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Una pequeña oración de Burt Bacharach

El compositor más elegante de los años sesenta se retrata en su autobiografía como un hombre magnético que flirteó a la vez con el poder y las mujeres

Diego A. Manrique
Burt Babarach en 1973.
Burt Babarach en 1973.columbia / the kobal collection

Con 85 años y todo tipo de honores, Burt Bacharach ya no busca hacer amigos. Su autobiografía, Anyone who had a heart (HarperCollins), comienza con una frase que se atragantará a cualquiera que recuerde los sesenta: “Llevaba unos nueve meses casado con Angie Dickinson cuando empecé a pensar en divorciarme”. Glup. En 1966, la monumental Angie era una de las actrices más queridas de Estados Unidos, muy superior en popularidad a su marido, sumido en el anonimato entonces reservado a los autores de canciones pop.

Sin embargo, el matrimonio duró 15 tormentosos años. Les soldó el nacimiento de Nikki, una criatura prematura que enseguida manifestó problemas físicos y mentales. Mientras Angie optó por desarrollar su carrera en televisión, para estar cerca de Nikki, Burt no descuidó sus giras o sus torneos de tenis amateur, ausencias que le permitían ejercer de picaflor.

En el libro, Angie acusa a Burt de presionarla para internar a Nikki en el centro psiquiátrico donde permaneció 10 años. En 2007, la desdichada se suicidó. Fue víctima, piensan ahora, de la tardanza en identificar su dolencia, el síndrome de Asperger. Pero, insiste la actriz, no ayudó la obsesión de Burt por romper la “excesiva dependencia” entre madre e hija.

Angie Dickinson en los años 50.
Angie Dickinson en los años 50.

Para Angie, que no perdona, Burt es esencialmente un narcisista: “Alguien que piensa que siempre hace lo correcto, que no acepta responsabilidad por lo que no salió como estaba planeado”. Y nada generoso con sus compañeros de viaje. En 1970, cuando recogió dos Oscar y dos Grammy, no tuvo una sola palabra para su esposa. Su relación más fructífera, con el letrista Hal David, se rompió tras una disputa por el reparto de beneficios del remake de Horizontes perdidos (1973), que a la postre resultó un pinchazo.

Hablamos de un hombre rico en talento y —importante— con extraordinario magnetismo para las mujeres. Elvis Costello, su socio en los noventa, evoca su capacidad para abducir al sexo opuesto: “Vas con él y de repente desapareces, dejas de existir cuando se fijan en Burt. Ocurría lo mismo con una modelo que trabajaba de azafata en la ceremonia del Grammy, que con la reina de Suecia”.

Los habituales de los hipódromos se enfrentan a las decepciones a lo largo de toda su vida

Aparte, despertaba los impulsos maternales. Director musical de Marlene Dietrich durante años, la alemana supervisaba estrechamente sus sucesivas novias. Bacharach se hacía disculpar las salidas más impertinentes: prohibió que la madre de Carole Bayer Sager, tercera esposa y colaboradora creativa, acudiera a la boda; era “demasiado judía” para un judío nada devoto.

Bacharach argumenta que su necesidad de controlar deriva de demasiadas experiencias negativas en lo profesional. En el texto, explica cómo se grabaron muchas de sus clásicas. Con su perfeccionismo, podía llegar a escuchar hasta mil veces temas para Dionne Warwick tipo Walk on by o I say a little prayer. Desdichadamente, tanta minuciosidad no era recompensada: eran editados por discográficas pequeñas que pagaban tarde, mal o nunca.

Sí, tenía acceso al mundo de los poderosos pero debió apechugar con situaciones embarazosas. En 1985, invitado a actuar en la Casa Blanca, se encontró con un piano que le obligaba a dar la espalda al público y que ¡no sonaba! Se arregló, pero el anfitrión, Ronald Reagan, se durmió durante su recital. En Filipinas, la primera dama, Imelda Marcos, le convirtió en el animador de una cena: se empeñó en que tocara melodías (¡y no las suyas!) para que ella demostrara lo mal que cantaba.

Le salvaba su aplomo y, confiesa, los porros de marihuana que, incluso en el palacio presidencial de Manila, aparecían milagrosamente. También le ayudó la capacidad para desconectar de la música. Tras el tenis, eligió un hobby muy oneroso: los caballos de carrera. Después de unos triunfos iniciales, le tocó sufrir: “Los caballos lentos comen tanto como los rápidos, y yo llegué a tener 32 en mi cuadra”.

Llevaba unos nueve meses casado con Angie Dickinson cuando empecé a pensar en divorciarme

Siempre positivista, extrajo enseñanzas: “Los habituales de los hipódromos se enfrentan a las decepciones a lo largo de toda su vida”. En su oficio, lo tradujo como la certeza de que, tras un periodo dorado, todo se enfría: los años baldíos. Sin embargo, han venido a su rescate desde los rincones más inesperados. El disco debut de Oasis, Definitively maybe (1994), tenía en primer plano un retrato de Bacharach: Noel Gallagher era un fan. Llegaron luego las apariciones en las populares películas de Austin Powers, que parodiaban las primeras entregas de la saga de James Bond. El emparejamiento artístico con Elvis Costello hizo ver al mundo musical que conservaba su gusto por ritmos atípicos, melodías imaginativas, arreglos satinados. En los últimos años, con un catálogo de canciones económicamente vivo, Burt se permite hacer discos por capricho. En 2003, sacó Isley meets Bacharach: Here I am, con Ronald Isley acariciando sus éxitos. Para el siguiente, At this time (2005), llamó incluso al chico prodigio del momento, Rufus Wainwright. Sí, sí: en la tercera edad es cuando Burt ha apreciado las ventajas de lucir cool.

También ha surgido un Bacharach comprometido, implicado en las elecciones presidenciales por las odiosas políticas de George W. Bush. En 2011, junto a Hal David, le concedieron el Premio Gershwin, que otorga la Biblioteca del Congreso. Barack Obama les piropeó: “Ellos atraparon las emociones de nuestra vida diaria: los buenos momentos, los malos momentos y todo lo que hay entre medio”. Siempre ágil para reconocer una oportunidad, Burt aprovechó para ofrecerle grabar un disco. Obama se sonrió y su invitado le insistió que iba en serio: “Usted lo podría hacer bien”.

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