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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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Patria portátil

Mario Vargas Llosa

Hasta que leí la autobiografía de Marcel Reich-Ranicki, Mi vida (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores), nunca me imaginé que la crítica literaria pudiera ser una vocación singularizada y precoz, como ocurre con la poesía, el teatro o la novela. Creía, y creo todavía que es el caso más frecuente, que se llegaba a ella de manera derivada, y a menudo como consuelo, complemento o resignación y que en el corazón de todo crítico se agazapaba un artista fracasado. No subestimo en absoluto ese género literario, que de vez en cuando también me empecino en practicar, y tengo a algunos críticos literarios, como Sainte-Beuve, Edmond Wilson o Dámaso Alonso, entre mis autores más admirados. Pero no hay duda de que ellos, y la gran mayoría de sus colegas, llegaron a la crítica literaria dando un rodeo por el que fue su primer amor, la creación, de la que con razón o sin ella se sintieron desengañados, un amor que sin embargo siguió llameando siempre, con melancolía, detrás de los ensayos y artículos que dedicaron a las obras ajenas.

Reich-Ranicki, no. Era todavía un adolescente, casi un niño, deslumbrado por los poetas y prosistas alemanes que había conocido en Polonia, su tierra natal, gracias a su madre, y ya entonces supo lo que ambicionaba ser en la vida: crítico literario, especializado en literatura alemana, a la que, en una bellísima imagen, llama su 'patria portátil'. En su caso esta benigna aspiración comportaba dificultades extraordinarias y tenía ribetes de utopía. Porque el joven hechizado por las baladas de Schiller, la poesía de Goethe y las novelas de Thomas Mann era judío, y en Alemania, donde se había trasladado su familia, acaba de tomar el poder Hitler y el nacional-socialismo comenzaba a poner en práctica sus políticas de limpieza étnica y acoso y persecución de los judíos que precederían a 'la solución final'.

Las páginas donde Reich-Ranicki narra sus años de escolar en un liceo de Berlín con el telón de fondo de la sistemática ocupación por el nazismo de las instituciones, las conductas, las psicologías y las almas de la sociedad alemana son conmovedoras. No hay en ellas la más mínima auto-compasión, ni truculencia, ni exceso; y la fría austeridad de la narración hace que su testimonio alcance acentos sobrecogedores. El lector siente que una mano se va cerrando también sobre su cuello cuando, con pretextos fútiles, el personaje de la historia ve que se le cierran las puertas de la universidad, de los trabajos, que se eclipsan los amigos, se apodera de él el miedo y, luego de una lenta asfixia cotidiana de años, es por fin apresado y expulsado como indeseable a Polonia.

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Ni siquiera en la relación de las infinitas humillaciones y crueldades que los judíos polacos debieron padecer del ocupante nazi, y de la muerte lenta en el gueto de Varsovia -allí conoció y se casó con Tosia, su esposa de toda la vida-, donde estuvo a punto de morir mil veces -la pareja escapó poco menos que de milagro de ser gaseada en Treblinka y vivió luego oculta y a salto de mata en las afueras de Varsovia hasta el final de la guerra-, se altera o adopta un tono virulento o sensiblero la prosa del relato: precisa, inteligente, achispada de pronto por ironías y detalles risueños, recrea con tremenda eficacia ese descenso a los infiernos de la pestilencia y la maldad, resistiendo todas las tentaciones de ceder a la desesperación, el aullido, el llanto o la imprecación. Es difícil no sentir, leyendo esta memoria lacerante, un nudo en el estómago.

Ahora bien, ni siquiera en estos capítulos dramáticos, de lucha por la mera supervivencia, deja la literatura de estar siempre presente y de imponerse como la verdadera protagonista de esta historia. No cualquier literatura: la alemana, porque, aunque a veces también cita a Shakespeare, su amor parece concentrarse en ella, y sólo en ella. Toda la parca sobriedad con que Reick-Ranicki habla de las personas y de los sucesos, aun los más terribles, desaparece cuando se trata de los libros: ahí, el sentimiento comparece, sin que desaparezca la razón, claro está, y el tono del libro se exalta y vitaliza, recorrido por una cálida corriente de afecto. Golo Mann reprochaba a Reick-Ranicki, en las críticas que dedicó a Thomas Mann (uno de sus autores favoritos), no escribir con la debida 'simpatía', lucir 'demasiado poco amor'. Mi impresión, leyendo este fascinante libro, ha sido más bien la contraria: cuando habla de poemas, de teatro, de novelas o de música, sus páginas se llenan de emoción y generosidad, de simpatía y entusiasmo. En cambio, cuando se confinan en los seres humanos, se enfrían, a veces hielan, y adoptan a menudo una severidad hiriente, que linda con la crueldad.

Luego de la guerra, Reich-Ranicki trabajó como funcionario, luego espía, del gobierno polaco, y después fue traductor y crítico de literatura alemana para las editoriales del Estado. Por razones misteriosas fue expulsado del Partido Comunista y vivió en desgracia algún tiempo hasta que, de manera no menos misteriosa, desapareció la prohibición que le impedía publicar y pudo ganarse de nuevo la vida leyendo, comentando y traduciendo a sus amados autores alemanes. En 1958, él y Tosia se refugiaron en Alemania Occidental. A partir de allí, cesaron las dificultades, infortunios, inseguridad y riesgos múltiples, y se inició el período de las vacas gordas. En pocos años, Reich-Ranicki se convertiría en uno de los más influyentes críticos literarios y ciertamente el más conocido de Alemania. Desde las páginas de Die Welt, Die Zeit y luego desde las páginas de literatura del Frankfurter Allgemeine, que dirigió por muchos años, y finalmente a través de su programa de televisión, El cuarteto literario, Reich-Ranicki fue escalando posiciones hasta llegar al vértice de la audiencia, la consideración y el poder, gracias a aquel desangelado oficio al que, niño todavía, soñó dedicar su vida adulta.

Vaya vida extraordinaria: el joven judío polaco, enamorado de la lengua y la literatura alemanas, al que su país de adopción discriminó, maltrató, expulsó, confinó en un gueto y estuvo a punto de exterminar en una cámara de gas (como hizo con sus padres, hermanos y varios otros parientes) sobrevive al horror, y, como el Conde de Montecristo, invicto su amor a los grandes literatos de esa tierra ingrata, regresa a Alemania, donde al cabo de los años se convertirá en el gurú supremo de la crítica literaria, en el pontífice cuya pluma, desde hace treinta años, dispensa la gloria o la ignominia a los escribidores nativos. ¡Qué novela se hubiera podido amasar con esta historia!

Ahora bien: del testimonio de Reich-Ranicki se desprende, de manera inequívoca, que haber triunfado como crítico literario no ayuda en nada a tener una opinión optimista y simpática de los hacedores de literatura. Él no puede tenerla peor. Por lo pronto, afirma categóricamente que 'la mayoría de escritores no entienden de literatura más que las aves entienden de ornitología', frase excelente pero inexacta, pues las excepciones, de Elliot a Joyce, de Proust a Gide, son abundantes.

Casi todos los autores que desfilan por sus recuerdos, de Bertold Brecht a Günter Grass, de Anna Seghers a Max Frisch, de Canetti a Adorno, son unos vanidosos irredimibles, auto-referentes maniáticos, que sólo sonríen y se muestran amables con el crítico que los adula o elogia, y, si no, muestran los dientes y hacen unas escenas lastimosas de prima donnas resentidas. Y cuando por fin aparece un espécimen de la tribu que es limpio, sencillo y arcangélico como Heinrich Boll ¡escribe libros mediocrísimos! La literatura es formidable, pero los literatos son espantosos e insufribles, parece ser la conclusión a la que ha llegado en su frecuentación de escribidores el provecto crítico.

No digo que esta tremebunda conclusión no sea cierta, pero sí digo que, en todo caso, a la 'infame tribu' de narcisos engreídos habría que incorporarle de todo derecho algunos críticos literarios, entre ellos, acaso, ay, al propio Reich-Ranicki. Porque una de las más notables paradojas de este libro magnífico como exaltación de la literatura y de tantas páginas emocionantes sobre la estupidez y la maldad del racismo y el totalitarismo, es que su autor se las arregla -con verdadero talento, lo reconozco- para presentarse como un bípedo extraordinariamente antipático, alguien al que uno no quisiera tener como compañero de asiento en un viaje trasatlántico. En sus memorias, Reich-Ranicki se autorretrata como un crítico que nunca permitió que consideraciones sentimentales, amistosas o de cualquier índole no literaria perturbasen su juicio crítico, el que siempre ejercitó con absoluta independencia y rigor, y muy a menudo a sabiendas de que esa integridad le acarrearía enemistades, rupturas y agresiones verbales. Estoy seguro de que esto es cierto, pero de esta coherencia implacable con los propios gustos y principios a la hora de juzgar la literatura no se desprende, como parece darlo por hecho Reich-Ranicki, que ese justo juez por creerse justo no yerre, pise en falso o cometa a veces monumentales injusticias.

La arrogancia puede prestar tan malas pasadas como el amiguismo o el oportunismo a la hora de reseñar un libro de poemas o una novela, y Reich-Ranicki no parece inmunizado contra aquel virus tan extendido, según su propia confesión, en la sociedad literaria. Las páginas donde ilustra 'el odio y los celos' que ha despertado entre abundantes escritores ofendidos por sus críticas, que han montado contra él operaciones de desprestigio, que lo han caricaturizado, vejado y hasta asesinado en sus ficciones (el último de ellos Martin Walser, en una novela que ha provocado un escándalo literario en Alemania) no son gratas de leer, porque, además de parecer un ejercicio de innecesario masoquismo, revelan una notable ingenuidad. ¿Qué esperaba usted, señor mío? ¿Que esas muchedumbres de escribidores aplastados por su olímpica pluma, encima lo veneraran y amaran?

Acaso no soy justo con un libro gran parte del cual he leído con emoción y placer, pero ¿cómo no seguir el ejemplo de Reich-Ranicki de mostrarse glacial e incluso despiadado a la hora de formular opiniones críticas, aunque ello signifique darle un ingrato mordisco a la mano que nos deparó tan buenos ratos?

Por lo demás, su idea de la crítica literaria no puede ser más atinada ni oportuna, aunque, por desgracia, en nuestros días cada vez menos compartida. Él asegura que el éxito de las páginas literarias del Frankfurter Allgemeine bajo su dirección se debió en gran parte a que él no transigió jamás en que sus colaboradores emplearan, en sus artículos y reseñas, esa jerga esotérica, con pretensiones científicas, que, sobre todo en el ámbito académico, hace a menudo las veces en nuestros días de crítica literaria, y que siempre les exigió textos 'comprensibles y legibles' al alcance del público promedio, de los lectores comunes y corrientes de libros. Ojalá todos los directores de revistas y suplementos literarios siguieran esta política. Porque, en efecto, la mejor, la más admirable tarea que se puede imponer la crítica literaria es la de contagiar a los lectores el entusiasmo y el amor por los buenos libros. Pero, para ello, es requisito primero y fundamental amar los libros como los ha amado, desde que descubrió su patria portátil, Reich-Ranicki.

© Mario Vargas Llosa, 2002. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SL, 2002.

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