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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El sueño lúbrico del emperador Ming

Los detractores de Zhang Yimou siempre han visto en este cineasta, tan afín al cambio de piel, un mercader de exotismo al por mayor para públicos occidentales. A partir de Hero (2002), Yimou recicló esas acusaciones en insignia de orgullo, a través de la nostálgica recuperación de los modos del cine popular de su infancia y la vehemente exacerbación de su estética. Sus fantasías orientales han terminado por erigirse en un discurso paralelo dentro de una filmografía que no ha querido renunciar a las claves intimistas de sus orígenes. Películas como Hero y La casa de las dagas voladoras (2005) también han funcionado como sucedáneo de prestigio para públicos que jamás hubiesen prestado atención a una producción de los Shaw Brothers, pero que, en un momento dado, no le habrían hecho ascos a una exhibición circense de los monjes de Shaolin. Su último trabajo prolonga esa estrategia de disfrazar cine popular con un envoltorio de prestigio, pero, a la vez, explora un universo cerrado, malsano y tan claustrofóbico como el de La linterna roja (1991), una de las películas que puso más a prueba el talento de Yimou para la narración puramente visual.

LA MALDICIÓN DE LA FLOR DORADA

Dirección: Zhang Yimou. Intérpretes: Gong Li, Chow Yun Fat, Jay Chou. Género: fantasía oriental. China / Hong Kong, 2006. Duración: 114 minutos.

La maldición de la flor dorada sitúa en los años crepusculares de la dinastía Tang la intriga incestuosa de una clásica obra teatral, originalmente ambientada en los años treinta del siglo XX, de Cao Yu (1910-1996): Lei Yu, que podría traducirse como Tempestad de truenos y fue llevada al cine en tres ocasiones anteriores (dos de ellas en 1938, otra en 1957). En su estreno local, el canalillo de Gong Li y del resto de actrices del reparto fue objeto de controversia: en realidad, en su carnal caligrafía está la verdadera clave de interpretación de la película. La maldición... no es una epopeya histórica, ni una película de artes marciales encubierta, sino, directamente, un fantaseo erótico, un paseo enfebrecido a través de una idea fetichizada de lo Oriental con forma de tragedia endogámica. Casi un sueño húmedo del emperador Ming en el reverso de una viñeta de Flash Gordon.

Mientras veía esta película deslumbrante, amanerada y escandalosamente falta de vida, a este crítico le vino a la cabeza esa versión en cómic de Turandot que firmó Nazario a principios de los noventa. Hay en ambos trabajos un mismo aliento lúbrico y la mirada obsesiva del miniaturista definitivamente hechizado por el embrujo de las formas. En La maldición... sobreactúan las sedas, las celosías y las piedras de jade, porque los personajes, reducidos a la función de mera porcelana ornamental, no tienen otra posibilidad que estar... o ser, puramente, arquetipo. El resultado es como una inyección en vena de una Semana China de grandes almacenes, ni más, ni menos.

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