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53º FESTIVAL DE CANNES

Otro hueco filme de Ivory y una delicia neoyorquina del israelí Amos Kollek Se estrena en la Semana de la Crítica el filme español 'Krampack', dirigido por Cesc Gay

Nueva jornada de cine estadounidense. La copa de oro es una nueva burbuja decimonónica, esta vez inspirada en un relato de Henry James, soplada por James Ivory, exquisito adornador de celuloide hueco y cineasta adjetivo, sin sustancia. Mejor cine, menos visto y más vivo es el que hace el israelí, enrolado en la producción independiente neoyorquina, Amos Kollek, que en Fast food, fast women propone una deliciosa comedia de itinerarios cruzados, bella y elegantemente construida.

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Fuera de la sección oficial, en la pantalla cinéfila y periférica de la Semana de la Crítica, se presentó la película española Krampack. Es el segundo largometraje dirigido por el catalán Cesc Gay, que se dio a conocer hace pocos años con Hotel Room, una pequeña película claustrofóbica que contrasta con el aire libre que inunda la pantalla de la película presentada aquí ayer.En esta nueva obra, Cesc Gay se inspira en un texto teatral de Jordi Sánchez, pero atraviesa los muros de la encerrona teatral de donde procede el relato y lo convierte en una película que, aunque a veces se crispa, es abierta, de composición libre y vivamente interpretada por los jóvenes Fernando Ramallo, Marieta Orozco (que debutaron en La buena vida y Barrio, respectivamente) y el recién llegado, y muy singular, Jordi Vilches. El curioso triángulo tiene viveza, espontaneidad y logra a veces inquietar, pese a la ligereza, casi endeblez, de la dirección de actores, que no logra interrelacionar y engarzar bien una con otra las diversas actuaciones individuales, ni dar a la suma de éstas altura de conjunto. Pero la película, gracias a sus rostros, se ve bien y funciona.

En la competición se suceden los títulos, duros de roer, del filme chino Yi Yi (tres horas de intrincado embrollo familiar desarrollado con mucha solvencia por el taiwanés Edward Yang) y del brasileño Estorvo, dirigido por Ruy Guerra con una caligrafía poco menos que indescifrable, ya que la mareante cámara no logra o no quiere traducir a un lenguaje visual inteligible lo que le ocurre, si es que le ocurre algo, al pobre Jorge Perugorría, que se pasa la película dando tumbos, al parecer hecho polvo aunque no logramos saber por qué.

En el polo opuesto, con cámara muy sosegada, La copa de oro, apoyada en el renombre de su director, James Ivory, y por las presencias de sus famosos protagonistas, Uma Thurman y Nick Nolte, se nos ha ofrecido como uno de los filmes candidatos a un lugar seguro en la lista de premios del domingo que viene. Es ésta una injusticia posible e incluso probable, pues el nuevo globo de Ivory sigue dando el pego y haciendo pasar como cine rico a lo que tan solo es cine lujoso, que con frecuencia, y este es un caso, es la peor forma de pobreza cinematográfica.

Archisabida

La copa de oro es una película sabida y archisabida. Nada aporta que no esté trillado por el propio Ivory, que comienza a entrar en la dinámica de ese sumidero del éxito que es el espejo caníbal del autoplagio.

Se está haciendo últimamente habitual, ante la frecuencia con que el cine da síntomas de alimentarse de sí mismo, explicar esta degradación caníbal como una consecuencia inevitable de la avanzada edad del invento. Se dice, demasiado a la ligera, que el cine se ha hecho repentinamente viejo al cumplir un siglo y que todo cuanto la pantalla puede decirnos ya está dicho, por lo que sólo le queda plagiarse, repetirse. Pero basta ver Infiel, de Ingmar Bergman y Liv Ullmann; Enfermera Betty, de Neil LaBute; y ayer Fast food, fast women, de Amos Kollek, para que esta seudoteoría se venga abajo con el silencio de castillos de naipes. Son respectivamente una tragedia, una farsa y una comedia que literalmente reinventan y parecen sacar de la nada a sus modelos o patrones formales.

Lo que Amos Kollek organiza en Fast food, fast women es un originalísimo, gozoso y, lo que es más importante, inédito trenzado de itinerarios cruzados, de idas y venidas, de encuentros y desencuentros de personajes y personajillos en las aceras, las esquinas, los tugurios y los escondrijos amables de una Nueva York llena de crepúsculos, de encanto, de gracia lírica y de viejas verdades incombustibles. Es el enésimo nacimiento, o el eterno renacimiento, de la comedia. El gran cine, que cada día con más frecuencia es el cine pequeño, sigue deslumbrando la mirada con el aire del descubrimiento, con el misterioso nuevo sabor de la antigua luz. Hay películas que nos hacen sentir que paladeamos por primera vez el cine y esta suave comedia es una de ellas.

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