_
_
_
_
_
Desigualdad social
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ante el preocupante aumento de la desigualdad de ingresos

El 10% más rico de la población mundial recibe el 52% del ingreso total, mientras que la mitad más pobre solo obtiene el 8,5%

Ilustración Negocios
Tomás Ondarra

El cambio climático y la creciente desigualdad de ingresos son posiblemente los dos problemas socioeconómicos de mayor gravedad a los que se enfrentan la práctica totalidad de los países del planeta. Las dos últimas décadas han mostrado con claridad que sin políticas valientes destinadas a atajarlos sus consecuencias no harán sino agravarse, haciendo de nuestro planeta un lugar invivible. En este artículo me centraré en el segundo de los problemas, el de la creciente desigualdad de ingresos, un tema complejo, de múltiples dimensiones para abordar en pocas líneas, pero al que es imprescindible atender, pues las consecuencias de no atajarlo nos abocan al conflicto social y al caos político.

En primer lugar, los hechos: El Informe sobre la desigualdad global, en su edición 2022, publicado la semana pasada por el World Inequality Lab, destaca que el 10% más rico de la población mundial recibe el 52% del ingreso mundial, mientras que la mitad más pobre recibe el 8,5%. En términos monetarios, estas diferencias indican que una persona cuyos ingresos se sitúan en el 10% más rico recibe anualmente un promedio de 82.700 euros, frente a 2.800 euros anuales que recibe en promedio la mitad más pobre del mundo. Sin duda estas diferencias tan extraordinarias reflejan mayormente las enormes diferencias en ingresos entre diferentes países del planeta. El informe, sin embargo, documenta que las diferencias en ingresos entre países han disminuido sensiblemente en las dos últimas décadas, principalmente por el aumento en ingresos medios experimentado por países como China e India. Sin embargo, un dato preocupante que el informe confirma y que ya estaba documentado es que son las diferencias en ingresos dentro de cada país las que no dejan de aumentar en las últimas décadas. Si atendemos a la realidad española, el ingreso nacional medio de una persona adulta se sitúa en los 26.560 euros, pero el 10% más rico recibe 91.560 euros anuales de media, mientras que la mitad más pobre recibe 11.200 euros. Esto significa que el 10% más rico en nuestro país multiplica por ocho la cantidad que en media recibe la mitad más pobre. Estas disparidades de ingresos son similares a las de Francia e inferiores a las de Alemania o Inglaterra, y por supuesto a las de Estados Unidos.

En segundo lugar, las palancas que alimentan la desigualdad de ingresos son fundamentalmente de dos tipos: sin duda, la falta de empleo es la que determina en mayor medida la asignación de colectivos al segmento más bajo de ingresos. De hecho, si se utilizan datos de 2019 de nuestro país, de todas las personas ubicadas en el 10% inferior de renta, dos de cada tres se encuentran en situación de desempleo. Precisamente por este motivo la desigualdad de ingresos creció tanto con la Gran Depresión de 2008, pues la enorme pérdida de empleo provocó un aumento de las diferencias entre aquellos que pudieron mantener sus empleos respecto a aquellos que los perdieron. Son los colectivos que alcanzan menores niveles educativos quienes mayormente sufren la falta de acceso a un empleo. De hecho, alcanzar niveles educativos superiores, bien sea de FP o universitarios es hoy mucho más necesario para el acceso a un empleo que hace dos décadas, especialmente para el colectivo más joven.

La segunda palanca generadora de desigualdad de ingresos se produce entre personas que tienen un empleo. La baja calidad de algunos empleos ha provocado la existencia de personas trabajadoras pobres, que si bien están ocupadas, sus ingresos laborales no les permiten salir de la pobreza, bien porque su intensidad laboral es muy baja, y/o porque su salario por hora trabajada lo es. La baja intensidad laboral afecta fundamentalmente a las mujeres, que presentan tasas de parcialidad, involuntaria para dos de cada tres mujeres, muy superiores a las de los varones.

Estos hechos obligan a reflexionar sobre las medidas a tomar para que la tendencia creciente en la desigualdad de ingresos se revierta. Casi nadie duda de que sin intervenciones públicas valientes esta tendencia no cambiará de signo. Las políticas de redistribución de renta —prestaciones públicas de todo tipo y medidas impositivas progresivas, son sin duda necesarias para corregir la desigualdad de ingresos. De hecho, un reciente informe publicado por FEDEA, documenta que en ausencia de las prestaciones públicas, tanto monetarias (jubilaciones, prestaciones por desempleo y otros) como las prestaciones en especie fundamentalmente en educación y sanidad—, la desigualdad de ingresos sería casi el doble de la que existe en la actualidad en nuestro país. Por tanto, las políticas redistributivas son necesarias pero claramente insuficientes.

Si, como se ha mencionado, la falta de empleo es la principal palanca que genera la desigualdad de ingresos, esta no se corregirá a menos que la intervención pública ponga toda su maquinaria al servicio de políticas predistributivas, que previenen en lugar de corregir, entre las que destaca por excelencia la de proveer de una educación de calidad, que dote a toda la ciudadanía de las competencias necesarias para acceder al empleo. La Formación Profesional tiene a día de hoy un papel central en este reto, siempre que se consiga modernizar y extender todo lo necesario para que alinee mejor a las personas con los empleos que nuestra sociedad genera actualmente. En este sentido, la nueva ley de la FP aprobada esta semana con gran consenso supone una gran noticia, por los elementos modernizadores que incluye, así como por una clara apuesta por extenderla. El acceso a una educación de calidad inclusiva en la etapa escolar debe además acompañarse de la existencia de instituciones que posibiliten la formación continua a lo largo de la vida para todas y todos, pues en su ausencia, las competencias de las personas irán quedando obsoletas en un mundo laboral muy cambiante, relegando a muchos colectivos a la falta de empleo y ensanchando por tanto la brecha de la desigualdad.

Finalmente, revertir el crecimiento de personas trabajadoras pobres requiere de medidas políticas valientes en la etapa productiva, que erradiquen la precariedad creciente en la que está instalada una parte de nuestro mercado laboral. Un salario mínimo decente, así como medidas que se están negociando en la reforma laboral a día de hoy pueden sin duda limitar esa precariedad laboral generadora de desigualdad de ingresos.

Sara de la Rica es directora de la Fundación ISEAK.


Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_