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19º SALÓN DEL CÓMIC

El último creyente

La obra del dibujante Max, premiado el año pasado, ha sido objeto de una amplia retrospectiva

Cuando este diario tuvo a bien enviarme al festival de Woodstock de 1994 (bienintencionado, aunque algo grotesco remake, de la gran celebración hippie de 1969), la primera persona conocida con la que me crucé fue Jordi Tardà. ¿Me sorprendió? Ni lo más mínimo: un creyente del rock and roll como el amigo Tardà no podía perderse aquella cita. De la misma manera, si algún día este diario me envía al Salón del Cómic de San Diego o a una reunión de fanzinerosos en Scapoose -Oregon- o Tuscaloosa -Florida- (posibilidades asaz remotas, todo hay que decirlo), sé que lo primero que veré emerger de entre la masa será la narizota tridimensional de Francesc Capdevila, alias Max, un hombre que es al cómic lo que Tardà a la música: un creyente de padre y muy señor mío.

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Dotado, además, de una cualidad muy especial: la constancia en las propias ideas en un entorno hostil. Y es que la música pop es una industria floreciente, trufada de estrellas rutilantes, mientras que los tebeos son el último mono de la cultura occidental. Como buen creyente, eso a Max no parece preocuparle. Es más, este hombre (¡se lo he oído afirmar sin rubor alguno!) considera que ese medio mestizo que es la historieta supera en muchos aspectos a aquellos de cuyas fuentes bebe, la literatura y el cine. Y no lo dice por epatar, sino porque lo cree sinceramente.

Max lleva en esto de los cómics prácticamente toda la vida, desde que colaboraba en fanzines o se asomaba a las páginas de la extinta revista de humor Matarratos. En esa época, su ídolo era Robert Crumb y la influencia del delirante artista norteamericano se notaba en todo lo que hacía. Con el paso del tiempo, Max supo mantener un pie en el underground y otro en la línea clara francobelga de Yves Chaland o Serge Clerc. Y siempre se sentó a la mesa de trabajo con la seguridad del que sabe que está haciendo aquello para lo que ha venido a este valle de lágrimas: cuando vivía en el pueblo mallorquín de Bunyola, antes de trasladarse a su actual residencia, en Sineu, los vecinos que le veían dibujar desde la calle le rebautizaron con el bonito alias de el señor de la ventanita.

Puede que algunos colegas de profesión consideren que lo suyo es, simplemente, contumacia en el error. Eso deben de pensar todos aquellos que se han ido descolgando de la historieta durante las dos últimas décadas. De acuerdo, motivos no les han faltado: una industria precaria, ventas bajísimas, escasa proyección exterior, crisis galopante tras crisis no menos galopante... Nadie les va a echar en cara que se hayan reciclado en la ilustración o la publicidad. Pero nadie, tampoco, les va a felicitar por ello cuando hay alguien que con su ejemplo demuestra a diario que los tebeos pueden ser una actividad solitaria y mal pagada, de acuerdo, pero también algo en lo que uno debe insistir si considera que es el medio de expresión que le es más propio.

O lo que es lo mismo: si España contara con 50 dibujantes como Max nuestra industria del cómic no estaría como está. La actitud del señor Capdevila, de hecho, es la propia de un artista. El dibujante puede vivir de la ilustración, como el novelista o el cineasta pueden llegar a fin de mes con el periodismo o la publicidad televisiva. Pero en todos esos campos, sólo el auténtico creador es capaz de robarle tiempo a aquello que le alimenta para seguir fabricando aquello que realmente le satisface.

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Max, además, ha tenido tiempo para ser editor. A medias con su amigo Pere Joan publicó Nosotros somos los muertos, la revista más estimulante de los últimos tiempos (fallecida entre el desinterés general). Siempre que ha podido (es decir, siempre, a secas) se ha desplazado a otros países para visitar sus salones del cómic, conocer a autores que le interesan y convencerles de que se enrolen en su peculiar Internacional de la Historieta (para volver a su casa en Mallorca cargado de tebeos que leer y estudiar convenientemente).

Max ya ha sido homenajeado varias veces en el Salón del Cómic de Barcelona, pero es muy probable que hubiera que crear para él algo así como la Medalla del Trabajo de la industria del cómic, y tal vez una estatua permanente en la estación de Francia ante la que vinieran a gimotear todos esos dimisionarios del oficio que cuando se les habla de tebeos arquean una ceja displicentemente para insinuar que han dejado atrás esa etapa ingenua e infantiloide de su vida. Gente, en fin, cuya actitud es la típica de quienes abandonaron algo porque, en el fondo, nunca tuvieron gran cosa que decir.

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