_
_
_
_
_

Una indemnización de 10.000 euros por un caso de ‘bullying’: “En el colegio me decían que exageraba”

Una sentencia condena a un centro concertado madrileño por un caso de acoso con insultos xenófobos del que la Inspección de Educación no halló indicios en dos protocolos abiertos a instancia de la madre

Rosa con su hija de 15 años en su casa de Madrid, tras ganar una sentencia por acoso a un colegio concertado.
Rosa con su hija de 15 años en su casa de Madrid, tras ganar una sentencia por acoso a un colegio concertado.Andrea Comas
Patricia Gosálvez

La niña salió de declarar ante la juez llorando. “Cuando me abracé a mis dos mejores amigos, que me esperaban fuera, fue cuando lo solté todo”, cuenta la adolescente de 15 años. “Llevaba demasiado tiempo con un peso encima, quería quitármelo y olvidarme del tema”. El “tema” es que desde tercero hasta sexto de primaria, entre los ocho y los 12 años, en el colegio la insultaban. “Con todo lo que llevaba detrás y al llegar a España se encontró con esto”, suspira Rosa, su madre, que la adoptó en Vietnam cuando tenía seis.

“China hija de puta”, “cerda”, “niña rata”, describe una sentencia de mayo de un juzgado de primera instancia madrileño que estima que la menor “no solo sufrió insultos y vejaciones de connotación xenófoba, discriminaciones o diversas burlas, sino también indefensión por parte del centro”. Asegura que el establecimiento adoptó medidas “banales” y “de poca entidad” que no erradicaron la situación un curso tras otro. El texto condena por ello al colegio Retiro, un centro de línea 1, concertado y laico, a pagar 10.000 euros a la madre de la niña. “Esta sentencia no es un éxito personal”, dice ella, “sino un fracaso del sistema”.

Esta sentencia no es un éxito personal, sino un fracaso del sistema”
Rosa, demandante y madre de una niña acosada

Para mostrar lo que no funcionaba, Rosa, entonces empleada de banca, y ahora prejubilada con 58 años, se dedicó desde “el minuto cero” a registrar minuciosa e implacablemente el proceso. En la mesita del salón de su impoluto apartamento del barrio de clase media donde se ubica también el colegio, hay un grueso dosier. “Me quedó meridianamente claro que todo lo que hiciese no iba a servir para nada, así que documenté cada paso”, dice, al tiempo que muestra mails al centro y al inspector educativo; actas de las reuniones mantenidas (a las que al final iba con una amiga abogada); largas y duras cartas de ida y vuelta con la directora del Área Territorial Madrid-Capital (DAT); denuncias ante la Policía Municipal, la Fiscalía de Menores, la de Delitos de Odio, el Defensor del Pueblo… “He tocado todas las puertas y con todas me dieron en las narices… salvo en la última”, explica, al referirse a la sentencia que estima en parte su demanda (pedía 30.000 euros). “Durante años, sentí que me trataban como si estuviese medio loca, pero me subestimaron: hay que estar loca del todo para llevar hasta el final una pelea así”.

Rosa confiaba en que una sentencia favorable sería “sanadora” para su hija. La menor escoge que se la llame Camelia porque es “la flor de Japón” y ella es “aficionada al anime”. Desde hace tres cursos, estudia secundaria en un nuevo centro, en el que al principio le costó “socializar y confiar en la gente” pero donde ha encontrado amigos como los que la acompañaron al juicio y luego a celebrarlo al Taco Bell. No le gustan las matemáticas. Le encanta el K-pop. En la puerta de su habitación hay dibujos pegados y una foto de clase de su antiguo colegio, acosador incluido. “También hubo amigos”, dice. Sentada con la espalda muy recta, se estira el vestido blanco sobre los muslos, apenas el único gesto de nerviosismo en un discurso sereno y sin dramatismos: “Cuando intentaba expresarme en el colegio, me juzgaban con la mirada, parecía que lo que contaba no era tan grave. Sentía que me preguntaban por hacerse los interesados, como que me tomaban por mentirosa, que estaba exagerando las cosas por algo que había pasado en casa, pero mi problema era en el colegio, donde un niño me insultaba por los pasillos, en el recreo. A mí me preguntaban sobre mi madre y me separaban en el patio, pero a él nunca lo expulsaron. No entendía nada. Y me ponía mala solo de pensar en pisar la clase. Un mal rollo… La primera vez que me sentí escuchada de verdad fue con la psicóloga y luego con la jueza, que me dio la razón”.

Rosa con la documentación recabada para la demanda.
Rosa con la documentación recabada para la demanda. Andrea Comas

La jueza basa gran parte de su argumentación en un “extenso y detallado” informe pericial de una psicóloga forense presentado por la madre en el que se acredita, con entrevistas y pruebas diagnósticas a la menor, que se trata de un caso de “acoso escolar con daños clínicos constatados” (episodios de ansiedad y depresión, disforia, estrés y “síntomas psicosomáticos severos”). No es la única profesional que lo vio. En el juicio testificó una trabajadora social del hospital público Niño Jesús que intervino para que el colegio se reuniese con la madre cuando un pediatra que trató a la pequeña por recurrentes picos de fiebre en 2017 estimó que eran psicosomáticos y provocados por la situación de acoso relatada por Camelia. En 2019, la pediatra habitual de su centro de salud detectó “gran ansiedad y retraimiento” durante una visita y la niña le contó que llevaba dos años siendo insultada, la última vez hacía unos días. En ambas ocasiones, el colegio abrió protocolos que luego fueron archivados.

En el centro, donde el equipo directivo atiende a EL PAÍS también con un enorme dosier del caso sobre la mesa, están consternados por la sentencia. “Es un mazazo”, dicen. Aseguran que ellos detectaron insultos una sola vez y que “entre niños tan pequeños, eso no es acoso”, “aunque desde hace cuatro o cinco años parece que todo lo fuera”. La sentencia admite que la actuación del colegio no fue “completamente pasiva” (hubo “una ligera intención de investigar”, se vigiló a los menores, se los separó en los patios, se dieron charlas y se entrevistó a los otros padres y alumnos), por lo que rebaja a un tercio la indemnización pedida. Pero aun sin “desprestigiar absolutamente” lo que se hizo, la jueza estima que fue insuficiente y que hay gran riesgo en actuar “a la espera de que ocurra algo más grave” o de que docentes y responsables normalicen ciertos insultos o situaciones “que ni mucho menos han de ser relativizadas”. En el centro explican que seguirán trabajando para ver dónde mejorar, que ahora cuentan con una orientadora también en primaria y que han reactivado la mediación entre iguales. Y subrayan: “Hicimos todo lo que dictan los protocolos de Educación y nos sentimos reforzados porque en dos ocasiones la inspección fue favorable”.

Hicimos todo lo que dictan los protocolos de Educación”
Responsables del colegio demandado

Tanto el Inspector de Educación como la DAT (uno informa y otro resuelve, de forma similar a como funcionan un fiscal y un juez) consideraron que el colegio había sido diligente y se negaron a estimar el informe de la psicóloga. La razón es que proviene “de un tercero ajeno a un protocolo en el que los únicos profesionales que pueden intervenir son los miembros del equipo directivo y docente” (según uno de muchos escritos de la DAT a la madre, donde se niega todo indicio de acoso y se da el caso por cerrado). Eugenia Alcántara, responsable del Área Jurídica de CC OO e inspectora, afirma que dicho extremo no figura en ningún sitio y que el informe de un perito, aunque sea de parte, es una “prueba pertinente y valiosa” que debería haber sido contrastada. Tampoco la “presunción de veracidad de los profesores” que esgrimió muchas veces el inspector ante la madre puede ser tomada como inamovible si se presentan pruebas que pueden destruirla, explica la experta. “Falta formación jurídica permanente para los inspectores”, dice, “la valoración de la prueba es puro derecho procesal civil”.

También faltan medios y recursos humanos, dice Isabel Galvín, secretaria general de la Federación de Enseñanza de Madrid de CC OO —orientadores, coordinadores de bienestar, bajadas de ratio, actuaciones que permitan la atención individualizada— que carga contra la Administración Regional: “En Madrid hay mucho protocolo, muchos papeles a coste cero, mucha burocracia y poca eficacia”. Por último, señala al cambio cultural al que apuntaban en el colegio: “Los docentes son parte de la sociedad y esta cambia, lo que se pasaba por alto hace unos años ya no se puede tolerar, valga el caso Rubiales como ejemplo. Somos más sensibles a ciertas cosas y en el acoso está demostrado que las víctimas más vulnerables siempre lo son por su diversidad”.

Las posibles causas para que un caso así se cuele por las grietas del sistema y sea un juez quien acabe vindicando a una niña acosada y su madre son muchas. Vicent Mañes, miembro de la asamblea de la federación de directores de colegios públicos de infantil y primaria (FEDEIP) señala que en “los centros públicos los protocolos son más claros y estrictos que en los centros concertados”. Para la profesora y presidenta de la Asociación No al Acoso Escolar, Carmen Cabestany, “hay problemas, falta de formación, desidia y desinterés por arreglar las cosas en todo tipo de centros”.

En lo que coinciden la media docena de fuentes consultadas es en que una sentencia como esta, que ve acoso donde ni el centro ni la Administración lo identificaron (en concertados y privados el responsable es el primero, en los públicos, la segunda) es “muy poco frecuente” (nadie lleva la cuenta y en medios aparecen solo seis desde 2009). Aunque son raras por razones distintas, dependiendo a quién se pregunte. Para Demetrio Fernández, presidente de la Asociación de Inspectores de Educación en Madrid, pocas demandas “se admiten a trámite” porque “los protocolos son muy garantistas”, aunque, concede, “luego haya inspecciones mejor y peor llevadas”. Para María José Fernández, presidenta de la Asociación Madrileña Contra el Acoso Escolar, las familias no llegan a juicio porque “meterse en un proceso civil es costoso y complicado”: “Hay que aportar un montón pruebas mientras a los colegios les basta con decir que no han visto nada; los protocolos están ideados para desalentar a las víctimas, proteger a los centros, bajar las cifras de las consejerías y tapar el problema”. En el último informe de la de Educación de Madrid, 2021-2022, se registran tan solo 151 casos de acoso aceptados por la Inspección, de 1.013 denuncias recibidas en una población de más de un millón de alumnos. Aunque parece solo la punta de un iceberg, es un 48% más que el año anterior. La consejería no contesta a ninguna pregunta específica sobre la sentencia a favor de Rosa y Camelia, ni sobre otra que hubo en marzo (en Aranjuez, también por un caso insultos xenófobos en un concertado que el área territorial archivó). Según los inspectores consultados, aunque este tipo de decisiones jurídicas deberían ser al menos objeto de reflexión por parte de los centros y la administración, no existe un procedimiento reglado de actuación. “Nadie va a hacer nada, por eso pienso seguir pidiendo reuniones con todos los colaboradores necesarios para que mi hija pasase por lo que pasó, pero ahora con la sentencia en la mano”, amenaza Rosa.

“Mi madre me parecía muy pesada porque cuando iba al colegio a quejarse a mí se me complicaban las cosas”, dice Camelia. “Pero luego me hice mayor y comprendí por qué lo hacía”. El pasado mayo, el Ministerio de Educación publicó la mayor encuesta hasta el momento sobre convivencia en Educación Primaria (de seis a 12 años) donde un 9,5% de los alumnos asegura que ha sufrido acoso escolar y uno de cada 10 asegura haber presenciado situaciones de acoso a otros niños. Es un acoso percibido, no comparable con los casos finalmente identificados por la Administración, pero la diferencia es abismal. Es por esos niños que podrían estar bajo el radar, esos que “lo están pasando mal sin decírselo a nadie”, explica Camelia, que ella ha querido contar su historia.

Puedes seguir EL PAÍS EDUCACIÓN en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Patricia Gosálvez
Escribe en EL PAÍS desde 2003, donde también ha ejercido como subjefa del Lab de nuevas narrativas y la sección de Sociedad. Actualmente forma parte del equipo de Fin de semana. Es máster de EL PAÍS, estudió Periodismo en la Complutense y cine en la universidad de Glasgow. Ha pasado por medios como Efe o la Cadena Ser.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_