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Tribuna:AULA LIBRE
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¿Y ahora, qué?

Pasar página de lo acontecido en la educación superior en España durante las dos últimas legislaturas no era asunto menor, nada fácil. Las secuelas de las confrontaciones innecesarias, las legislaciones inconvenientes y lo que se debió hacer en cuanto a la convergencia europea y no se hizo, pesan como una losa, llenando el futuro de urgencias. Primero la política universitaria del gobierno conservador fue estéril, luego hostil con los profesores, con los alumnos, con los discrepantes. Tras la formación del gobierno socialista, parecía muy conveniente que con sus primeras iniciativas buscase un nuevo clima, reduciendo la crispación generada por sus antecesores. Cambiar el estilo, en definitiva. En ese empeño, el primer curso bajo su responsabilidad se ha caracterizado por el diálogo, por la facilidad con que han sido acogidas las sugerencias más variadas, viniesen de quien viniesen.

En los últimos años no se han hecho los "deberes financiadores" de la educación superior
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Cumplido el objetivo de pacificación, al comienzo del segundo año académico con la izquierda en el poder, cabe preguntarse: "¿Y ahora, qué?". ¿Cuáles son los principales logros que pretende alcanzar para la educación superior en los próximos meses?

Pocos universitarios dudarían de situar la elaboración de la relación inicial de los títulos oficiales de Grado en el primer lugar de las prioridades. Un nuevo Catálogo de titulaciones españolas en sintonía con los principios del Espacio Europeo de Educación Superior. El empeño en dicha tarea parece obvio, más aún cuando la Comisión Académica del Consejo de Coordinación Universitaria aprobó, en diciembre pasado, un plan de trabajo adecuado, seguido por sus Subcomisiones de área de manera intensiva.

Con la constitución de la Comisión externa de expertos, cuya función prevista era -no otra- la emisión de un parecer independiente y complementario sobre las propuestas de las subcomisiones, y con la aparición de movimientos de contestación ante algunas informaciones de eliminación de carreras existentes, ha surgido la tentación de una posible reorientación de la tarea pendiente. ¿Está necesitado el proceso de un cambio de rumbo? ¿Deben prolongarse los plazos previstos? ¿Alguien piensa que en las actuales condiciones es posible diseñar un posgrado duradero? Quizá ha faltado un debate previo sobre las características comunes a los nuevos títulos de grado, pero no sería razonable modificar ahora el procedimiento. Tampoco la solución es la parálisis, amparada por las dificultades que vive el europeísmo. Felipe González en su artículo Europa varada defendía, en junio pasado, que "los responsables europeos que creen en la superación de la crisis con más integración, y no con menos, y con la defensa de un modelo social europeo propio tienen que reflexionar trabajando".

La primera parte del trabajo pendiente, previa a la determinación de los contenidos específicos y la organización de la enseñanza de cada titulación, debería posibilitar un ajuste fino de las propuestas preliminares de títulos. Conocida la opinión de los expertos externos, las Subcomisiones de la Comisión Académica tendrían, durante no más de un semestre, que profundizar en si hay o no razones académicas y profesionales que justifiquen cada titulación. Sería oportuno que ese análisis partiese de la evaluación de las reformas realizadas en los diversos países europeos, como adelantaba la ministra San Segundo en su presentación de las Líneas principales del Ministerio de Educación y Ciencia al inicio de la legislatura. También está pendiente la valoración del nuevo encaje que esta reforma originará entre la oferta académica y las demandas laborales. Ambas tareas facilitarían la revisión y reducción de heterogeneidades poco justificables, que chirrían en las propuestas iniciales.

Una segunda posición en las expectativas universitarias la ocupa la revisión de los modelos de financiación y la disponibilidad de recursos para realizar las transformaciones de las instituciones que conlleva la armonización europea. Ello hace que se espere con interés la culminación, durante el presente curso, de los trabajos de la Comisión de Financiación. Aunque su creación respondió al mandato dado por la LOU, en su Disposición Adicional 8ª, de que se elaborase "un modelo de costes de referencia de las universidades públicas", semejante pretensión se percibe hoy en día como excesivamente limitada.

Por si no fuese suficientemente nítida la percepción que hay de que durante los últimos años no se han hecho, con suficiente aplicación, los "deberes financiadores" educativos -en unas comunidades, las universidades se hallan ahogadas en sus economías, en otras, no ha habido ninguna modernización de los principios y criterios de asignación de recursos-, la Comisión Europea dio, seis meses atrás, la voz de alarma con su comunicación Movilizar el Capital intelectual de Europa: crear las condiciones necesarias para que las universidades puedan contribuir plenamente a la estrategia de Lisboa. Sus cuentas están claras: sin los recursos suficientes las universidades no podrán contribuir al progreso social y desarrollo tecnológico de Europa. La Comisión propone alcanzar el 2% del PIB dedicado a la educación superior y advierte de que para igualar la competitividad económica de Estados Unidos -objetivo de Lisboa- se necesitan anualmente 150.000 millones de euros adicionales. Trasladados dichos déficit a la escala española, surgen numerosas cuestiones para las que la Comisión de Financiación debiera proponer alternativas: ¿De dónde puede salir el diferencial de cinco décimas del PIB añadidas? ¿Cuál será el papel de la financiación privada complementaria? ¿Cabe modificar los precios de las matrículas sin que se instaure previamente un nuevo sistema de ayudas y préstamos a los estudiantes?

En los tiempos actuales, crecimiento económico y avance de la educación están inevitablemente unidos, y los datos económicos de España reflejan las consecuencias de su atraso educativo adicional. Pierde competitividad empresarial (desde 2001 ha retrocedido 14 puestos hasta su actual 38ª posición), sus 24 patentes por millón de habitantes son muy pocas en comparación con otros países (Italia tiene 74, Francia 139, Alemania 297), su capacidad de innovación reconocida es la mitad de la francesa o un tercio de la finlandesa, etcétera. ¿Se está en condiciones de invertir la tendencia? A la sociedad española le conviene hacer ese esfuerzo económico: si dedica más dinero a sus universidades a la postre recogerá los beneficios. Más recursos sí, pero no para engordar las asignaciones indiscriminadas sino para conseguir objetivos de interés compartido, mediante fórmulas de financiación condicionada a los resultados alcanzados.

La contrapartida lógica a una financiación adicional es que se garantice el provecho social de su aplicación. Sería conveniente que el Gobierno impulsase la elaboración en un corto periodo de tiempo de un catálogo de indicadores de eficiencia de la actividad universitaria. Entre las magnitudes a medir estarían: el fracaso escolar (30% en España; 16% es la media europea y 10% el objetivo de Lisboa para 2010), el seguimiento de los titulados, los parámetros del empleo y la satisfacción de los estudiantes con su formación.

El tercer pilar sobre el que deberá asentarse la acción política en los meses venideros lo definen las previsibles reformas legislativas, a raíz del debate en curso para la modificación de la LOU. ¿Qué decir de las rectificaciones normativas pendientes? En pocas palabras, pero claras, que lo que la Universidad necesita sobre todo es que se aligere su reglamentación. Para que la modificación sea positiva ha de significar una reducción drástica del número y la extensión de las leyes, los decretos y los reglamentos. Al respecto, también la Comisión Europea afirma que si los cambios consisten en sustituir una legislación por otra, entonces las reformas son escasas, incómodas y uniformes.

Dejando a salvo las reformas legales imprescindibles del laberinto jurídico que trajo la LOU (sustitución de la habilitación, estatus de la ANECA, actualización de la función docente), la innovación valiente consistirá en pasar de una legislación de desconfianza a una legislación de confianza. Así se correspondería a la consideración que tienen los jóvenes de las universidades, a las que sitúan en cabeza en cuanto su valoración de las instituciones, según una encuesta de la Fundación BBVA, por delante de los gobiernos y las empresas. La "simplificación de las normas de juego" se basaría en la sustitución paulatina de los controles ex ante por la evaluación a posteriori de los resultados alcanzados.

La europeización de los estudios, los recursos suficientes y la agilidad legislativa perfilan un horizonte deseable. Para alcanzarlo demos tiempo al tiempo, pero hagamos a éste nuestro aliado.

Francisco Michavila es catedrático y director de la Cátedra Unesco de Gestión y Política Universitaria de la Universidad Politécnica de Madrid.

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