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Tribuna
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De bomberos y pirómanos

Es lógico -y por tanto no debe asustarnos- el hecho de que el proceso de pacificación iniciado por el Gobierno haya provocado una polémica, un auténtico tsunami, social, político, mediático y jurídico de proporciones descomunales. Nos jugamos mucho en ello y el cúmulo de controversias suscitadas por este asunto constituye una muestra evidente de que nuestro sistema democrático goza, al menos en ese ámbito, de una excelente salud. Es, asimismo, lógico, que la apertura del proceso haya provocado una enorme confusión en el seno de la ciudadanía, confusión que probablemente irá en aumento en la medida en la que el mismo siga avanzando.

Tal confusión afecta, sobre todo, a los ciudadanos de a pie, ya que las élites dirigentes aparecen claramente divididas en dos posiciones contrapuestas. De una parte, aquellos que, ante la existencia del incendio han decidido, como mayor o menor acierto y a pesar de los riesgos, apagar el fuego. De la otra, quienes no solamente consideran inoportuno apagar el fuego, sino que incluso lo avivan con dosis adicionales de combustible. Por ello, me parece conveniente establecer tres breves reflexiones que, quizá, puedan ayudar al ciudadano perplejo a tener un criterio más elaborado sobre este asunto y, sobre todo, le ayuden a distinguir entre quienes actúan como bomberos y quienes lo hacen como pirómanos.

1. Se ha criticado el que se califique al proceso de negociación como un proceso de paz. "Aquí no hay ninguna guerra", se afirma. "Lo único que hay son terroristas que asesinan y por tanto no puede hablarse de proceso de paz donde no existe una guerra. Por ello, no resulta procedente negociar nada; lo único que cabe es la aplicación lisa y llana de la ley". Tal afirmación se basa en una definición obsoleta del concepto de guerra. En la actual era de la globalización, los conflictos armados han adoptado formas muy diferentes de las que se producían hasta hace escasamente 20 o 30 años. Hoy han desaparecido en la práctica las guerras clásicas entendidas como lucha entre ejércitos regulares enfrentados. Los conflictos armados se manifiestan a través de una variada serie de instrumentos entre los que destaca, entre otros, la actividad terrorista. Es absurdo negar la categoría de conflicto armado, de auténtica guerra, a los actos violentos que se producen en Irak, en Somalia, en Palestina, etcétera, o en los ataques de Al Qaeda. Tales conflictos no se resuelven con la aplicación lisa y llana de la ley sino que necesitan otras medidas entre las que ocupan un lugar importante los procesos de negociación. Lo mismo sucede con ETA, si bien en este caso nos encontramos con un conflicto de baja intensidad, dada la escasa incidencia de su acción terrorista, en comparación con otros conflictos armados.

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2. Se insiste en la necesidad de que en el actual proceso debe quedar clara la existencia de vencedores y vencidos. Pues bien, por ahora y a expensas de lo que deparen los futuros acontecimientos, todos salimos ganando. Tanto la sociedad en general como los colectivos más afectados en particular -políticos, empresarios, fuerzas y cuerpos de seguridad, etcétera- se sienten mucho más seguros. Ha disminuido de forma notable la preocupación por el terrorismo, tal como lo acreditan los diversos sondeos llevados a cabo en los últimos meses y, tras muchos años, parece abrirse una luz, siquiera tenue, en un conflicto que, no lo olvidemos, venimos sobrellevando desde hace casi cincuenta años.

En lo que respecta al futuro, será la Historia la que se encargue de poner a cada uno en su sitio. En todo caso y para tranquilidad de la ciudadanía es preciso señalar que, en el caso que nos ocupa, no será preciso esperar al veredicto de la Historia. Ocurra lo que ocurra con el proceso de negociación ETA es ya, políticamente, un despojo de la Historia, aun manteniendo todavía una evidente capacidad para matar. Su balance es lisa y llanamente desolador. Y lo es desde todas las perspectivas posibles pero, sobre todo, desde su propia perspectiva. Desde el punto de vista humano su actividad arroja como balance -y me refiero exclusivamente a sus filas- una larga secuela de muertos, heridos, presos y exiliados, y centenares de familias desgarradas. Desde el punto de vista político, un fracaso sin paliativos: ETA no ha conseguido ni uno solo de sus objetivos en los dos ámbitos -nacionalismo e izquierda- que dice defender. La única pretensión a la que, en mi opinión, aspira ETA en este momento -y creo que son conscientes de ello- es la de salvar los muebles, la de dar fin de la forma menos traumática posible a su existencia.

3. Se alega, por último, que el Gobierno no está legitimado para iniciar un proceso de negociación con ETA y se defiende, incluso, la paralización de ese proceso por parte del poder judicial. A quienes blanden la Constitución a modo de espada flamígera conviene recordarles algunos conceptos elementales del primer curso de la carrera de Derecho. Es cierto que el poder judicial debe ser independiente, pero esa independencia implica dos cosas. En primer lugar, que ningún otro poder limite su capacidad de actuación, cuestión en la que se está insistiendo mucho últimamente. Pero también implica la necesidad de que el poder judicial no se

entrometa en la actividad de los otros poderes, cuestión sobre la que se corre un tupido velo.

A tal respecto no está de más recordar que la Constitución atribuye al Gobierno la dirección de la política. Es a él, por tanto, al que le compete decidir y gestionar el proceso de paz y adoptar las medidas que considere más oportunas para su buen fin. El Gobierno será responsable político, y eventualmente incluso criminal, de su acción. Pero el poder judicial no puede colocar el carro delante de los bueyes, es decir, impedir la posibilidad de que el Gobierno, o en su caso los partidos políticos, lleven a cabo las acciones que consideren necesarias, tal como ha ocurrido con un reciente auto del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco por el que admite a trámite una querella contra Ibarretxe, por entrevistarse con Arnaldo Otegi.

Y ya que hablamos de responsabilidad no vendría mal que algunos sectores del poder judicial realizasen una reflexión introspectiva sobre su propia actuación. La ilegalización de un partido político constituye una medida de excepción, en cuanto limitadora de derechos fundamentales. En la aplicación del derecho excepcional resulta fundamental -y así lo ha señalado nuestro Tribunal Constitucional- utilizar adecuadamente el principio de proporcionalidad entre las medidas adoptadas y los fines que se pretenden perseguir. Y para ello los jueces deben interpretar la ley, de acuerdo con la legalidad ciertamente, pero atendiendo también a la realidad social en la que se incardina esa ley.

Una utilización inadecuada de ese principio puede llevar, además de a una limitación innecesaria de derechos, a la toma de decisiones arbitrarias y la arbitrariedad, como todos sabemos, puede resultar letal para la credibilidad del poder judicial. Pero quizá hay algo peor que la arbitrariedad: es el caer en el ridículo. Ridícula resulta, por ejemplo la decisión de prohibir la participación de Arnaldo Otegi en una mesa organizada por El Periódico de Catalunya, a la que podrían asistir no más de un centenar de personas, y que una semana después, Pernando Barrena, tan dirigente de la izquierda abertzale y tan procesado como Otegi, sea tranquilamente entrevistado por la cadena Cuatro ante una audiencia de millares y millares de espectadores.

Gurutz Jáuregui es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad del País Vasco y autor de varios libros sobre ETA.

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