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Raíces
Columna
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Fantasmas

La imaginación de los viajeros ha hecho de Andalucía una tierra de encantamientos donde todo es posible. En los cuentos de Washington Irving se pasean por Granada trasgos y fantasmas, nigromantes y hechiceras, como si toda la tradición mágica fuera exclusivamente herencia árabe. ¿Es arábigo, entonces, lo maravilloso e irracional? No: la Antigüedad clásica ofrece iguales escenas de ultratumba. No resisto a la tentación de reproducir la anécdota que, como verdadera, refirió Plinio el Joven a su amigo Licinio Sura, descendiente quizá de una linajuda familia de Itálica.

Había en Atenas una casa espléndida, pero rodeada de lúgubre fama. Por la noche sonaba primero un rechinar de hierros. Después se distinguía un confuso arrastrar de cadenas que se aproximaba poco a poco. Finalmente, si el inquilino no huía antes despavorido, se presentaba el espíritu: un viejo hecho arrugas, de luenga barba y canas desgreñadas, que entrechocaba con estruendo los grillos que atenazaban sus pies y manos. Nadie durante la noche podía conciliar el sueño en aquella mansión, nadie durante el día podía borrar de su mente el recuerdo escalofriante de la aparición nocturna. La casa, por tanto, quedó deshabitada y su dueño, desesperado, rebajó su alquiler a un precio irrisorio.

En esto llega a Atenas el filósofo Atenodoro. El anuncio y aún más la causa de tamaña ganga lo tientan. Cuando cae la noche, Atenodoro manda aprestar su lecho en la parte anterior de la casa, pide papel, pluma y candil y se enfrasca en la escritura, para no dejarse sugestionar por miedos vanos. Primero, silencio. Después, suenan los hierros, se mueven las cadenas. Atenodoro no levanta la vista ni deja la pluma. Aumenta el fragor, se aproxima al umbral, ya está en él. El filósofo se vuelve y ve la imagen que, de pie, le hace señas con un dedo, como si lo llamase. Atenodoro le indica con un ademán que espere y de nuevo se pone a escribir. El fantasma no cesa de agitar sus cadenas, hasta que el filósofo toma el candil y sigue al espíritu, que vacilante, como cargado por los grillos, lo guía hasta el jardín; allí, llegado a un determinado lugar, desaparece. Atenodoro señala ese sitio y, al día siguiente manda excavarlo. A poco se encuentran huesos encadenados, que reciben sepultura. La filosofía, como se ve, da consuelo y descanso incluso en el Más Allá.

Muchas casas en Andalucía presumen de tener su fantasma particular, aunque la discreción impide dar nombres. En la catedral sevillana es fama que tocó el órgano el espíritu de maese Pérez. Y hasta se dice que la actual sede del Parlamento andaluz está habitada hoy por un alma en pena. Sería cuestión de llamar a un nuevo Atenodoro para salir de dudas, aunque mucho me temo que, en vez de un fantasma, encontrara a un fantasmón. Pero, ¿podrá tener alguien la cabeza fría, como el filósofo, para conjurar el espectro de la guerra?

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