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Columna
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Él era aquel

David Trueba

He escuchado a gente inteligentísima sostener que si a Lorca no lo hubieran asesinado, habría terminado de letrista de Rocío Jurado. Es muy probable en este país que si no mata o exilia a sus grandes talentos, los condena a una supervivencia precaria. Pero jamás consideraría una derrota ser letrista de la Jurado, una mujer por la que sentí siempre una admiración explicable, como la que hoy puedo sentir por Beyonce pese a ser zumo de un sector industrial más bien grimoso. En los últimos días hemos asistido a cierta racanería mediática con respecto a la concesión del Grammy de honor al compositor Manuel Alejandro. No ha tenido, desde luego, la repercusión de otras distinciones musicales, quizá por ese estigma paleto que acompaña precisamente a quien osó ser letrista de la Jurado.

Cuando todos nos miran, siempre andamos emocionados con la Sexta de Mahler. Pero cuando nadie nos ve, en ese rincón ignoto de nuestra memoria sensorial, donde se confunde lo hortera y lo necesario, lo fundamental y lo culpable, nos conmociona siempre Lo siento mi amor, con esa Rocío Jurado entregada a la sinceridad rota con la sutileza de una apisonadora industrial, lanzando el grito entre lésbico y liberador de decirle en voz alta a la pareja legal que ahora tu cara y tu pecho y tus manos parecen escarcha. Y no se quedaban a la zaga sus relatos cantados en Señora, Mi bruto bello o Si amanece, narrativas imprescindibles para entender un país que se sacudía la dictadura sexual de las sacristías.

Pero por si esto fuera poco, Manuel Alejandro, a veces con la complicidad de su esposa, que firmaba con el cultísimo seudónimo de Ana Magdalena, compuso en su sastrería musical los mejores trajes para Raphael o Julio Iglesias. Capaz de escribir Yo soy aquel, Como yo te amo, Lo mejor de tu vida o Soy rebelde para Jeannette, bastaría su Procuro olvidarte para elevar lo vulgar de un hit a la categoría de bella arte. Y puede que exista una vergüenza irreprimible en reconocer cómo esos himnos han conformado lo que somos, nos guste o no, pero de ahí a no poner la columna a los pies de Manuel Alejandro va un abismo de ingratitud.

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