro­ducción de la codorniz, te puedo decir que en los algodonales de Badajoz maté pollos de codorniz en pleno enero, luego esto quiere decir que no sólo hacía nido en verano, sino que aquellos pollos habían nacido en noviembre o diciem­bre. En cuanto a la perdiz creo que lo que ha ganado en bravura y en dificultad para cazarla ha perdido en calidad. Antes, al final de los cuentos, como el supremo manjar se decía “... y vivieron felices y comieron perdices”. La perdiz hoy, si quitamos los primeros pollastres que matas en octubre, es un pájaro mucho más duro y mucho más insípido y de carne más estoposa que lo era la perdiz que yo recuerdo de mi in­fancia. ¿Por qué? Sencillamente porque se la somete a un acoso mucho mayor. Entre los hombres y las máquinas se sienten acosadas y, en consecuencia, la perdiz hace mucho más ejercicio que antes. Por lo general, la perdiz no vuela, no levanta si no la hostigas ahora se la hostiga de la mañana a la noche y todos los días, y hace un ejercicio mucho mayor que antes. Otra consecuencia de este hecho: antes se decía que a la perdiz se la mataba más con las piernas que con la escopeta, que la perdiz no te resistía más de tres vuelos. Esto era la perdiz de 1940. Hoy día, la perdiz te resiste tres vuelos y algunas hasta treinta. Lo que gana de cara a su defensa lo pierde el plato como placer gastronómico.

La ecuación es ésta: la importancia del trofeo está en función directa de la dificultad en obte­nerlo. Delibes encuentra más jazz, más emo­ción, en la perdiz que en la codorniz.

R. Es que la perdiz tiene mucha más dificul­tad de ser cazada, te exige un mayor esfuerzo, una mayor dedicación. Es también más escasa, es mucho más difícil derribarla porque vuela lejos y rápido. En una palabra, el trofeo es más codiciado porque los obstáculos que te opone son mayores. Pero, mira, la codorniz tiene el encanto que no tiene ninguna otra especie de caza, la exigencia del perro como colaborador inmediato tuyo. Y en este caso hay que recono­cer que la distracción que te depara la caza de la codorniz va en proporción a la categoría del perro que utilices. Por desgracia, desde que se me murió mi perra Dina, que era un prodigio, no he encontrado un perro ideal para cazar la codorniz. Sin un perro y en un día canicular, la codorniz no levanta, se oculta entre las pajas, entre las yerbas del arroyo, entre la maleza y no aparece. Sin embargo, si vas con perro te la indica ya de lejos, se va aproximando, viene la muestra, viene tu preparación y, finalmente, el perro levanta la pieza y tú la abates o no la abates, eso depende de tu habilidad. Yo me resisto a tener un perro de caza, que es general­mente un perro grande, en un piso. En el piso somos ya bastante gente como para encima me­ter un perro, y un perro que no vive contigo no es un buen colaborador. Por otro lado, me da lástima tener amarrado al animal durante meses en un taller o en una caseta en el campo, pero sin que pueda moverse. Primero, el perro no se acostumbra a ti y en segundo lugar se malea con los ratones. Yo a la Dina la cogí ya enseñada, me la vendieron aquí en Sedaño, disfruté durante ocho años de una perra extraordinaria que una vez hubo aprendido no se maleó. Por otro lado tenemos una gran dificultad y es que cazando juntos como cazamos mis hijos y yo no podemos educar a un perro que exige un solo cazador. Salir cuatro con un perro es tontería, porque oye un tiro en una esquina, oye otro tiro en otra esquina, no está ni con uno ni con otro.

Delibes , escopeta al hombro, acaricia a su perro durante una jornada de caza
Delibes , escopeta al hombro, acaricia a su perro durante una jornada de cazaManuel Leguineche

P. Lorenzo, el protagonista de Diario de un cazador es el arquetipo de los cazadores de Delibes, un poco o un mucho él mismo. ¿Cómo sería ahora Lorenzo?

R. Hombre, sería completamente distinto. Difícilmente podría subsistir, aunque yo su­pongo que, dada su afición, Lorenzo se habría arreglado para tener un pequeño coto, porque para él la caza era la vida. Le ocurre un poco lo que a mí. He dicho muchas veces que podría vivir sin comer, pero no podría vivir sin cazar, y en efecto, prefiero privarme de cualquier otra cosa que de la posibilidad de salir al campo cuando se abre la veda. En tiempos de Lorenzo, el ideal del cazador era ser un hombre libre, sobre una tierra libre, contra un pájaro libre. Hoy, ni el hombre es libre, ni la tierra es libre, ni los pájaros son libres, porque están también controlados, se les potencia mediante repobla­ciones periódicas, etcétera. En la tierra se ha asentado también el artificio y lo que ocurre es que yo creo que hay que repartir la gracia de Dios. Cuando un cazador dice hoy: “yo quiero que sea como antes”, está apuntando una utopía. Lo que no podemos hacer de ninguna manera es volver a hablar de la caza libre, del campo libre, aunque algunos grupos en dife­rentes provincias hagan demagogia con ello. Si hay un millón de cazadores en España, el campo no puede ser libre. Lo que hay que hacer es multiplicar los cotos sociales que ha organizado con una gran inteligencia Jorge de la Peña: te cuesta una cantidad de dinero el acceso por un día y te cuesta una pequeña cantidad de dinero cada pieza que matas. El número de piezas está controlado, ningún cazador puede matar más de seiscientas al día. Si haces números y vendes la caza que matas, en lugar de comértela, verás que, más o menos, el día de distracción que te ha deparado esa cacería está proporcionado, los gastos que has hecho te vienen compensados luego por la venta de la caza. Naturalmente, no podemos aspirar a que leona o quien sea nos pague también los cartuchos, nos pague la ga­solina, nos pague el almuerzo... La caza tiene que costar algo. Puede ocurrir, también, que si hacemos de media España coto social todavía no tengamos sitio todas las escopetas, todos los aficionados.

P. Que sois muchos...

R. Las licencias son como 800.000. Tendre­mos que conformarnos con ocho días de caza al año o con seis, o con cinco, o con los que sean, pero esto estará repartido. Y no te hablo tanto de la mitad norte de España. La mitad norte de España, digan lo que quieran las sociedades que se llaman así, es toda de cazadores modestos. Para mí es una cacería modesta la que yo tengo anotada del año pasado, donde no creo que llegaran a cuarenta las perdices que cobré en veinte días de caza. Esto me parece no una caza modesta, sino modestísima. Ten en cuenta que cuarenta perdices te las mata en una sola batida, en la primera, cualquier escopeta de Madrid para abajo te puede incluso matar doscientas perdices en un día. Esto es lo que me parece desproporcionado, la mortandad que se produ­ce con los ojeos, con las escasísimas perdices que puedes abatir a mano. Pero, en fin, toda esta cuestión de las fincas privadas está ligada, como sabes, a todo el problema social y económico de España, es decir, que mientras exista una orga­nización capitalista, el que tenga una finca la reservará para cazar él con sus amigos.

P. Porque los oligarcas cazadores, los happy few están ahora igual o mejor que en tiempos de Franco, ¿o es que viven ahora mejor que con Franco?

R. En tiempos de Franco, no sólo se consumaban esas mortandades de 2.000 perdi­ces por cacería, sino que además te las redun­daban en el No-Do y te las sacaban en la televi­sión y en los periódicos. De manera que no sólo estaba mal el hecho, sino que se daba mal ejem­plo al pueblo con ello. El pueblo nunca había ojeado, pero aprendió de los No-Dos y de la televisión que el ojeo era una caza mucho más cómoda que cazar a mano, que uno, sin cansarse, podía también matar perdices, y cada uno den­tro de su nivel en sus pequeños términos muni­cipales o en sus pequeños cotos hacían sus ojeos y en vez de 2.000 mataban doscientas perdices, cien o veinte. Lo cierto es que aprendieron a cazar las perdices en la forma lamentable que me parece el ojeo. Yo te digo que, en términos generales, el problema se paliaría en ese sentido con la creación de cotos sociales a los que pueda acceder todo el que le favorezca el sorteo, pero declarar libre un término no, porque te voy a contar la anécdota de Guadalajara, de hace dos años.

P. La guerra...

R. Exacto. Había un coto magnífico en Gua­dalajara cerca de Cogolludo, un coto social muy bueno que tenía fama, desde tiempo atrás, por la gran cantidad de perdices que criaba. Un año, de la noche a la mañana lo declaran libre.

Se concentraron en ese solo término miles de coches, miles, de Madrid principalmente. El tiroteo fue tan espeluznante que hubo hasta heridos y las perdices, las pocas supervivientes, terminaron por meterse en el pueblo, por las puertas de las casas, aterrorizadas. En un día, ese término municipal que era la envidia de todos los españoles, quedó literalmente arrasa­do. Esto te ocurriría con toda España en el mo­mento en que dijeras todo para todos, soltaras a un millón de cazadores por el país. Es tan evi­dente que no se practica en los países socialistas. Hay que repartirlo de una manera más o menos equitativa, pero no levantar la mano y decir “vamos a cazar como antes”, porque antes ca­zaban en España 3.000 cazadores y ahora lo tienen que hacer 800.000, ya no se pueden esta­blecer términos comparativos.

P. ¿Qué tal tiraba Franco?

R. No tengo ni idea, pero yo supongo que un hombre que va a cacerías a las que tira 2.000 ó 3.000 cartuchos tiene que ser muy malo para no llegar a acertar. Yo no me he relacionado nunca con ninguno de sus acompañantes, por tanto, no puedo opinar. Por cierto, tengo ganas de ver Escopeta nacional, la película de Berlanga, que promete ser sustanciosa.

P. ¿Y el Rey?

R. Creo que tira muy bien, además lo hace con más modestia que Franco, porque, por lo menos, sus cotos no son tan rimbombantes ni nos machacan a los aficionados semanalmente con sus hazañas. Sé que va a un coto al que me invitaron el año pasado a cazar a mano, en Ciu­dad Real, y José María Blanc me contó que Juan Carlos era una excelente escopeta. El Rey tiene la ventaja, sobre todo, de que no es ni por asomo un carnicero que mida el éxito de sus cacerías por piezas.

P. Circula la tesis (La caza, de Carlos Saura, 1965) de que muchos de los hombres que hicie­ron la guerra y la ganaron necesitaban, por nostalgia del gatillo o por sadismo, continuar disparando, pegando tiros...

R. La película de Saura es importante y a mí me gustó mucho, pero creo que reflejaba sólo un tipo de cazador, el sanguinario, el que mide el éxito de sus excursiones por el número de los animales muertos, y en ello puede haber algo de desahogo de la agresividad del cazador. Yo no niego que en algún caso se dé eso y se produzcan las escenas escalofriantes que nos ofrece Saura en La caza. Claro, llamar La caza a esa película me parece un acierto desde el punto de vista literario, pero no refleja lo que es la caza para un verdadero aficionado. Para un verdadero caza­dor lo que tiene importancia es el despertar de la naturaleza, el ver los quiebros del perro, el ver la mejor manera de entrizar a las perdices y cer­carlas, el conseguir que se entreguen ellas antes que tú, que lo de menos, si te pones a mirar, es la muerte del animal.

P. El cazador es, en principio, como las demás personas o su afición le conforma de tal manera que le cambia el metabolismo, le hace diferente, con unas características propias...

R. Yo creo que el cazador es hombre abierto, aficionado al campo, hombre con tendencia a la soledad, hombre enemigo del gregarismo, ene­migo de las multitudes, pero, por otro lado, no me parece tan hermético o tan suyo como es el pescador de truchas, que se reserva sus descu­brimientos. Es muy raro que el pescador de truchas te enseñe algo que a él le está dando resultado, mientras que a mí me parece advertir que el cazador es más abierto, más sincero, me­nos egoísta.

P. ¿Qué es lo que puede ocurrir cuando no quede ya un palmo de terreno de caza, cuando los hombres que viven visceralmente esta afi­ción, como una droga, se pongan muy nervio­sos...?

R. Es muy posible que antes de que esto su­ceda lo que se termine sea la caza. Porque ya ocurre que el antiguo furtivo que tenía una estampa romántica, una gran belleza, vivía de la caza, conocía las sendas de las diferentes espe­cies, sabía dónde encontrar una liebre o un bando de perdices, ese tipo de furtivo se ha terminado. Quizá hay que alegrarse por ello, porque le empujaba el hambre, pero ha apare­cido otro tipo de furtivo que es el típico gambe­rro de nuestra hora, que no tiene nada que ver con esa estampa bella y romántica de la que hablaba, del furtivo que se hacía sus cartuchos en casa, que cargaba con cabezas de clavo en vez de con perdigones, que miraba la economía de la munición. Hoy día no, hoy día, la motoriza­ción y la incivilidad están acabando, por ejem­plo, aquí en Castilla, con la liebre. Es corriente, y todos los guardas jurados lo saben, que en las madrugadas, en todas las capitales de las pro­vincias castellanas, una vez que se ha recogido la cosecha salgan coches erizados de escopetas por las ventanillas. Con la luz de los faros liquidan todas las liebres que les salen al paso. Ante la luz, la liebre hace el bolo, se pone de manos y se deja matar impunemente. Esto se repite una y otra vez en los pueblos de España, en los caste­llanos las condiciones del terreno lo favorecen. Estos coches entran por los rastrojos, entran por los raíles de los caminos de concentración, en­tran por todas partes y liquidan las liebres sin que los guardas se atrevan a salir al paso, porque hoy día la vida humana tiene escaso valor y es posible que por una liebre uno sea capaz de matar a un hombre. De modo que es muy fácil que entre esto, la química, la mecanización, el furtivismo, la desaparición de linderas, la orde­nación agraria... la caza desaparezca. Un campo ordenado para la agricultura es desordenado para la caza; la caza gusta de la greñura, de la dificultad, de la maraña. Desaparecen las lin­deras, desaparecen los arroyos, la concentración parcelaria ha unificado las fincas... O sea, que antes de que podamos invadir los cotos, es muy posible que si no se ha acabado del todo la caza falte muy poco, como ya sucede en Castilla.

P. Se anunciaban manifestaciones en Valladolid y los gobernadores publican bandos en los que advierten sobre las consecuencias de la invasión de cotos. ¿Se puede producir aquí una macedonia de tiros?

R. Ortega dijo que en todas las revoluciones el primer síntoma ha sido la invasión de los cotos de caza. Esto lo decía Ortega hace cincuenta años. El coto era una de las cosas que tenían un tufo de privilegio más notorio o más visible, pero ya no es una cuestión de dinero, porque la mayor parte de los acotados son de los campesi­nos, de los cultivadores de la tierra pequeños y grandes...

P. Y el cazador urbano es el que pierde...

R. Ha perdido ya porque si no tiene relación con algún pueblo, si no ha nacido en un pueblo o no tiene la oportunidad de adquirir una acción que le ofrecen en un pueblo, como es nuestro caso, se tiene que quedar en casa. No le queda otro recurso que los cotos sociales, pero éstos son muy pocos en relación con las escopetas. Por eso, para mí, la solución sería, de momento, hacer de media España coto social y la otra media dejarla, mientras duren las circunstancias político-sociales actuales, en manos de los pro­pietarios de las fincas o en manos de los que han pagado una cantidad por la caza en un determi­nado predio.

P. En realidad existe y ha existido una guerra caliente, latente entre el cazador y el campesino, el cazador que invade sus tierras y que viene a solazarse y no a compartir sus problemas. Caza y se va. ¿No será que todo cazador lleva dentro a un señorito, a un advenedizo?

R. Esa guerra sigue, sobre todo, en la cues­tión de conejos y jabalíes. El conejo cuando abunda, hace mucho daño en el campo, y el ja­balí, cuando le da por una querencia por las siembras, produce también grandes destrozos. Hoy por hoy, esto se ve paliado por la actitud de los cazadores, que desde que forman un coto en una sociedad o en un pueblo se comprometen a indemnizar a los damnificados por los perjui­cios que les hayan causado los conejos o los jabalíes o cualquier otra especie. Pero esa tiran­tez, de guerra campesino-cazador, subsiste, quizá atenuada porque hay mucho campesino que es al mismo tiempo cazador.

P. Otra guerra estuvo a punto de estallar el año pasado entre cazadores vascos y gentes castellanas, después de los incidentes registra­dos en Burgos tras la final de Copa, que perdió el Athletic. El cazador vasco, ¿es la bestia negra, el neocolonizador en Castilla, el invasor?

R. Se habló de que se iba a producir una verdadera fricción, incluso armada. Cuando se demoró la apertura de la veda se habló de que se hacía por este motivo, cuando en realidad fue el atraso de las cosechas el que lo motivó. De mo­mento, la situación no es muy tensa. Es cierto que los cazadores vascos, que por lo general tienen más dinero que los castellanos, han com­prado o arrendado la caza en numerosos térmi­nos de las provincias colindantes, concreta­mente de Burgos. Creo que en esta situación tienen, de momento, el mismo derecho mientras todo eso de las autonomías no se concrete y se disponga si, en efecto, la caza va a ser adminis­trada por las autonomías o va a ser administrada por el Estado central. Estamos en un compás de espera. Yo por mi parte te puedo decir que en el coto de Santa María hay unos vascos con los que nos entendemos muy bien y con anterioridad en otro coto que tuve en Ávila, en Vadillo de la Sierra, pues había también unos vascos que incluso formaban parte de mi cuadrilla. Ahora es un hecho que las provincias que limitan con el País Vasco están prácticamente acotadas por los vascos por sus mayores posibilidades económi­cas.

P. ¿Están Andalucía y Extremadura o La Mancha entregadas a los señores de la caza que vienen en un jet, cazan y se vuelven por la noche a Berlín, Roma, París o Londres?

R. Nosotros hablamos en esta entrevista de una caza auténtica, que es entendida por algu­nos como una caza prehistórica. Yo te hablo de la caza que yo practico, que es la caza en mano y que me va a proporcionar al día una perdiz o dos. Un tipo de caza que de Madrid para abajo, en Ciudad Real, en Albacete, en sitios donde hay cotos perdiceros muy ricos, ya no se entiende así. En esas zonas ha proliferado el negocio de la caza. No se trata de vender un acotado o arren­dar un acotado por una temporada, sino de vender las perdices por cabeza y los puestos por días. Es decir, que hay un señor que se viene de Suecia, que tiene mucho dinero y que quiere tirar a las perdices, o gente como el príncipe Carlos de Inglaterra, todos ellos pagan muchos miles de pesetas por un puesto en un día de ojeo o de batida y por cada perdiz que matan son también mil o 2.000 pesetas, depende de la ri­queza cinegética de la finca. Ha de llegar a ocu­rrir que, en efecto, para algunos propietarios de fincas en el sur de España sea o es un negocio más rentable la caza que la tierra. Este es un asunto que deben de estudiar los economistas, o sea, si el país se puede permitir el lujo de dedicar grandes fincas sólo a la caza porque hacen rico al propietario de esa finca o hay que compagi­nar el interés general con la propiedad privada. Es un problema que yo no me atrevo a resolver porque soy un profano en esa materia.

P. Cuando a los cazadores les llega la hoja roja sufren mucho. ¿Te preocupa el hecho de que por razones de edad o físicas no puedas un día salir?

R. A mis 57 años ya no puedo andar subiendo y bajando laderas todos los días; cuando cazo con mis hijos yo escojo la parte menos laboriosa y menos ardua de la mano y, en consecuencia, puedo seguir cazando. Yo espero que si esto lo sigo haciendo anualmente la muerte me sor­prenderá con la escopeta en la mano o poco menos. Te digo esto porque lo vi ya en mi padre. Mi padre murió a los 81 años y se murió como quien dice con la caña en la mano. Venía de pescar truchas en el río Besaya cuando le dio la hemiplejía que acabó con él. El invierno ante­rior, a los ochenta, había cazado conejos con­migo en Valladolid. Estas cosas más que en razón de la fortaleza física de cada cual están en función de la costumbre. Si no pierdes ese hábi­to te pueden llegar los ochenta años, claro está que con limitaciones de oído, de resistencia, de vista; pero, en fin, dar un garbeíto por el cam­po y matar una liebre y una perdiz, si subsisten las liebres y las perdices, creo que estará siempre a mi alcance. No me lo he planteado desde luego como un problema que vaya a suceder fatal­mente.

P. Tu biógrafo Francisco Umbral ha escrito que “como al paso. Delibes hace metafísica por lo sencillo del singular ejercicio humano de la caza. Reviste su prosa con sencillas y valiosas aportaciones del lenguaje cazador o agrícola”. Tu idioma se ha enriquecido con el contacto con los pueblos castellanos y sus habitantes, mien­tras ibas de caza. Pero al despoblarse la Castilla rural se ha empobrecido el lenguaje, el vocabu­lario...

R. En efecto. Al tiempo que las perdices se pierde el lenguaje rural, rico y exacto, porque es obvio que las nuevas generaciones se forman en la televisión, en la radio, en las discotecas. La gente que aún vive en los pueblos frecuenta la ciudad; en consecuencia, el castellano que antes se hablaba en los pueblos se pierde y sólo lo encuentras en la gente verdaderamente vieja que ha vivido el pueblo, que ha sentido el pue­blo y que está, digamos, enquistada en una cul­tura rural. Esto se nota en todas las provincias castellanas. Llegaste a creer que era un lenguaje inventado en gran parte, localista, pero luego resulta que no. Oí un día que llamaban en un pueblo quincinetas a las avefrías, y fui al diccio­nario y existía la palabra quincineta para definir a la avefría. En otra ocasión, cazando en un pue­blo, las perdices marchaban todas a un soto, y me dijo el viejo del pueblo con el que cazaba, “otra a la pobeda”, y luego, “otra a la pobeda”. Y ya le dije, “pero ¿qué es la pobeda?”. “Los árboles que ve usted ahí”, me respondió. Consulté el diccionario y vi que pobeda es el conjunto de pobos y el pobo es el álamo blanco, ese árbol que el envés de sus hojas es blanquecino, tiemblan al viento y ofrecen una cara blanca. Era un lenguaje no sólo rico sino propio, exacto, académico.

P. En tu trabajo en la Academia, ¿has coloca­do ya algún término cinegético o procedente de la ornitología?

R. Mi única aportación positiva a la Acade­mia es esa de la que hablas. El otro día Calvo Sotelo hablaba en un artículo muy bonito, pu­blicado en una revista, de la “entrada de los pájaros en la Academia”, de lo que me hacía responsable y de lo que yo me siento orgulloso. La Academia, por su naturaleza, porque está formada en su mayor parte por intelectuales, no ha recibido nunca a un hombre de campo, al­guien que haya vivido la vida campesina en toda su primitiva sencillez. Esto me ha permitido observar que había unas lagunas tremendas en la ornitología y habré llevado treinta o cuarenta nombres de pájaros que no estaban incluidos en el diccionario y que se recogen desde el año pasado. Esto es lo único que me justifica con la Academia porque, desgraciadamente, estoy un poco desconectado de ella. El desplazamiento desde Valladolid es breve, pero siempre te su­pone dejar algo, colgar cualquier quehacer, de manera que no voy mucho y lo único que me redime es llevar estos nombres y estas defini­ciones que eran desconocidas hasta ahora.

P. Has dicho alguna vez, y César Alonso de los Ríos lo recuerda en su libro Conversaciones con Miguel Delibes, que eres un cazador que escribe más que un escritor que caza. Eso te ha dado quizá una imagen de hombre casi primiti­vo, provinciano y si quieres hasta un tantico simple...

R. Eso no me ha preocupado nunca. Yo creo que el localismo muy cerrado puede dar un escritor universal, y no lo digo por mí. que, natu­ralmente, no me considero, pero sí de un Faulkner. por ejemplo. La localización de sus obras y el explorar en profundidad un mundo no lo hace menos universal que un Hemingway, que explotaba su presencia en los escenarios de los cinco continentes. Para mí Faulkner es más universal que Hemingway y de mayor calidad y de mayor interés literario. Casi igual podría decirse de Kafka; Kafka no sale de sí mismo. No se puede decir ya que explore Bohemia o ex­plore Moravia, sino que explora a Kafka sim­plemente. Es un hombre fiel a sí mismo y su yo es de una complejidad de tan alto interés que el mismo atractivo que tienen sus libros o sus nove­las lo tienen para mí su diario o sus cartas. Es una literatura que nos revela solamente a un hom­bre. Y no le ha quitado, al revés, es lo que le ha dado universalidad, de manera que el hecho de que se me considere un paleto, un provinciano, no me inquieta lo más mínimo; lo que me in­quieta es no saber decir todo lo que querría decir de este pedazo de mundo.

P. Los intelectuales españoles se han ocupado nada o muy poco de la caza, tan sólo algún ensayo suelto de Ortega...

R. Cuando Ortega se ocupó de la caza acertó de cabo a rabo; lo hizo de pasada, pero acertó. A mí me maravilla que un hombre que no era cazador sino que asistió a algunas cacerías, se­guramente por compromisos sociales, diese con el quid de la caza con la exactitud con que él dio. Creo que el ensayo de Ortega sobre la caza es de un rigor extraordinario y en todo lo que dice, a mi juicio, acierta, desde la cruz a la fecha.

P. ¿Has cazado con algún otro escritor?

R. Tengo entendido que Sánchez Ferlosio es o era muy aficionado, pero no hemos llegado a compartir ninguna cacería. Fuera de la novela no conozco a ningún creador que sea al mismo tiempo cazador.

P. Miguel Delibes es autor de cinco libros de caza. El libro de la caza menor, La caza de la perdiz roja. Con la escopeta al hombro. Aventu­ras, venturas y desventuras de un cazador a rabo y, como novela. Diario de un cazador. ¿Has agota­do el tema?

R. Para mí los libros de caza son seguramente una cuestión terminada porque no salgo de esa rutina de la caza menor y de la caza de mano; no veo más posibilidades, serían reiteraciones por­que la caza mayor no la cultivo, matar un animal mayor que una liebre me da grima. Esos corzos y esos ciervos tienen ya los ojos muy humaniza­dos, es un vertebrado muy evolucionado y no soy capaz de disparar sobre ellos. Ya la misma liebre me da una cierta dentera matarla cuando no queda muerta del tiro. En cambio, otras especies, la perdiz, la codorniz, me parecen de pronto blancos menos cruentos porque a la per­diz no la ves sangrar, la abates de una perdigo­nada. Por otra lado, es un bicho éste, la perdiz, que por su diligencia y por su vuelo rápido es un pájaro que desafía más, que te está poniendo un poco a prueba. De modo que al ser tan limitada mi actividad como cazador no tiene sentido... No te digo que no vaya a salir mañana con otro libro de caza, pero lo que sí puedo asegurar es que no escribiré ya tanto como he escrito sobre el tema.

P. Parece que apuntas a un código particular, de uso personal, que consiste en justificarte, en ahuyentar tu mala conciencia sobre el hecho de que una perdiz sí vale y un corzo es un crimen. ¿Cómo es posible hacer compatibles tus escrúpulos de ecologista (La naturaleza en mi obra, versó tu discurso de ingreso en la Acade­mia) con la actividad de matar? ¿Es sólo una cuestión de peso y medida?

R. El primer hombre es cazador y el equilibrio ecológico nunca se da tan puro como en el hombre primitivo, de forma que dentro del equilibrio ecológico el hombre cazador figura­ba como uno de los elementos a tener en cuenta, pero, claro, una cosa es el hombre cazador y otra es el hombre destructor que ha sobrevenido con la mecanización, con los pesticidas y los herbi­cidas. Entonces resulta que un error de medida nos puede llevar al desastre. En la ribera del Duero hay zonas enteras sin perdices segura­mente porque el regadío que se ha puesto por allí exige un tratamiento químico más fuerte que el de secano y ha acabado con las perdices. Esto se ve más claramente en los ríos, concreta­mente en Valladolid. El Pisuerga aparece pe­riódicamente sembrado de cadáveres de carpas, que ya es lo único que va quedando junto con algún barbo. Se investiga quién es el autor de la fechoría y se da con la fábrica en cuestión, y entonces a esta fábrica la imponen 5.000 ó 10.000 pesetas de multa. Como ves, se trata de una burla, porque ni por 10.000 ni por 100.000 pesetas va a dejar de funcionar o de ganar dine­ro una industria. Estas cosas habrá que estu­diarlas más a fondo, y con esta mira hice yo unas notas en Informaciones sobre la necesidad de estudiar en un artículo de la Constitución la defensa de la naturaleza en España. Por otro lado, yo no soy un pirómano, sino un cazador esforzado, de escopeta y perro, no un carnicero, sino un cazador que cumple con la ley. Lo que me preocupa es que tal como está orientado el progreso me parece que la cosa tiene muy difícil solución en cuanto que el producto nacional bruto va a seguir aumentando y aumentarán también la contaminación, las basuras, las talas de bosques, etcétera... Realmente, para un enfrentamiento con el futuro, positivo y esperanzador, tendríamos que cambiar de raíz las con­diciones de nuestra vida actual. Pero, ¿quién es el guapo que se aviene a renunciar a las cosas que ha conquistado en favor de la naturaleza, que en definitiva no le importa que viva más allá de lo que va a vivir él? La verdad es que los hombres de hoy nos apuntamos a la teoría de “después de mí el diluvio” y no queremos saber más. Tal como está enfocado el progreso es muy difícil que sobreviva la naturaleza, tal como la hemos conocido...

P. Casi todos tus hijos son biólogos de profe­sión y dedicación. ¿Eres tú un biólogo frustra­do?

R. Sí, yo creo que mi vocación hubiera sido también la de biólogo, pero en mis tiempos no existía esta carrera. Se hablaba de ciencias na­turales, pero era únicamente para ser profesor de esa disciplina en el instituto; no había otra salida... Por otro lado, en mi casa éramos ocho de familia y la única condición que nos ponía mi padre al elegir carrera era que pudiera cursarse en Valladolid, porque no podía permitirse tener ocho hijos estudiando fuera. Me hice abogado y después intendente mercantil, dos cosas que no me gustaban ni poco, ni mucho, ni nada, pero esta afición mía por la naturaleza se la he ido inculcando, de una manera insensible, a mis chicos, y cuando llega la hora de elegir carrera casi todos se me hacen biólogos. No tengo más que un hijo que es arqueólogo y otra que es licenciada en francés y en filología románica. Los demás, los otros cuatro, son biólogos o están estudiando Ciencias Biológicas. En cierto mo­do, yo me he realizado en mis hijos, como se dice ahora. Lo que no he podido ser yo lo están sien­do mis hijos, pero además en cantidades exage­radas, porque, ya digo, de siete hijos que tienen un título o van camino de tenerlo cuatro son biólogos.

P. ¿Han aportado ellos a tus conocimientos prácticos una apoyatura, una base científica?

R. Esta es la gran ventaja, me enriquecen enormemente. Lo que yo he cultivado simple­mente por afición lo puedo ver ahora en el perfil científico sin más que una charla con alguno de mis hijos, sobre todo con el que está en Doñana, Miguel. Estas intuiciones mías tienen una base científica que él me facilita, lo que hace de paso mucho más atractivas nuestras conversaciones.

P. ¿Crees que el hecho de que el hombre cas­tigue a la naturaleza lo empobrece mental, cul­tural y psicológicamente..., a pesar de las urba­nizaciones que hablan del “estrecho contacto con la naturaleza...?”

R. Espiritual y culturalmente creo que lo em­pobrecen y lo empobrecen aún más estos retor­nos a la naturaleza que se hacen ahora por me­dio de las urbanizaciones. Esto es una ficción, esto no es la naturaleza, es llevar las exquisiteces y los vicios de la ciudad al campo y seguir en el campo la misma forma de vida que llevas en la ciudad. Creo que el campo-campo está en los pueblos no sometidos a una urbanización pre­via ni a un negocio de inmobiliarias. Este es un problema que me preocupa tanto que en mi última novela, en una que saldrá en breve, que se titulará posiblemente El disputado voto del señor Cayo, opongo estas dos culturas, la rural, con toda su riqueza, y la cultura intelectual. Yo creo que las dos son necesarias, pero no damos a la cultura campesina que estamos destruyendo, o que ya hemos destruido, todo el valor que encierra.

P. Al mismo tiempo esta novela es una puesta al día de esta obsesión tuya por la alabanza de la aldea vista a través de las elecciones del 15 de junio...

R. Son dos candidatos a diputados y un tercer orador que no es candidato, pero que va a hacer la propaganda del partido. Y sobre todo es el choque de uno de los candidatos, que es un hombre de raíz urbana que confiesa que es la primera vez que ve un paleto en su vida, el im­pacto que le produce el conocimiento de este hombre que es el último morador de un pueblo abandonado. Esto es, en síntesis, la novela. La perplejidad de este hombre es mi propia per­plejidad, que va a ocurrir cuando el número de los pueblos abandonados sea cada vez mayor no sólo por la cultura rural, sino también por lo que va a ser de la economía campesina, que ha sido, hasta hoy, el soporte del país. No sé si habrá que crear sociedades anónimas desde las ciudades que exploten el campo, no sé lo que puede ocu­rrir, pero son ya muchos los pueblos abandona­dos. Lo que en el fondo plantea la novela es que la política como tal política ha llegado ya tarde al problema campesino. Este problema habría que haberlo resuelto antes, quizá es esto lo que se deduce del libro. Es un libro breve, aunque tampoco una nouvelle. Breve también en cuanto al tiempo, porque se reduce a un único día, pero la impresión que sacas de allí es que hay deter­minadas zonas en que hay muy poco o nada que hacer porque en el fondo el candidato a diputa­do se marcha de allí pensando que con qué derecho pide él el voto a ese señor, que si un día quedaran solos en el mundo él y el señor Cayo él tendría que arrodillarse delante del señor Cayo y pedirle que le diera de comer. Por otro lado, está presente también en la novela una vieja obsesión mía, que es la que se refiere a las inúti­les manos de los intelectuales. El intelectual que no sabe cambiar un plomo, el corcho de un grifo, el intelectual que no sabe dar de aceite de linaza a un tronco; en fin, que nuestras manos son inútiles.

P. ¿Cuántas escopetas tienes ahora en tu ar­senal?

R. Yo soy un hombre muy sobrio, no tengo más que una escopeta, del doce, que no sé ni de qué marca es. Es una escopeta modesta con la que me arreglo para todo, porque el aficionado a la caza que tiene algunos recursos cuenta con su juego de escopetas. La compré hace unos veintitantos años y con ella sigo. Con ella salgo a las codornices, a los conejos, a las perdices, me es igual, lo mismo a un ojeo al que me invitan que a la caza a mano. Todo lo hago con la misma escopeta. He llegado a sentir que la escopeta es un poco como la prolongación de uno m ismo, es decir, que cuando me prestan una escopeta porque yo no he llevado la mía no me acierto, no doy pie con bola. En un artículo comparaba a la escopeta con la pluma. Yo escribo a mano, pero cuando, a veces, se cae de punta la pluma o por cualquier razón se estropea, el adaptarme a la nueva pluma o el adaptar la nueva pluma a mí me cuesta sudores de muerte, ni fluye la tinta ni fluyen las ideas.

P. ¿El perro?

R. El que tengo ahora es de mi hijo Adolfo y se llama Green. Es un griffon que le regaló el padre de un amigo suyo. Tenemos un problema con él porque se asusta de los tiros, es pacifista, excesi­vamente pacifista. Cuando suena el primer dis­paro se pone detrás de mí o detrás de mi hijo y ya no hay quien le mueva. Yo no sé si éstos habrán sido los primeros temores juveniles y ahora que ya tiene un año habrá cambiado de actitud. El día de la apertura lo veremos.

P. ¿La cuadrilla?

R. Formar una cuadrilla es como formar un perro, lo que pasa es que es mucho más fácil porque operas con seres inteligentes, y nosotros, que empezamos siempre juntos, mis hijos, mi yerno, mi hermano y yo, sabemos lo que signi­fica un silbido o dos silbidos o un gesto, etcéte­ra... Esto se perfecciona a medida que se caza, y cuando un hijo más se incorpora a la cuadrilla asimila los usos y costumbres del resto, y así, de una manera inexpresada, simplemente por ges­tos o por silbidos, ya sabe en todo momento cada miembro de la cuadrilla lo que debe hacer, si detenerse, si avanzar, si rodear un páramo para echar un ando a la ladera, etcétera... Y otra cosa, la cuadrilla desarrolla el sentido del hu­mor.

P. ¿Eres de los cazadores que disfrutan gastronómicamente de su caza?

R. Sí. Por lo menos en mi casa la segunda parte de la cacería es el rito del guiso de la caza. Mi mujer. Angeles, tenía una mano extraordi­naria para guisar la liebre, que a mucha gente no le gusta, pero si alguno hubiera probado la lie­bre que guisaba mi mujer le hubiera gustado. Pero seguimos con ello porque mi hija Elisa prepara también las perdices de chuparse los dedos. En mi casa lo que se considera un cri­men es matar un animal gastronómica o ci­negéticamente inútil, porque, por ejem­plo, matar un raposo puede significar ha­ber salvado la vida a veinte perdices; ahora, el matar por matar, el matar un bicho inútil por­que no te salen otros útiles, me parece un cri­men.

P. ¿Has esperado la apertura de la veda con ilusión?

R. No sé qué decirte. Lo que es evidente es que con los primeros barruntos de la vejez la excitación de la víspera es inferior. Yo recuerdo todavía cuando escribí el libro de la caza menor, hará doce o quince años, que la víspera apenas dormía. Miraba el despertador diez o doce veces en la noche y terminaba por despertarle yo a él en vez de él a mí, nunca le dejaba sonar. Y ahora no, ahora ya no sé si porque las ilusiones han disminuido, porque eres más viejo, por ley na­tural, por los reveses familiares o por lo que sea, el tirón de la caza no llega a aquellos extremos. Así que la víspera duermo tan bien o tan mal como duermo la antevíspera, generalmente mal, pero no por causa de la caza.

P. ¿Qué pregunta una esposa a un cazador cuando después de la apertura éste llega vacío?

R. Según. Unas: “¿Se te dio mal?” Otras: “¿No sería mejor dejarlo?” Otras, en fin: “¿Se puede saber de dónde vienes?"

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