El Born: ¿cohabitación sinérgica o turbadora?
En el solar ocupado por la magnífica estructura que cobijó el mercado del Born convivieron muchos años los comestibles que allí se negociaban y quienes lo hacían, el propio edificio (del que no sólo es admirable aquel esqueleto metálico y el espacio que conforma, también sus bellos cerramientos de cerámica y vidrio) y, bajo su pavimento, ocultos pero presentes, los restos materiales de la ciudad, congelados desde el siglo XVIII. Desplazada a otro emplazamiento la función comercial, permanecen en el lugar el edificio (algo deteriorado por la incuria, pero enaltecido su espacio por el vacío funcional) y los restos, felizmente hallados y descubiertos. Quedan allí, por lo tanto, el edificio y su contexto (su contexto topográfico e histórico, su contexto ciudadano). Nada más hay allí. Y la cohabitación entre lo que allí hay, es y puede ser perfecta. Sin duda, una cohabitación sinérgica.
Es cierto que alrededor del edificio hay más ciudad y, por lo tanto, gente. Ciudadanos, vecinos o no tanto, con derecho a disfrutar de esa beneficiosa sinergia. Y es cierto que un día alguien (aquejado quizá de agorafobia monumental) tuvo la idea de llenar aquel vacío matando otro pájaro pendiente: la biblioteca que nos deben los de siempre. Una contingencia que provocó ilusiones vecinales y levantó expectativas comerciales.
Pero esa biblioteca no forma parte del lugar. Puede formar parte de pactos políticos; de esas expectativas o de legítimas esperanzas de las gentes del lugar. Pero no forma parte del lugar. Puede estar ahí o no. ¿De dónde nace, por tanto, esa aparentemente ineludible necesidad de hacerla convivir con los elementos que conforman el lugar? ¿A qué responde ese intento de forzar una cohabitación nacida de una mera ocurrencia administrativa, no de una realidad histórica o arquitectónica? ¿De dónde surge esa precisión de 'integrar y relacionar' dos funciones que no son ni tienen por qué estar relacionadas?
Nadie duda de la capacidad de los arquitectos Sòria y Cáceres para resolver problemas arduos, incluso de los derivados de planteamientos absurdos de los clientes. Pero, ¿para qué malgastar esa probada habilidad profesional en dar respuesta a ese tipo de planteamientos? ¿No es mejor revisar éstos antes? Además, tanto sus colegas como ellos mismos sabemos que una cosa són las animaciones virtuales, que sólo han de colmar las ilusiones del cliente, y otra los planos de ejecución de una obra, que han de responder a la durísima normativa de todo tipo que hoy atenaza la construcción. Lo que en aquéllas son finas y esbeltas líneas en éstos devienen gruesos volúmenes.
No le demos más vueltas. En el solar del Born no caben lo que siempre hubo (y está) y esa biblioteca. Para que cohabitaran, del edificio se debería cercenar gravemente su espacio y destruir sus cerramientos perimetrales. De los restos, deberían eliminarse una parte muy importante (es evidente, por ejemplo, que los actuales pilares de hierro y sus cimientos no serían suficientes para soportar las nuevas estructuras). Y el programa de la biblioteca que nos adeudan se debería recortar sustancialmente y, sobre todo, hipotecarlo para el futuro. No sería, sin duda, una cohabitación sinérgica, sino profundamente turbadora.
Defendamos, como ya hicimos hace 30 años, el edificio del Born, enriquecido ahora con su contexto. Demos gracias a quien tuvo la ocurrencia de embutir allí la biblioteca (le debemos la excavación descubridora de los restos) y ayudémosle a buscar un buen emplazamiento para ubicar un programa completo y sin hipotecas para la biblioteca, esa biblioteca que nos deben y nos merecemos. Lo contrario, sería, una vez más, rendirnos. Ante los de siempre.
Antoni González es arquitecto.
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