_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los problemas de gestión en el sistema sanitario

La gestión sanitaria moderna en el sistema público se inicia posiblemente en España con la creación del Insalud (1978), cuyo 25º aniversario ha pasado sin pena ni gloria, coincidiendo precisamente con su eliminación. Fue aquélla una etapa de incipientes contabilidades de costes (tipo Proyecto Sigma) y contratos programa tentativos, en los que se partía del supuesto de un comprador potente que construía tarifas eficientes, promotoras de la competencia por la vía del impulso a la actividad. Dichas tarifas supuestamente debían de basarse en la información de costes que debían suministrar los propios centros, pongamos por caso para construir DRG (Diagnosis Related Group), PMC (Patient Management Categories) o lo que fuera el ajuste de la casuística hospitalaria del momento. Nunca se pudo responder claramente entre quienes contaban con una contabilidad de costes operativa cómo se habían estandarizado las prácticas contables y de agrupamiento funcional homogéneo de actividad y, sobre todo, qué podía hacer pensar que los costes imputados (o su media) recogieran costes eficientes. Mucho ha llovido desde entonces.

Hoy el debate se sitúa no tanto en los incentivos a la actividad como a la integración asistencial. Para ello hace falta enfatizar que el sistema sanitario público no requiere tanto competencia entre proveedores horizontales como cooperación entre niveles. La competencia horizontal entre centros, servicios, especialistas y equipos de atención primaria requiere una capacidad de regulación y gestión transversal del sistema sanitario que a estas alturas es poco esperable de un sistema sanitario tan politizado como el que tenemos. En gestión, hace falta decir a menudo no, lo que no es común en el vocabulario político. Una buena financiación requiere incentivar que una actividad (la del más competitivo) sustituya a otra (la del menos), a presupuesto dado. Y si alguien pierde o gana actividad, ello debería poder afectar a la realidad presupuestaria del centro primero, y de los profesionales, para bien o para mal, después. Implica diferencias retributivas y de carrera profesional: algo para lo que el sector público se ha mostrado tradicionalmente incapaz por sí mismo. La experiencia nos muestra que, desde la perspectiva anterior, la actividad marginal de unos no ha sustituido actividad de otros -tampoco en innovaciones entre niveles o con respecto al gasto en medicamentos-, que el sector ha funcionado sobre la base de los ingresos presupuestarios y no de los saldos una vez contabilizados correctamente los costes, y la burbuja de gasto no se ha dejado de insuflar.

Las deficiencias financieras globales son en este contexto un campo de fácil consenso: "si hubiera más dinero no, existirían los problemas". Ello es, sin embargo, falaz: nunca un mayor cash puede ser cura (del mismo modo que no es cura de caballo la presupuestación -la inicial, claro está- a la baja). La decisión de la financiación pública del gasto sanitario no es técnica, sino política. Los gestores y técnicos debieran trabajar de una vez por todas a presupuesto determinado, de base cien, contra el engaño de acordarse de los gestores como conseguidores ("con este gerente conseguimos la jornada continua", "con aquel otro, un incremento de tanto por guardias", "de aquel otro, las 35 horas").

La mejora del sistema tanto en costes como en la orientación de la actividad (no ya por ser ni por hacer, sino por conseguir) requiere por tanto, y sin duda, una mejor integración asistencial. Al margen de que en la integración de niveles estén previsiblemente los mayores ahorros potenciales, evitando duplicidades, filtrando mejor la demanda, adecuando las capacidades resolutivas, mejorando especificidad del especialista tras los cribajes de primaria, mejorando la cooperación en la gestión, planificación de servicios, recursos logísticos y plantillas...., el cambio refunda el discurso en objetivos de salud y no en medios financieros.

La integración implica incentivar la mejor resolución de los episodios clínicos, centrar el foco en los problemas de salud territorialmente prevalentes y recuperar la cooperación necesaria entre aquellos que se financian a partir de unos mismos recursos públicos. La integración asistencial no es jerarquización: es compartir, no imponer; es buscar una nueva interfaz entre especializada y primaria reforzando para ésta las habilidades gestoras, la cultura de la negociación razonada (de ahí la ventaja de algunos primaristas en gestión hospitalaria), y no el supeditar, a partir de la resolución conjunta y no de la segmentación del dispositivo. Ni la especializada ha de poder fagocitar la asistencia primaria, ni tiene visos de realismo postular una atención primaria que compra (supedita) a la especializada. La confrontación y el artificio gestor se reflejan en último término en un nuevo coste de intermediación del sistema que coarta futuras líneas de avance. La planificación no se puede perder: desde la salud a los servicios, pasando por la cartera de derechos y deberes de ciudadanos y pacientes, sin que ninguno de ellos se sienta tentado a desresponsabilizarse de los beneficios de los servicios suministrados ni de sus costes.

La integración es longitudinalidad. En este sentido, la compra de servicios de base poblacional ha de permitir la involucración social de los intereses colectivos tanto en los órganos de gobierno como en la financiación de los servicios a la hora de complementar la presupuestación recibida.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Dicha estrategia pierde en el camino una cierta capacidad de elección; la gran baza de quienes continúan abogando por la competencia horizontal, pese a la pobre experiencia del pasado, y olvidan el poder de mercado de los propios proveedores sobre el territorio. El único antídoto posible es en este terreno favorecer la libre elección entre redes de proveedores integrados sobre la geografía, allá donde sea ello posible, y sobre todo proceder a una importante empresarialización de la atención primaria que, descentralizada sobre el territorio, mantenga un diálogo de tú a tú con la atención especializada, que es donde se sitúa aún la cultura de la gestión sanitaria existente en nuestro país.

Guillem López Casasnovas es director del Centro de Investigación en Economía y Salud de la UPF.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_