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A vueltas con el gasto social

He dejado pasar la polémica suscitada en estas últimas elecciones catalanas acerca de las cifras de gasto social, en el debate de lo que algunos han venido tildando como "España va mal y Cataluña va peor". Sin embargo, ahora desearía comentar lo siguiente.

1.El que un país tenga un gasto social elevado no quiere decir, en principio, nada. Primero, porque la necesidad de actuar corrigiendo las rentas depende de los condicionamientos con los que éstas se generen (marco laboral, nivel de salario mínimo, existencia de prestaciones en especie a cargo del empleador, etcétera). Segundo, cuanto mejor vaya la economía, menor gasto social será necesario. Y aunque éste se mantuviera constante, su ratio sobre el PIB sería inferior: en el periodo 1992-95 el gasto social en términos de PIB se situaba en el 22% del PIB frente al 20% actual (nótese que cualquier cifra fluctúa mucho en función de la coyuntura de renta que recoge el denominador del coeficiente). Pero, claro está, con los niveles de desempleo de aquel periodo, había dos millones de beneficiarios de programas asistenciales, mientras que en la actualidad se registra 1,6 millones (aún computando el aumento actual de pensionistas). A tipo medio de transferencias (transferencias totales sobre renta familiar disponible) el nivel de protección resulta idéntico. No creo, por lo demás, que la ciudadanía valore el cuanto peor (más paro, más pobreza, menos renta), mejor (más gasto social en términos de PIB), sino todo lo contrario.

2. En la valoración de la necesidad de intervención pública en la protección social conviene adoptar una perspectiva amplia. ¿Preocupa la pobreza o la desigualdad? Es sabido que la pobreza disminuye a menudo al coste de aumentar las desigualdades en renta. ¿Son en España éstas desigualdades ya exageradamente elevadas como para cuestionar el esfuerzo en la creación de renta y en su caso en reducción de la pobreza por la vía del mayor crecimiento?

3. Las posibilidades de manipular las cifras de comparación de gasto social para que el argumento se ajuste al objetivo político son muchas. Por ejemplo, comparando transferencias monetarias entre países, obviando las prestaciones en especie que el Estado suministra gratuitamente en el momento de acceso. Por ejemplo, entre Francia y España, a la vista de cómo se provee la sanidad. De modo similar, en lo que se refiere a los términos de comparación. Es un ejercicio fácil mostrar cómo varía el diagnóstico de la situación española en gasto sanitario según cuál sea el nivel medio con el que lo comparemos: con la OCDE (¿ponderado por población?, ojo al dato visto el peso de EE UU) o con la Unión Europea, contabilizando en la media países que cuentan con sistemas de aseguramiento social, como Alemania, Francia, Holanda, Austria, Bélgica... de los que es sabido que suelen ser más caros, al restringir menos la utilización, aunque satisfacen mejor las preferencias de los ciudadanos. Y ello, pese a que a renglón seguido se desprecien aquellos modelos como menos eficientes. Si esto sirve para mostrar un desfase de dos puntitos de PIB y así justificar una mayor financiación que ciertamente satisfacerá intereses en presencia, ¡adelante! De modo parecido, se puede manipular el argumento a conveniencia según cuál sea el indicador elegido: gasto total o sólo público, neto o no de copagos en financiación, definido como porcentaje del gasto total (para demonizar, pongamos por caso, el gasto farmacéutico), per cápita (con lo que mayor será la distancia a la media si no ajustamos por nuestra renta inferior a la europea), etcétera.

4. Resulta fácil, acomodaticio con las circunstancias (la necesidad de fijar algún tipo de protección a la dependencia) y demagógico (vista la fuerza política de nuestras agrupaciones de mayores y pensionistas), declarar que en nuestro país los pobres son los mayores de 65 años y entronizar dicho colectivo como objetivo prioritario de las políticas públicas. Entre nuestros mayores, sin duda, los hay muy pobres: a ellos,

toda nuestra atención y destino del gasto social. Pero no en general de modo indiscriminado: hay pensionistas con baja renta relativa, pero con mayor patrimonio (poseen piso y otros activos además de su derecho a pensión). Conviene por ello alertar acerca de los peligros del efecto expulsión (impacto colateral sobre la equidad) que el envejecimiento puede ejercer sobre el gasto social de otros colectivos mayormente necesitados (mujeres que desean incorporarse al mercado de trabajo, atención a los niños y a la formación de habilidades de cara al futuro, familias monoparentales pobres y colectivos de jóvenes que no consiguen acceder al mercado de trabajo o a una vivienda).

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5. Por lo demás, resulta sorprendente el modo en el que algunos valoran el gasto social en Cataluña ("Cataluña va peor"), refiriendo las cifras al PIB catalán. Es de una aritmética simple saber que si se acepta que el Estado financie los servicios de bienestar transferidos según el peso de la población, el coeficiente resultante de dicho gasto/PIB para cualquier comunidad con renta per cápita alta será inferior al ratio estatal. De este modo, valorar el gasto público en Cataluña en I+D, en sanidad, en educación, etcétera, bajo estándares europeos, necesita que Cataluña pueda corregir su déficit fiscal o ha de abocar a su ciudadanía a aumentos adicionales de la presión fiscal. Contribuir según renta y financiarse según población suena bien, pero no arregla el problema del déficit social de Cataluña.

6. Un mínimo de responsabilidad requiere que cualquier propuesta de incremento de gasto se acompañe con una identificación de qué otro gasto disminuye o qué impuestos aumentan. La remisión al déficit es insolidaria con las generaciones futuras y de efectos redistributivos cuando menos dudosos.

Guillem López Casasnovas es catedrático de Hacienda Pública de la UPF

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