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Can Masdeu: la democracia en estado de sitio

Los okupas vuelven a ser noticia, pero esta vez aparecen en un escenario de fuerza simbólica y confrontación política inéditas. Hay un antes y un después, dicen ellos. Sus cuerpos en lucha, debilitados por el hambre y la sed, fríos y mojados por la lluvia, suspendidos de la fachada de una masía asediada por la policía recuerdan escenas más dramáticas, el sitio palestino en la basílica de Belén, por ejemplo. La masía llevaba medio siglo abandonada y ellos decidieron un día -por la vía de hecho, eso sí- poner fin a esa situación y convertirse en los defensores de su valor social (un 'espacio para vivir' en lugar de 'un espacio para vender', reza en un panfleto). Era su forma particular de reaccionar ante lo que consideraban un problema mal resuelto por las instituciones: la amenaza de destrucción de un bien público ante su deterioro progresivo (seguramente una maniobra especulativa, dicen los arquitectos).

¿Qué hace luego la Administración ante esa interpelación irruptiva? Pues lo cierto es que, de todas las posibles alternativas de resolución del conflicto, escoge la más expeditiva, lesiva y costosa de que dispone, la del derecho penal -reservado sólo para situaciones graves e intolerables de deterioro de la convivencia social y ante la falta de otros medios no penales alternativos y subsidiarios de intervención. ¿Estábamos en ese supuesto? ¿Debía dirimirse esta controversia a traves de la coacción penal y policial? La fiscalía dice que no, los vecinos de Nou Barris opinan lo mismo; ¿por qué no se acudía a la vía civil, por ejemplo?, ¿por qué la negativa de la propiedad a dialogar? ¡Ni una palabra con esos delincuentes! ¿Merecen los jóvenes ir a la prisión?, ¿es el derecho a la propiedad un valor absoluto, o relativo por su uso y limitado por otros derechos, como el de la vivienda? Pero de hecho, ¿qué conducta merece mayor repulsa social? ¿La de un uso abusivo y antisocial de una propiedad abandonada o la de unos jóvenes que la restauran y le otorgan la función social perdida? ¿Y si el protagonista de esa conducta es ni más ni menos que una institución pública...?

La intervención de los poderes públicos se justifica ante necesidades sociales o problemas que exigen una respuesta -a ser posible integradora- que, de no darse, causaría un agravamiento de la situación. Desgraciadamente, demasiado a menudo se interviene de espaldas a la realidad social y sus actores: no sólo resolviendo lo que se define como problema, sino empeorándolo y creando otros nuevos. Es un síntoma de la creciente dificultad institucional de interacción con los desafíos cada vez más complejos y dinámicos de nuestras sociedades contemporáneas. En Collserola se sitia el lugar, en un operativo manu militari espectacular, como si se tratara de un edificio tomado por una peligrosa guerrilla revolucionaria y se espera al agotamiento del enemigo. Ni agua, ni comida. El resultado: en nombre de la sacrosanta propiedad se impide la ayuda humanitaria hasta el punto de poner en peligro la vida e integridad física de los jóvenes, ya de por sí suficientemente amenazada por su situación. Su protesta se convierte, contra su voluntad, en una huelga de hambre forzada. El conflicto presenciado en directo por centenares de personas -como si de un circo romano se tratara- plantea preguntas graves: ¿resulta legítimo que la autoridad prive a una persona de sus derechos más elementales para hacerla desistir de su derecho a reivindicar?, ¿es legal -o incluso no es delito- infligir un sufrimiento físico y mental a una persona para doblegar sus facultades de decisión?, ¿no es un trato degradante -incluso de tortura- cuando la policía utiliza potentes focos durante la noche para que no se duerman? ¿Qué hubiera pasado sin la presión mediática y la movilización ciudadana? Quizá ahora nos lamentaríamos de un desenlace más dramático...

Estos hechos merecen una reflexión urgente sobre el proceso de relajación de los derechos y garan

tías constitucionales de aquellas personas o colectivos que participan en movimientos sociales disidentes, y que a pesar de su cada vez mayor apoyo y legitimidad social -medio millón en la manifestación antiglobalizadora del 16 de marzo- son fuertemente criminalizados. Parece que se sigue una lógica perversa y profundamente antidemocrática cuando se les expulsa del sistema para luego privarles de sus derechos, y cuando reclaman amparo legal, el sistema les excluye y rechaza como parias. No debemos olvidar que todo sistema democrático necesita de su cuestionamiento político, de los debates y conflictos que promueven los disidentes como forma imprescindible de cambio social, cultural o ético: la democracia requiere ciudadanos comprometidos y activos, incluso incómodos, mucho más que espectadores dóciles y satisfechos.

El Estado de derecho no se agota en sí mismo, va más allá, debe enfrentarse a sus contradicciones e insuficiencias en un proceso infinito de readaptación y reencuentro con los valores emergentes de la sociedad, estar atento a los ideales y expectativas que remueven sus luchas. Los conflictos que se apoyan en razones éticas o sociales, pero no en la razón normativa, a menudo son en un inicio inevitablemente ilegales (las personas primero han tenido que realizar huelgas y manifestaciones a las que no tenían derecho para ver reconocido después su derecho a la huelga y a la manifestación). Por eso, en una sociedad compleja y multicultural como la nuestra, deberían buscarse vías más imaginativas para encontrar formas de convivencia en que sea factible, por ejemplo, abrir espacios de vida alternativos sin convertir necesariamente a los disidentes en delincuentes -así no toda transgresión legal debe considerarse delictiva. El conflicto de Can Masdeu se podría empezar a desbloquear con la retirada de la denuncia penal.

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tías constitucionales de aquellas personas o colectivos que participan en movimientos sociales disidentes, y que a pesar de su cada vez mayor apoyo y legitimidad social -medio millón en la manifestación antiglobalizadora del 16 de marzo- son fuertemente criminalizados. Parece que se sigue una lógica perversa y profundamente antidemocrática cuando se les expulsa del sistema para luego privarles de sus derechos, y cuando reclaman amparo legal, el sistema les excluye y rechaza como parias. No debemos olvidar que todo sistema democrático necesita de su cuestionamiento político, de los debates y conflictos que promueven los disidentes como forma imprescindible de cambio social, cultural o ético: la democracia requiere ciudadanos comprometidos y activos, incluso incómodos, mucho más que espectadores dóciles y satisfechos.

El Estado de derecho no se agota en sí mismo, va más allá, debe enfrentarse a sus contradicciones e insuficiencias en un proceso infinito de readaptación y reencuentro con los valores emergentes de la sociedad, estar atento a los ideales y expectativas que remueven sus luchas. Los conflictos que se apoyan en razones éticas o sociales, pero no en la razón normativa, a menudo son en un inicio inevitablemente ilegales (las personas primero han tenido que realizar huelgas y manifestaciones a las que no tenían derecho para ver reconocido después su derecho a la huelga y a la manifestación). Por eso, en una sociedad compleja y multicultural como la nuestra, deberían buscarse vías más imaginativas para encontrar formas de convivencia en que sea factible, por ejemplo, abrir espacios de vida alternativos sin convertir necesariamente a los disidentes en delincuentes -así no toda transgresión legal debe considerarse delictiva. El conflicto de Can Masdeu se podría empezar a desbloquear con la retirada de la denuncia penal.

Jaume Asens es abogado y miembro de la comisión de Defensa del Colegio de Abogados de Barcelona.

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