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El agresor, identificado

El fondo marino ha desvelado la causa de la desaparición de los dinosaurios, cuya teoría fue formalada a principios de los años ochenta por un científico de origen asturiano

Frank Kyte ha encontrado por fin lo que buscaba. Durante toda la década, este geólogo de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) ha estado recorriendo el Pacífico, de Alaska a la Antártida, a bordo de barcos oceanográficos capaces de sondear en aguas profundas. Los sedimentos del fondo marino son libros de registros: en ellos, el planeta escribe sus vicisitudes, la mayoría insignificantes: un delicado molusco muere y lega su concha a las profundidades donde, envuelta en fango, se hará testigo de su tiempo como fósil.Otras veces, el acontecimiento es de los que hacen época y el amanuense oceánico lo escribe en grandes letras; aun así, hay que saber leer su idioma. El hallazgo Kyte ha llegado hasta la página adecuada, escrita hace 65 millones de años, y ha encontrado en ella un fragmento minúsculo de meteorito: dos milímetros de lo que los científicos llaman condrita carbonácea han llegado hasta la portada de la revista científica Nature, y desde allí, a toda la prensa del mundo. ¿Qué significan? Literalmente, que la Tierra fue visitada entonces por un habitante del espacio profundo, de una zona llamada cinturón de asteroides. En ella, miles de cuerpos pequeños como grava o tan grandes como planetoides giran en órbitas alteradas sin cesar por la atracción del gigantesco Júpiter. Hace millones de años, dos de estos cuerpos chocaron, y un fragmento roto, de unos 10 kilómetros de diámetro, se acercó a la Tierra. Nuestro planeta le atrajo, y en el momento de la colisión su velocidad era ya de 25 kilómetros por segundo. La Tierra era hace 65 millones de años un planeta bien distinto, un mundo de reptiles que habían crecido hasta tamaños gigantescos, lo que les convertía en los mayores predadores terrestres, aéreos y marinos. En sus cálidos océanos (el agua, a unos 15 grados en el mismo polo norte, hubiese permitido placenteros baños) pululaban cantidades inmensas de plancton, hoy convertidas en petróleo. El choque abrió una depresión en forma de olla y casi 40 kilómetros de profundidad. Las rocas que había en el área del impacto (tanto las del proyectil como las del blanco) se volatilizaron y formaron una onda de choque a alta temperatura que recorrió el planeta causando innumerables incendios. El material periférico, que sufrió temperaturas menos elevadas, se fundió o fue triturado e incorporado a la onda de choque, semejante a un muro de polvo y roca que lo destruyó todo en cientos de kilómetros. El polvo y el hollín de los incendios llegaron a la estratosfera y allí permanecieron , bloqueando parte de la radiación solar, enfriando la Tierra y dificultando la fotosíntesis. ¿Fue este teórico frío contrarrestado por un efecto invernadero, producido por la liberación de CO2?

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Un experto en impactos

Esto último sería inevitable si, como parece, el impacto se produjo sobre calizas, rocas que desprenden este gas al calentarse. Pero no es fácil reconstruir en detalle la catástrofe, y sobre todo cómo afectó a los seres vivos. Sí sabemos que los carroñeros (los que no se extinguiesen) tuvieron trabajo: más de la mitad del plancton y de los vertebrados (y entre éstos, todos los dinosaurios, grandes o pequeños) fueron borrados del libro de la vida. Las ideas anteriores fueron lanzadas en 1980 por un grupo dirigido por el científico de origen asturiano Luis Álvarez, premio Nobel de Física en 1968, de la Universidad de California, y causaron un intenso debate.

No sin razón, sus adversarios se quejaron de que, ciertas o falsas, su carácter espectacular hacía que llegasen de forma inmediata al gran público. ¿Estaba el sensacionalismo sustituyendo a la ciencia? Junto a esta cuestión filosófica, surgieron otras más difíciles de contestar: ¿por qué no se extinguieron también los cocodrilos y otros reptiles? ¿No estaba demostrado que los dinosaurios eran un grupo en decadencia, ya que muchos se habían extinguido antes de la fecha fatídica? ¿No podían muchos de los efectos ambientales propuestos haber sido causados por una enorme erupción volcánica? Pero la pregunta más difícil era por qué no se había localizado ningún gran cráter de impacto de esta edad.

En términos geológicos, la colisión del supuesto asteroide era reciente, sólo 65 millones de años (el planeta tiene 4.500 millones de años de historia). ¿Dónde estaba su huella? En 1991, un grupo de geólogos de la Universidad de Arizona consiguió autorización para revisar, con sus colegas mexicanos, los testigos de sondeos realizados en el golfo de México, en busca de petróleo, muchos años antes. El nivel depositado 65 millones de años atrás resultó contener espesos niveles de vidrio (¿la roca fundida y luego enfriada?) y enormes volúmenes de brechas, tal vez las rocas destrozadas en el choque. Reconocimientos aéreos permitieron detectar una estructura circular de 180 kilómetros de diámetro, ahora cubierta por sedimentos recientes (el amanuense había continuado escribiendo): el mayor cráter de impacto descubierto hasta ahora en nuestro planeta.

La hipótesis del impacto había ganado una batalla, pero la guerra prosiguió, y fue una guerra global: los dos bandos libraron escaramuzas sobre el terreno (como una famosa excursión al norte de México en 1994, donde la ola gigante causada por el impacto quedó reivindicada), pero también en lugares más exóticos, como Tunicia (donde una mayoría de micropaleontólogos decidió que la mayoría del plancton no había perecido "de muerte natural", sino como consecuencia del impacto), o a bordo de los buques oceanográficos, buscando en la página clave la rúbrica del agresor (que suele firmar con iridio, un metal semejante al platino, raro en la Tierra, pero común en los meteoritos). Como en todas las guerras, hubo momentos de desánimo en cada bando: a mediados de los noventa, Álvarez modificó su hipótesis proponiendo que el cuerpo impactante había sido un cometa. Este evidente signo de debilidad, que coincidió con erupciones volcánicas gigantes, como la del Pinatubo, reactivó la hipótesis volcánica; pero esta euforia duró poco, cuando se demostró que los grandes volcanes activos hacía 65 millones de años no habían emitido iridio en absoluto. Al fin, como en muchos conflictos de la antigüedad, la guerra se ha decidido en el mar. En sus viajes al pasado, Kyte estaba recorriendo unos extraños mares. En ellos, el asesino dejó una prenda olvidada, una esquirla de sí mismo. No era un cometa, sino un asteroide, y de los más comunes: más del 75% de los pobladores del cinturón son, como nuestro visitante, condritas carbonáceas, asteroides con interesantes contenidos en agua y carbono. Como sabemos, estas sustancias son esenciales para la vida. ¿Pudieron asteroides similares, que chocasen contra la Tierra en sus comienzos, influir en el origen de nuestra biosfera, además de ser, como en este caso, portadores de muerte? ¿Volverán para proseguir su obra de modelar la biosfera de éste y quizá de otros planetas? A pesar de los esfuerzos de los defensores del impacto, no se ha podido demostrar que las otras grandes extinciones de la historia de la Tierra hayan sido causadas por otros choques; es más, parece haber otras colisiones de las que la vida sale bien librada. ¿Por qué? Ésta es una pregunta que hoy no sabemos responder. En 1991, el paleontólogo David Raup, uno de los creyentes en la eficacia de los asteroides como modeladores de la evolución, se atrevió a formular la gran pregunta: ¿con qué frecuencia estadística caerá un asteroide capaz de exterminar toda la vida existente sobre la Tierra? La respuesta es estadística: cada 2.000 millones de años. Tenemos, por tanto, tiempo para seguir intentando comprender.

Francisco Anguita es profesor de Planetología de la Facultad de Ciencias de la Universidad Complutense.

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