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VIAJES CON SUSPENSE | 6

En busca del arca de Saba

El Arca de la Alianza es una leyenda tan vieja como la Biblia y tan moderna como Hollywood. Comenzó con Yahvé y Moisés y terminó con Steven Spielberg e Indiana Jones. O quién sabe: quizás no ha terminado todavía. Su existencia, sin duda, constituye uno de los grandes misterios de la historia de la cristiandad. En su largo viaje de siglos, este baúl sagrado, cuyas formas y medidas dispuso el propio Dios, mezcla historia y mito sin que avistemos una solución a tanto enigma como el que ha provocado. Diga lo que diga Spielberg, y a pesar de las fatigas de Indiana, el Arca no se guarda en una Universidad norteamericana, ni tampoco existen pruebas fidedignas para apoyar lo que afirma la Iglesia copto-ortodoxa etíope: que está guardada a buen recaudo en el templo de Santa María de Sión, en Axum, una ciudad del norte de su país. En cuanto a Jehová, el único que por razones obvias debe de conocer la verdad sobre el asunto, lleva tres o cuatro milenios sin pronunciarse al respecto.

Todo este lío comenzó cuando los hombres aún no sabíamos medir el tiempo en siglos, en los días en que los hijos de Israel andaban dando tumbos por los desiertos del Oriente Medio. Así lo señala el bíblico libro del Éxodo (24; 12): "Dijo Yahvé Dios a Moisés: 'Sube a mí hacia el monte (el Sinaí) y estate allí. Te daré unas tablas de piedra, la ley y los mandamientos que he escrito para su instrucción". Después de eso, Yahvé informó a Moisés de cómo las tablas debían guardarse, encerradas en un baúl que habría de construirse para tal efecto. Y así lo relata de nuevo el libro sagrado (25; 10, 11, 12, 13, 14, 16): "Harás un arca de madera de acacia, dos codos y medio de largo, codo y medio de ancho y codo y medio de alto. La cubrirás de oro puro, por dentro y por fuera, y en torno de ella pondrás una moldura de oro. Fundirás para ella cuatro anillos de oro, que pondrás en los cuatro ángulos, dos de un lado, dos de otro. Harás unas barras de madera de acacia y las cubrirás de oro y las pasarás por los anillos de los lados del arca para que pueda llevarse (…). En el arca pondrás el testimonio que yo te daré".

Moisés acató las órdenes de Yahvé, encargó su fabricación a un artesano llamado Besalel -elegido para la tarea por el propio Yahvé- y así nació el Arca sagrada, llamada de la Alianza por el pacto que el pueblo elegido de Israel sellaba con Dios acatando sus mandatos. Se construyó poco después una mesa para sostenerla, un altar en donde adorarla y un tabernáculo que habría de servirle de protección. Sus medidas en términos actuales, teniendo en cuenta que el antiguo codo equivale a 42 centímetros, serían 95 centímetros de longitud, 53 de anchura y otros 53 de altura.

Ya que la Biblia retrató siempre al pueblo judío como una cultura ligada a las hecatombes -¡qué terror el que traían aquellas mortíferas plagas y el terrible Diluvio!-, desde el comienzo de la historia del Arca se pronosticaron, a quienes no cumplieran las leyes divinas que guardaba el sagrado mueble, toda clase de males, tales como terremotos, pestes, tempestades, tifones, erupciones volcánicas, huracanes, sequías, hambrunas, guerras apocalípticas y otros desastres de parecido jaez. Los pecados de los católicos se resuelven en un confesionario; pero los bíblicos sólo pueden purgarse con una escabechina.

Y partir de los textos sagrados que nos hablan de su fabricación, el Arca comenzó su andadura secular, su viaje legendario, cabalgando sobre el mito y la historia, sin que nadie pueda estar muy seguro de hasta dónde llega lo imaginario y qué datos pueden tomarse como verdaderos.

Según algunos investigadores tenidos por científicos, el sabio Salomón construyó en Jerusalén un gran templo para guardarla, en los inicios el siglo X antes de Cristo. Y añaden que el Arca, si es que existió realmente, pudo arder en la destrucción del templo por los ejércitos asirios del rey de Babilonia, Nabucodonosor, que invadieron Israel en el 587 antes de Cristo. Sin embargo, la tradición copto-etíope no está de acuerdo con tal teoría y ofrece su propia versión en el Kebra Neguest (Gloria de Reyes), el libro sagrado de la Iglesia ortodoxa de Etiopía. Se trata de un texto escrito en el siglo XIV en 'gue'ez', un idioma que es, con respecto al amárico que hablan los etíopes, algo así como el latín para nuestra lengua castellana.

La primera traducción de ese libro a una lengua occidental se debe a un jesuita español, Pedro Páez, que nació en un pueblo madrileño (Olmeda de las Fuentes) en 1564 y que murió en 1622 en Etiopía, en donde fue misionero durante 19 años. Páez, conocedor de numerosas lenguas y el primer europeo que alcanzó a visitar las fuentes del Nilo Azul, tradujo el texto del 'gue'ez' al portugués y no al español, su lengua natal, ya que dependía administrativamente de la misión jesuita de Goa (India), dirigida por sacerdotes lusos. Hasta esa versión del libro sagrado, incluida en su monumental Historia de Etiopía, de la que es autor el propio jesuita, todo lo que se conocía de aquellos lejanos territorios próximos al Cuerno de África era un conjunto de extrañas leyendas medievales referidas al mítico país de un tal Preste Juan. Páez, desdeñando lo legendario y señalando el carácter mítico del códice sagrado de los etíopes, abrió con el testimonio de sus experiencias los estudios científicos sobre Etiopía, y su trabajo sigue siendo referencia ineludible para los investigadores de la región.

Según el Kebra Neguest, la reina de Saba, soberana que tenía su palacio cerca de Axum, ciudad del norte etíope, oyó hablar a un mercader de un poderoso y sabio monarca, el rey Salomón, que gobernaba en Israel y había construido un gran templo en honor del Dios de Sión en la ciudad de Jerusalén. Curiosa como todo hombre y ávida de aventuras como toda mujer, la de Saba organizó un viaje para ir a conocer al monarca, acompañada de un numeroso séquito. A su llegada, Salomón la recibió con honores y le ofreció su palacio, en donde la reina permaneció durante siete meses recibiendo grandes e importantes enseñanzas del sabio Salomón. Por consejo del monarca, decidió convertirse al judaísmo.

Como todo humano, Salomón no sólo era sabio, sino un tipo ávido de sexo. Y propuso a la reina, antes de que abandonara el país, yacer con él bajo el pretexto de obtener descendencia. A la de Saba le gustaban, por lo visto, los atractivos intelectuales del soberano israelí, pero no sus dones físicos. Y le rechazó. De modo que el hombre se contentó, de momento, con organizar para ella un gran banquete de despedida. La reina le hizo jurar, antes de llegar a los brindis, que no la tomaría por la fuerza. Y a cambio de esto, Salomón le pidió a la mujer otro juramento: que no tomaría para ella nada de valor de su casa, so pena de tener que hacer el amor con él.

El rey no sólo era sabio en cuestiones científicas, teológicas y filosóficas, sino también en trucología amorosa. Dispuso que en el banquete se preparasen guisos condimentados con mucha sal y con abundantes especias y, al acostarse, dejó una jarra con agua en la mesilla de noche de la de Saba, que ocupaba el mismo dormitorio que él. A medianoche, sintiendo sed por causa de la cena, la reina tomó la jarra y se sirvió agua en una copa. Mientras bebía, oyó decir a Salomón: "Has tomado algo de mi palacio, el agua, la cosa de mayor valor que existe bajo el sol". Y a la reina no le quedó otro remedio que abrirle al monarca las sábanas de su lecho.

Regresó la soberana a su país, instituyó el judaísmo y nueve meses y cinco días después de yacer con Salomón dio a luz un niño varón al que llamó Menelik. Cuando el niño se hizo hombre decidió viajar a Israel para conocer a su padre, acompañado de un gran séquito de nobles etíopes. Llegados a Jerusalén, Salomón recibió con enorme alegría a la comitiva y, de inmediato, nombró a su hijo Menelik rey de Etiopía, ya que se trataba de un Estado convertido al judaísmo y que, por tanto, quedaba bajo su autoridad moral. No obstante, en los días siguientes, fascinado por el encanto y la inteligencia de su vástago, le pidió que se quedase en Israel en calidad de heredero de la corona, ya que no tenía hijos varones. Pero Menelik rechazó la oferta, a pesar de los ruegos de su padre. En contrapartida, aceptó que en su viaje de regreso le acompañaran los hijos primogénitos de los sacerdotes del templo de Jerusalén, que formarían una monarquía y una corte en Etiopía semejante en todo a la de Israel. Como regalo especial, Salomón entregó a su hijo un pedazo del paño que cubría el Arca de la Alianza, guardada en el templo.

Y aquí, en este punto de la leyenda, asoma la nariz Azarías, uno de los hijos de los sacerdotes israelíes que iban a acompañar a Menelik. No se conserva retrato alguno de este joven, aunque imagino que podría parecerse a Indiana Jones. Por una razón: porque puesto de acuerdo con los otros muchachos judíos que acompañaban al príncipe etíope, la noche antes de la partida robó el Arca de la Alianza, dejando en su lugar una vulgar copia.

Partieron y, ya de camino, Menelik se enteró del robo y aceptó ser cómplice de la fechoría. Por su parte, el rey Salomón, advertido por los sacerdotes del fraude, envió una tropa en persecución de su hijo y sus secuaces. Pero Dios puso alas en los cascos de los caballos de quienes huían y los hombres de Salomón no lograron alcanzarlos. El rey quiso suicidarse cuando tuvo noticia del fracaso de la expedición que pretendía recuperar la valiosa reliquia, pero los sacerdotes le convencieron de que tal vez era ésa la voluntad de Dios. Y Salomón se resignó a quedarse compuesto y sin Arca.

Y así llegó el Arca de la Alianza a Axum. La reina de Saba, feliz por el regreso de su hijo, abdicó en él. Y la primera decisión del nuevo monarca, muy en el signo de los tiempos, debió de dejar perpleja a la madre, ya que decretó que, a partir de su reinado, tan sólo podrían ocupar el trono de Etiopía los varones nacidos en línea directa de su sangre.

A tal punto quedó prendida la leyenda en el corazón del pueblo etíope, que todos los soberanos desde entonces (siglo VII antes de Cristo), hasta el último de ellos, el negus Haile Selassie, asesinado tras un golpe comunista en 1974, se han proclamado descendientes directos de Salomón. Ya puede la historia dar pruebas irrefutables de que ha habido numerosos usurpadores y golpes de Estado en la larga genealogía de sus reyes: la mayoría del pueblo sigue creyendo que todos sus soberanos eran salomónidas. Incluso los rastas, miembros de una secta amiga de la marihuana y del reggae que extiende sus ramas desde el Cuerno de África hasta la isla de Jamaica, aún confían en la pronta resurrección del último negus, Haile Selassie, y el regreso de la monarquía salomónida al trono del país.

Los viajes del Arca no terminaron ahí, siempre según la leyenda. Unos once siglos después de Menelik, en el IV de nuestra era, el fraile libanés Frumencio convirtió al rey Ezana al cristianismo, y el Arca fue confiscada a los judíos y guardada en la iglesia de Santa María Madre de Dios, construida para tal fin en Axum. Doce siglos más tarde, en el XVI, una invasión musulmana liderada por un caudillo llamado Grang, El Zurdo, arrasó Etiopía, degolló decenas de miles de cristianos y redujo a cenizas numerosos templos, incluido el de Santa María Madre de Dios. Pero, enterados antes los monjes de la llegada de los feroces guerreros del Islam, lograron llevarse el Arca a una isla del lago Tana, en donde permaneció oculta hasta el fin de la invasión, guardada por una secta de judíos etíopes llamados falachas. El sagrado baúl fue llevado de nuevo a Axum y se construyó, sobre las ruinas del antiguo, un templo para su acomodo, llamado Santa María de Sidón, en donde ha permanecido desde entonces hasta hoy, salvo un breve periodo entre 1935 y 1941, el tiempo que duró la ocupación del país por las tropas de Mussolini. Los fascistas italianos también intentaron hacerse con la reliquia, pero nunca lograron dar con el nuevo escondrijo, otra vez en una isla del lago Tana. Terminada el Arca la guerra italo-etíope, regresó a Axum, en donde continúa encerrada.

El misterio de si está allí el Arca o no, suponiendo que exista, parece hoy en día difícil de resolver. Por una razón: sólo tiene el privilegio de contemplarla su guardián, e incluso el obispo de la Iglesia etíope, el abuna, no cuenta con el privilegio de visitarla. Cuando el guardián va a morir, nombra a su sucesor, que conservará siempre consigo y con enorme celo la llave que da acceso a la cripta en donde se esconde el Arca. El pretexto para tanto misterio no es otro que el peligro que entraña el artefacto divino, capaz de sumergir a la humanidad entera, si la cólera de Dios se desata, a una sucesión de desastres que podrían llevar incluso al fin del mundo.

¿Y qué verdad hay detrás de tanto mito? Poco sabemos. La religión etíope, dependiente de la Iglesia copto-egipcia de Alejandría, de obediencia ortodoxa, monofisista, y escindida de Roma en el Concilio de Calcedonia el año 451 antes de Cristo, tiene bastantes rasgos diferenciales de la Iglesia ortodoxa rusa y griega, y acepta muchos preceptos de origen judío, como la fiesta del Sabath, y otros de origen islámico, como la poligamia y la obligación que tienen los fieles de descalzarse al entrar en los templos. Frente al mito salomónida, los investigadores sostienen las tesis de que en los siglos anteriores a Cristo hubo importantes emigraciones de Israel hacia Arabia y el Cuerno de África, algo que encaja también con el mito de la Tribu Perdida de Israel, la duodécima. Su influencia se haría sentir en los ritos de la iglesia etíope y darían una base histórica a la leyenda del Arca de la Alianza.

Esas emigraciones podrían ser también el origen de la comunidad falacha, que, durante siglos, ha mantenido el culto judío en los alrededores del Tana, el lago en donde nace el Nilo Azul. Los falachas son hoy unos pocos cientos, y la mayor parte habitan en la pequeña aldea de Walleka, cerca de Gondar, junto a la orilla norte del Tana. Dicen ser descendientes de los israelíes que acompañaron a Menelik en su huida de Israel con el Arca robada y se llaman a sí mismos "Bete Israel", que en amárico quiere decir "Casa de Israel". Hasta 1991, los miembros de esta comunidad se contaban por decenas de miles en las aldeas de los alrededores del lago, pero en ese año el Gobierno de Tel Aviv los evacuó en aviones, en la llamada Operación Salomón, para llevarlos a Israel, rescatándolos de la guerra desatada entre los comunistas que ocupaban el poder en la capital Addis Abeba y una poderosa guerrilla organizada en su contra desde la región etíope de Tigray, que resultó al fin vencedora de la contienda. En Walleka, un cartel pintado a mano recibe a los visitantes con un "Welcome to Sion", y en el miserable poblado se ofrecen a los turistas -numerosos judíos norteamericanos acuden allí cada año- piezas de una curiosa artesanía: una pieza de terracota negra que representa una cama sobre cuyo embozo asoman las cabecitas de Salomón y la reina de Saba, la una al lado de la otra y con aire de haber sido sorprendidos en pleno acto sexual.

La vehemencia con que defienden los etíopes, empezando por sus sacerdotes, la veracidad de la leyenda del Arca, se expresa mejor que nunca el día 21 de enero, fiesta de la Epifanía copto-ortodoxa. Al contrario que en el rito católico, no es una festividad que celebre la llegada de los Reyes Magos, sino una especie de confirmación del bautismo. En todos los pueblos y ciudades del país, grandes fiestas al aire libre celebran la liturgia del baño o de la ducha con agua bendita, desfilan las cofradías religiosas, los grupos musicales bailan los antiguos himnos religiosos cantados en 'gue'ez' al ritmo de los tambores, y los monjes y sacerdotes sacan de sus iglesias y monasterios, en procesión, los delicados tabots. Es la única ocasión en todo el año para hacerse una idea de cómo es el Arca, pues el tabot no es otra cosa que una réplica de la vieja reliquia de Moisés. En cada templo del país hay una. Siempre se mantienen escondidas a la vista del público, pero en la Epifanía salen a la luz. La única que no aparece a los ojos de los feligreses es la verdadera, la de Axum.

Para rodar sus películas, Steven Spielberg se inspiró, al parecer, en un libro de un escritor inglés, un tal Graham Hancock, que se fascinó con la leyenda del Arca y en 1992 publicó El signo y el sello (En busca del Arca perdida). Hancock estaba convencido de la existencia del sagrado mueble. Y hasta tal punto creía en sus maléficos poderes, que le atribuyó el fracaso de su matrimonio: "Nuestra unión no sobrevivió a este libro", se lamentaba en el prólogo.

En Axum, el joven cancerbero del Arca guarda la puerta de la cripta de la iglesia de Santa María de Sidón. Viste de negro, se protege del sol con unas gafas Rayban y escucha música a través de unos cascos para matar el aburrimiento. La verdad es que cuesta imaginarle recorriendo un desierto junto al iluminado Moisés. El fenómeno de la globalización frivoliza cualquier leyenda, por muy temible que sea.

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