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Tribuna
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La hora de los científicos

La cumbre mundial sobre Desarrollo Sostenible, que se está celebrando en Johanesburgo, ha suscitado un particular interés también en el mundo de los científicos.

Tom Clarke, en la edición de Nature del 22 de agosto, afirma que pocos observadores esperan un gran progreso político como resultado de la cumbre de Johanesburgo, pero sí que esta reunión podría marcar el inicio de una transformación en la manera como los científicos traten el tema de la sostenibilidad.

Si se produce realmente este punto de inflexión en la actitud de los científicos al respecto, esta toma de conciencia permitiría una visión mucho más seria de la complejidad de los problemas que el desarrollo científico-técnico y humano está ocasionando y, también, de los remedios eficaces que puedan encontrarse para un desarrollo sostenible y para la erradicación de la pobreza.

Desde este punto de vista, todas las perspectivas y acciones a que podemos hacer referencia deben caracterizarse por su seriedad en el planteamiento y actuación, así como por la busca de la máxima eficacia en su realización.

No es frecuente, pero se da el caso, de informaciones y actuaciones por parte de determinados científicos al respecto, que parecen más propias de un programa político electoral, de una búsqueda de notoriedad y de beneficios personales que no de un interés objetivo y serio para el tratamiento de los problemas. No hay que olvidar nunca el hecho, que sucede cada día, del individuo supuestamente favorable a las tesis de los llamados partidos verdes que toma el coche para irse a tomar una cerveza, pasa las noches con un consumo extraordinario de luz y tiene dos o tres viviendas secundarias.

Supuesta la seriedad exigible, unas sencillas reflexiones nos permiten darnos cuenta que no conviene olvidar que estos problemas derivan de hechos que afectan a la ciencia y a la técnica de una manera transversal.

No hay una ciencia particular que pueda afrontar el problema de la energía derivada del uso de combustibles fósiles sin la participación de los científicos que se ocupan y entienden de la prospección de estos combustibles, de los que trabajan en su aprovechamiento y explotación, de los técnicos que entienden de la manera de usarlos, de los analistas que testifican el grado de polución que producen y, así, en un largo etcétera que incluye evidentemente también a los economistas.

Otro aspecto muy importante es el que hace referencia a la estrecha interrelación y a la relativa independencia existente entre globalización y regionalización. Aunque el conjunto de los problemas es global, no todos tienen la misma incidencia en las distintas regiones. Tampoco la aplicación de medidas para corregir los desastres que se han ocasionado o se pueden ocasionar, puede ser la misma en todas partes.

Por lo que se refiere a los equipos científicos que trabajan en países más o menos subdesarrollados, se comprueba fácilmente que no sirven las mismas estrategias en países con la presencia de una elite científicamente preparada, como pueden ser México o Marruecos, y en otros donde esa elite es inexistente.

Por otra parte, estas estrategias requieren en todos los países, incluidos los muy desarrollados, la necesidad de encontrar fórmulas adecuadas de comunicación científica. Esta cuestión es una de las más importantes y más difíciles de resolver, como se está constatando precisamente en los países más desarrollados. La absolutamente sesgada percepción -por no decir errónea- sobre los peligros para la salud de los productos alimenticios es un experiencia diaria por la que se comprueba que informaciones falsas o mal interpretadas pesan más en el público que las que la ciencia puede suministrar.

A estas perspectivas, sucintamente reseñadas, se podrían añadir seguramente otras muchas. Ojalá la cumbre de Johanesburgo desencadene el proceso a que se refiere el autor citado, Tom Clarke.

Salvador Reguant es catedrático emérito de la Facultad de Geología de la Universidad de Barcelona.

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