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EL PULSO
Columna
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La invasión de las especies

El mapache ha pasado de mascota de moda a peligroso invasor en libertad en la península. Su presencia ejemplifica lo que los expertos denominan "homogeneización biológica"

PAULA GUTTILLA (GETTY)

Un viajero que tome sendas cervezas en otras tantas terrazas de Nueva York, Madrid, Reikiavik y Melbourne podrá, si tiene curiosidad por cuanto le rodea, advertir que en todas ellas crecen las mismas rosas en los arriates, hay gorriones y palomas similares merodeando entre las mesas en busca de migas caídas, y silban iguales estorninos en los tejados. Es obvio que no siempre fue así, y no solo porque en el pasado no hubiera terrazas. Hasta hace poco, cada rincón del mundo tenía su fauna y flora peculiares, y nada tenían que ver las aves de Australia, digamos, con las europeas o las americanas.

Los biólogos explican la nueva situación diciendo que vivimos un proceso inquietante de homogeneización biológica, la sustitución gradual de las especies nativas por otras foráneas, que tienden a ser las mismas en todas partes. ¿Por qué las mismas? Porque son especies que transportamos los humanos, a sabiendas o no, y que resultan capaces de medrar en medios humanizados. ¿No han visto, y sobre todo oído, a las cotorras argentinas en los parques de Madrid, Barcelona o Sevilla? Se trajeron como simpáticas y baratas mascotas, algunas (inevitablemente) escaparon o fueron liberadas de sus jaulas, y dada su enorme adaptabilidad se han extendido con rapidez en muchas zonas urbanas y periurbanas.

No muy diferente es el caso de los galápagos de Florida, que tanto llaman la atención en el estanque de la madrileña estación de Atocha: se compran, se disfrutan, y cuando uno se cansa de ellos se sueltan, expandiéndose por las masas de agua y perjudicando a las especies nativas. En este contexto cabe interpretar la reciente y publicitada presencia de mapaches en España.

Es el mapache un bonito animal: lleno de curiosidad, muy hábil con las manos, juguetón, de mirada franca y viva, con pelo denso y suave y una cola rayada que algunos identificamos con los gorros de los antiguos tramperos del viejo oeste. Incluso se le ha llamado osito lavador, porque en ocasiones lava el alimento antes de ingerirlo. De pequeñito es un peluche viviente que apetece tener en casa. Y como es exótico, ya que procede de Norteamérica, tener uno pudiera juzgarse, además, un signo de distinción. Por eso es (o ha sido) muy ofrecido. Busquen en Google. Bajo los términos “mapache + mascota” aparecen casi 150.000 entradas, solo en castellano.

Pero si hay gentes que se cansan del perro o el gato, ¿cómo no hacerlo del mapache, que una vez crece deja de ser encantador y se torna agresivo, huele fuerte y origina estropicios? Con la mejor intención, entonces, los dueños imaginan: ¿en dónde va a estar mejor que en el campo?, y lo sueltan (también puede escapar, pues es hábil abriendo las jaulas). A partir de ahí, solo depende de los mapaches liberados reproducirse en el medio natural y desplazar a las especies locales.

Tener en casa animales exóticos que en caso de escapar pueden integrarse en la naturaleza, es irresponsable. Mucho más, soltarlos voluntariamente. En la actualidad, además, tanto lo uno como lo otro está prohibido, tras aprobarse en agosto de 2013 un real decreto sobre especies exóticas invasoras.

En el congreso de la Sociedad Española para la Conservación y Estudio de los Mamíferos (SECEM), celebrado el pasado diciembre en Avilés, se dio cuenta de la presencia de poblaciones libres de mapaches al menos en Madrid (sobre todo), Galicia y Andalucía. Hay casos aislados en Cataluña, la Comunidad Valenciana, Castilla-La Mancha, Baleares, Canarias, Murcia y el País Vasco, cuando menos. Frenar su expansión es costoso y el éxito no puede garantizarse.

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