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EL DEBATE SOBRE LA PRODUCTIVIDAD

Entre Florida y California

Los autores sostienen que la actual caída de la productividad representa una losa para el futuro económico de España.

De entre las cifras de la economía española hay una que llama poderosamente la atención y mueve a la inquietud; nos referimos a la productividad aparente. Medir bien esta variable agregada no es cuestión baladí, puesto que de su evolución depende nuestra posición competitiva en el futuro y, entre otras cosas, nuestra capacidad para afrontar en años venideros la factura del sistema público de pensiones.La productividad se obtiene por cociente entre la producción nacional y la población ocupada. De la estimación de una y otra se deriva indirectamente la cuantía de lo que produce de media cada trabajador español. No es fácil llegar a hacerlo y, por eso, ocasionalmente se producen ciertas vacilaciones. Es el caso de lo ocurrido este verano. El Banco de España avanzó en julio que el PIB habría crecido, en el segundo trimestre, un 4,2% y que el empleo lo habría hecho en un 3,4%. De estas estimaciones, el Banco concluía que "se habría producido una recuperación de la productividad aparente". Pocos días después, la EPA declaraba oficialmente un crecimiento del empleo del 4,35% en ese segundo trimestre; esto es, contrariamente a los pronósticos del Banco de España, el empleo parece haber seguido avanzando más que la producción y, consiguientemente, nos hemos encontrado con un nuevo retroceso de la productividad.

Por más escepticismo que puedan provocar esos datos, es imposible desconocer la existencia de un problema. ¿Cómo es posible que la economía española, que está registrando fuertes tasas de inversión, se retrase tanto en términos de productividad? Ésta, y no otra, es la realidad calibrada con cifras oficiales de producción y empleo.

No se trata, desde luego, de una cuestión menor que pueda despacharse, según acostumbra a hacer Rato, argumentando que las mayores tasas de productividad se alcanzaron en España cuando las cifras de paro eran del 24%. Ante una caída de la productividad como la que, desde hace ya varios trimestres, se viene registrando en nuestro país, convendría hacer algo más que despreciar la información. Acaso habría que buscar una relación entre este dato y las mayores presiones inflacionistas que estamos sufriendo, o tal vez convendría analizar cuán lejos estamos aún de llegar a esa nueva economía del conocimiento tan patrocinada por la reciente Cumbre de Lisboa.

La nueva economía es, entre otras cosas, una inflexión en la tendencia de la productividad, que ahora parece capaz de permitir altas tasas de crecimiento con bajas tasas de inflación. Ésa es la realidad que hoy viven en Estados Unidos y los países nórdicos y que parecen empezar a experimentar Francia y Alemania. En nuestro caso, por desgracia, no ocurre tal cosa y tiene sentido preguntarse por qué. La respuesta, obviamente, no puede ser inequívoca. De entre las causas posibles, unas atañen a la fiabilidad de las cifras; otras, al comportamiento del mercado de trabajo, y, por último, es muy posible que se trate de cuestiones relacionadas con la inversión y la competencia.

Dejando a un lado los problemas estadísticos originados por cambios en la Contabilidad Nacional y en la EPA, las razones relativas al empleo y las que afectan a la inversión parecen tener un mismo hilo conductor. Hay bastante unanimidad en el diagnóstico de los problemas más importantes del mercado de trabajo español: reducida tasa de ocupación global y muy reducida tasa de ocupación femenina, elevadísima dispersión en las tasas de paro regionales (ergo, nula movilidad geográfica) y alta tasa de temporalidad de la población asalariada. De los tres, el más relacionado con la productividad parece el último; más aún si tenemos en cuenta que la temporalidad viene asociada a una altísima rotación de los contratos o, lo que es igual, a una escasa duración de los mismos. Es suficiente señalar que en los doce últimos meses se han formalizado más de 13,7 millones de contratos y el paro registrado apenas se ha reducido en 67.000 personas. ¿Es sensato suponer que en ese tráfago contractual la productividad puede salir bien parada?

El hilo argumental nos lleva de nuevo a la inversión. Como antes dijimos, la formación bruta de capital fijo ha conocido, en los últimos años, avances notables, aunque también es cierto que la inversión pública, de la que se suponen aportaciones importantes a la productividad, se estancó, tras un importante retroceso en 1997, en porcentajes modestos del PIB. Con todo, según acaba de advertir el CES, la productividad no avanza (ha crecido sólo seis décimas en los últimos tres años y parece haberse reducido en los dos primeros trimestres de 2000). Algo que, por cierto, no fue la pauta del trienio equivalente de la década inmediatamente anterior (1987, 1988 y 1989 también de la fase expansiva), en los que tanto el PIB como el empleo tuvieron tasas mayores de crecimiento, con aumentos de productividad muy superiores a los de ahora.

La paradoja que entraña la actual convivencia del crecimiento de la inversión con la reducción de la productividad sólo cabe explicarla desde un modelo de competitividad que está utilizando al máximo las ventajas coyunturales y desatendiendo el futuro. España mantiene, con respecto de la casi totalidad de sus socios en el euro, unos costes laborales bastante bajos, lo cual nos proporciona una ventaja competitiva. El riesgo de una situación como ésta es tratar de convertir esta posición ventajosa actual en la base fundamental de nuestra competitividad. Hacerlo, además de condenarnos a mantener deprimidas las condiciones de empleo y trabajo en el presente, nos llevaría a perder el desafío del futuro. Algunos de los problemas del mercado de trabajo español son, como hemos visto, un reflejo del mal uso que puede llegar a hacerse de nuestros menores costes laborales. Desde luego, lo son la alta rotación laboral o la infrautilización de las credenciales formativas de la mujer, pero también, la escasa utilización de capital humano en ciencia y tecnología o el bajo aprovechamiento para la formación continua.

La productividad es factor determinante de la competitividad. De su conjunción con los salarios (por cociente entre éstos y aquélla) se derivan los costes laborales unitarios (CLU), que se suponen determinantes de los precios. Pues bien, puede que en los tres años precedentes y en los meses transcurridos de 2000 hayamos conocido uno de los periodos de más acusada moderación salarial de la historia reciente. Esta contención, que tanto satisface a los fanáticos de la cultura de la estabilidad, transmisores de todos los mantras asociados a ella, no se conocía desde los Pactos de la Moncloa, hace ya más de dos décadas. Una evidencia la encontramos en la comparación de cifras de periodos semejantes, ambos expansivos, como son los quinquenios 1987-1991 y 1996-2000. En el primer caso, los salarios ganaron 7,6 puntos de capacidad adquisitiva, y en el segundo, aun inconcluso, ese avance es de 2,2 puntos.

Nótese, pues, que los salarios están trabajando en favor de unos CLU moderados. Así que, si la escalada de los precios no puede achacarse a los "paganos" tradicionales, sólo quedan como responsables los excedentes o beneficios empresariales que, según las cifras de la Central de Balances del Banco de España, vienen creciendo como nunca lo han hecho.

Las cifras de salarios y empleo del último quinquenio configuran un panorama agradable a corto plazo, pero si atendemos además a la evolución de la productividad, plantean serios interrogantes a medio y largo plazo. La primera constatación es que no nos estamos acercando a las pautas que perfilan ese nuevo paradigma denominado nueva economía; la segunda es que lo anterior no es sino la consecuencia de que nuestra economía se haya ido deslizando por un modelo de crecimiento caracterizado por fuertes crecimientos de empleo, con bajos salarios, fortísima rotación y baja productividad. Un modelo que, sin duda, irradiará sus consecuencias hacia el futuro. Ya en el presente, y nos tememos que en el futuro, es posible que la inmigración esté desempeñando un papel relevante en la conservación del modelo. Si no se incrementan los cupos de los legales, aumentarán, como poco en la misma medida, los ilegales, trabajadores que vendrán a reforzar esta deriva con salarios de miseria y baja productividad.

Sólo el tiempo ayudará a dilucidar si este deslizamiento hacia una competitividad perezosa y de dudoso futuro obedece a una opción consciente del Gobierno o es, más bien, el resultado de una conjunción astral. En cualquier caso, entre Florida y California, la economía española parece encaminarse hacia esa costa caribeña. Seamos conscientes de ello.

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