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El imperio que cayó mientras ascendía

La época de los imperios ha pasado a mejor vida. Después de todo, el recién expirado siglo XX ha sido un inmenso cementerio de imperios: el británico, el francés, el portugués, el holandés, el alemán, el japonés y el ruso. Los gobernantes imperiales se sumieron en el desconcierto al verse repetidamente desbordados por las fuerzas locales, apasionadas y en última instancia imparables, de los movimientos de resistencia nacional. Todavía más extraordinario fue que el éxito de esos movimientos se basara sobre todo en la fuerza política, no en la militar. En algunos casos, como el de independencia encabezado por Gandhi en la India contra los británicos y la rebelión polaca contra el imperio soviético, las luchas lograron sus objetivos sin recurrir a la violencia en absoluto.

Sólo quedaba un candidato posible a los laureles imperiales, el que se autocalificaba como "única potencia" del mundo, Estados Unidos. Pero en la última década del siglo XX, aunque considerado ya por muchos un país imperial, parecía reacio a asumir ese papel o, al menos, a reconocerlo. En esa época yo compartía las reticencias a denominar "imperiales" a las políticas norteamericanas e "imperio" a Estados Unidos. Me resultaba difícil creer que ese país pretendiera convertir en realidad aquella trasnochada pesadilla del pasado, la ambición, siempre temida pero nunca realizada, de constituir un imperio universal, también conocido como "dominación mundial" (que es, por cierto, como se solía calificar a los objetivos de la Unión Soviética durante la guerra fría). En cualquier caso, ¿no significaba "imperialismo" dominio de otros países, con virreyes que daban órdenes desde palacios esplendorosos, ejércitos ocupantes y administraciones coloniales, métodos evitados desde siempre por Estados Unidos?

Mis reticencias se desvanecieron rápidamente después del 11 de septiembre. Abandoné todas mis reservas. Como los imperios del pasado, Estados Unidos se propuso dominar territorios extranjeros, directamente, como en el caso de Irak (ni siquiera me detendré a rebatir la risible afirmación de que se le ha devuelto la "soberanía" a ese país), o de manera indirecta, como en Afganistán. Empecé entonces a hablar de imperio norteamericano. No puede decirse que fuera precisamente el único que utilizaba el término. Es más, si había algo en lo que, de repente, parecían coincidir todos los analistas, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo, era en que Estados Unidos se había convertido en un imperio, y además, un imperio global. Lo afirmaban los derechistas, como el columnista de The New York Times David Brooks, apologista de la clase yuppie norteamericana, que denominó a Estados Unidos el primer "imperio de las zonas residenciales", y el estratega político conservador William Kristol, director de la revista Weekly Standard, que quería que Estados Unidos avanzara hacia la "grandeza nacional" y se convirtiera en un imperio "benigno". (¿Qué imperio no se ha tenido a sí mismo por benigno?). También estaban los nuevos realistas, como el periodista Robert Kaplan, admirador de Henry Kissinger, que defendía la "supremacía sigilosa" norteamericana y proporcionó a los responsables políticos del país "Diez normas para administrar el mundo". Sostenían ideas similares los imperialistas liberales -o, tal como yo los veo, militaristas románticos- como Thomas Friedman, de The New York Times, que quería imponer la democracia en Oriente Próximo, y donde fuera, a punta de pistola. Y por fin estaba la izquierda, que hacía ya mucho que despotricaba contra el imperialismo norteamericano, y seguía haciéndolo. En el pasado, la izquierda había sido la única que consideraba imperial a Estados Unidos y se la había vilipendiado por ello. Ahora resultaba que no había sido más que el heraldo de un nuevo consenso. Lo que ayer era un insulto izquierdista se transformó entonces en un elogio en boca de las principales corrientes políticas.

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Y, sin duda, en el vocabulario existente no había mejor palabra que imperial para definir las directrices políticas adoptadas por la Administración de Bush con posterioridad al 11 de septiembre: su unilateralismo, sus doctrinas de guerra preventiva y de cambio de regímenes extranjeros, su ambición explícitamente declarada de conseguir la hegemonía global (por más que la propia Administración continuara negándose a aceptar la etiqueta de imperial).

Pero la desbordante confianza en sí mismo del imperio se ha revelado efímera. A medida que se desarrollaba el desastre en Irak, la nota de la trompeta imperial ha ido adquiriendo un tono vacilante. Cuando el presidente Bush leyó el discurso de toma de posesión de su segundo mandato, su grandilocuente ambición de "acabar con la tiranía" se veía burlonamente cuestionada por la realidad sobre el terreno. Empecé a replantearme por qué había asumido yo también el lenguaje del imperio. Antes de la invasión de Irak, Michael Ignatieff, profesor de la Universidad de Harvard, había escrito que Estados Unidos era un imperio "que no se reconocía a sí mismo como tal". Quería que el país se despertase y aceptara sus responsabilidades imperiales "haciendo respetar el orden que haya en el mundo, en interés de Estados Unidos", "estableciendo las normas que Estados Unidos quiera", "asumiendo funciones imperiales en las zonas que Estados Unidos ha heredado de los imperios caídos del siglo XX: el otomano, el británico y el soviético". Pues "en el siglo XXI, Estados Unidos domina solo y le corresponde controlar las zonas insurgentes -Palestina y la frontera noroeste de Pakistán, por citar sólo dos-, que han sido el azote de los imperios del pasado". Era éste un imperialismo reticente, pesaroso. El historiador británico Niall Ferguson llevó la argumentación un paso más allá y escribió un libro entero, Colossus, en el que alababa al caído imperio británico e invitaba a Estados Unidos a asumir ahora su papel.

En mi opinión, estas ideas representan una interpretación totalmente errónea de los acontecimientos. Ignatieff y Ferguson parecen contemplar la historia del siglo XX como una contienda entre imperios que habría sido ganada por Estados Unidos, lo que habría allanado el camino para su dominio del mundo. Sin embargo, desde mi punto de vista, es probable que Estados Unidos acabe siendo el último de la larga serie de bolos imperiales que han sido derribados, pero no por otros imperios, sino por la resistencia global, que incluye las luchas nacionales por la independencia. La retirada de España de la coalición imperial tras el 11 de marzo no sería más que uno de los pasos en este sentido.

Hace ya casi tres años que losplanes imperiales norteamericanos salieron del armario, y dudo que ni siquiera los más acérrimos imperialistas puedan afirmar que las cosas van bien. Corea del Norte, miembro del "eje del mal" del presidente, se ha convertido, según parece, en potencia nuclear, con desprecio de las amenazas explícitas realizadas por la potencia hegemónica mundial. Irán, otro miembro del eje, se encamina en la misma dirección. La largamente esperada recuperación de la economía norteamericana, al igual que el imperio que supuestamente va a sostener, está atascada. Las fuerzas norteamericanas se han desplegado por todo el mundo, estirándose tanto que ya no parecen poder dar más de sí. La opinión mundial en todos los continentes se ha vuelto contra Estados Unidos. Pero el plato fuerte de la iniciativa imperial es, por descontado, la guerra en Irak, como reconocía Ignatieff en su libro anterior a la guerra, en el que escribió que Irak era un "momento definitivo en el largo debate interno norteamericano sobre si su papel exterior como imperio amenaza o refuerza su propia existencia como república".

La guerra, emprendida en busca de un espejismo (aquellas desaparecidas armas de destrucción masiva

), es un desastre total. Pero el "error de información" más notable en Irak no fue ver armas de destrucción masiva donde no las había, sino su ceguera ante la previsible lucha de resistencia nacional que, según nos enseñaba la historia, seguiría a la invasión y ocupación norteamericanas. Era muy razonable (aunque erróneo) pensar que Sadam Husein había retomado sus programas de ADM. Pero era engañoso imaginar que el pueblo de un país poscolonial aceptaría alegremente una nueva ocupación. No hacía falta consultar con los servicios de información británicos, franceses o israelíes para entender esa lección. Estaba inscrita en grandes caracteres en los anales de la historia del siglo XX, entre los cuales se encontraban los gruesos volúmenes de la derrota de Estados Unidos en Vietnam. Las lecciones de Vietnam siguen siendo pertinentes no porque la nación vietnamita se parezca a la iraquí, sino porque Vietnam supuso para Estados Unidos vivir en carne propia la experiencia histórica casi universal, angustiosa y prolongada, de la derrota de un imperio a manos de pueblos resueltos a gobernar sus propios países.

Como cualquier otro capítulo en la larga historia de la lucha contra el imperio, la guerra en Irak tiene sus rasgos particulares. Cuando Estados Unidos entró en Bagdad no existía ningún movimiento de resistencia popular activo en el país -Sadam Husein se había encargado de ello-, como sí había ocurrido cuando las fuerzas norteamericanas entraron en masa en Vietnam. Tampoco había a mano ninguna estructura de gobierno marioneta, como el de Ngo Dinh Diem en Vietnam. Lo que sí había era un doble vacío político. La consecuencia fue la anarquía, visible inmediatamente en los saqueos por todo el país durante los días que siguieron a su conquista. Ahora, el vacío se está llenando por un lado. Han surgido movimientos de resistencia nacional. La lucha ha adquirido la forma inquietantemente familiar de otros movimientos antiimperialistas. Los resistentes locales son débiles militarmente, pero fuertes políticamente, mientras que los amos imperiales poseen la superioridad militar, pero son casi impotentes en la lucha política. La historia enseña que en estas contiendas es el poder político el que prevalece.

Pero la verdad es que posiblemente la guerra en Irak estaba perdida antes de que se empezara. La guerra preventiva era una contienda perdida de antemano. El problema no radicaba en la incompetencia de la Administración de Bush, por más grande que haya sido, sino en la irremediable incapacidad de cualquier conquistador extranjero para ganarse las mentes y los corazones de los pueblos que ocupa, de lo que todo, en última instancia, depende. Tal es, al menos, una de las tesis defendidas en este libro.

¿Acaso las recientes vicisitudes del "imperio" no desvelan un patrón similar de debilidad política subyacente a la fuerza militar? "Ascenso y caída" son términos inseparables de la historia de los imperios, y lo interesante, en cualquier momento histórico, ha sido saber en qué punto de esta curva se encuentra el imperio en cuestión. Sin embargo, no resulta fácil determinar el lugar actual del imperio norteamericano en la trayectoria que va del ascenso a la caída. Da la impresión de que estuviera ascendiendo y cayendo al mismo tiempo. Tiene tropas en el mundo entero, pero consigue muy pocos de sus objetivos. El emperador de Washington brama sus instrucciones a los cinco continentes, pero no se le suele hacer caso. El poder militar de Estados Unidos es "supremo", pero su utilización parece dañar al propio usuario. Tal vez el imperio norteamericano estaba caído de antemano. No parece tanto que ascienda o caiga como que, a la vez, se expanda y se contraiga, avance estruendoso y se retire.

Tal vez no debería sorprendernos esta fusión de la secuencia de los acontecimientos. El texto que anunciaba el fracaso no se encontraba en el libro de obviedades y lugares comunes en forma de predicción cuyo cumplimiento había que sentarse a esperar, sino que estaba escrito en todos los libros de historia de los últimos cien años. El veredicto se había emitido antes de que se hubiera cometido el crimen.

La cuestión tiene, por supuesto, muchos matices. Los críticos llevaban llamando imperialismo a la globalización económica desde mucho antes de que George Bush intentara imponer un cambio de régimen en Irak, y todavía tienen razones de peso para seguir llamándola así. Pero sin duda sería un error tan grave asumir el triunfo de un sistema imperial norteamericano -cuando es algo que todavía está por ver-, como lo fue que el presidente proclamara "Misión cumplida" en la cubierta del USS Abraham Lincoln poco después de que las tropas norteamericanas hubieran tomado Bagdad.

Los nuevos imperialistas nos dijeron que Estados Unidos podía dirigir el mundo si asumía de una vez su papel y se ponía manos a la obra. Los resultados están a la vista. ¿Es entonces Estados Unidos un verdadero imperio a escala mundial? No, todavía no.

Jonathan Schell es corresponsal de paz y desarme de la revista The Nation. Este texto es parte del prólogo de Un mundo inconquistable. Poder, no violencia y voluntad popular (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores).

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