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Todos tenemos historia

Joaquín Estefanía

Confirmados los tactos de codos, con té, ramos de flores y chocolates belgas incluidos, entre lady Thatcher y Augusto Pinochet en Londres, se entiende el recelo con el que algunos liberales se han referido históricamente al modelo chileno. Otros, en cambio, lo convirtieron de inmediato en paradigma de su ortodoxia económica. Hace algunos meses oí en una tertulia radiofónica de la noche a un economista neoliberal español que confundía -ante el escándalo del resto de los contertulios- a los golpistas chilenos con los golpeados, a los verdugos con las víctimas; según el personaje en cuestión, el golpe de Estado constitucional lo había dado el marxista Salvador Allende, y Pinochet no tuvo más remedio que reaccionar para restaurar la economía de mercado. Es una variante extremista de la conocida doctrina Fungairiño, según la cual el general felón pretendía exclusivamente "la sustitución temporal del orden constitucional establecido" a fin de "subsanar las deficiencias de que ese orden constitucional adolecía para mantener la paz pública". El golpe de Estado en Chile, en 1973, ha hecho correr ríos de tinta en libros y medios de comunicación. Por ejemplo, el hoy presidente de Gobierno, José María Aznar, reflexionaba en 1979 sobre el fenómeno abstencionista en unas elecciones generales, y acudía a la analogía chilena; en el periódico La Nueva Rioja, Aznar escribía: "Piensen aquellos que se sienten atraídos por ideales nuevos y por soluciones moderadas y reformistas en los demócratas cristianos chilenos descansando en Viña del Mar, mientras la izquierda, como por otra parte nunca dejó de hacer, votaba en masa y aupaba al poder a Salvador Allende. ¡Cuántas desventuras podría haberse ahorrado el pueblo chileno si en aquella ocasión quienes no lo hicieron hubiesen cumplido con su deber!".

Hace escasos días, con Pinochet ya retenido en la clínica de Londres, escuché -también en la radio- a otro representante de la escuela liberal balbucear que, si bien no se podía dudar de que Pinochet había sido un dictador sanguinario, lo cierto es que, a diferencia de otros, había dejado el poder de forma voluntaria.

Los acontecimientos de la última semana actualizan el recuerdo de lo sucedido en Chile desde hace un cuarto de siglo. No hay casualidades en la simpatía mutua entre Margaret Thatcher y Pinochet, aparte de sus coincidencias en la guerra de las Malvinas. La dama de hierro fue una gran admiradora de las políticas económicas aplicadas por Pinochet; tanto la revolución conservadora como la política económica aplicada por los militares golpistas tuvieron uno de sus principales ejes filosóficos en la Escuela de Chicago.

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En el Chile de Pinochet se dio uno de los experimentos más puros de economía neoliberal. La fórmula fue la de una férrea dictadura política acompañada de una privatización casi absoluta de la economía. Lo que los economistas de la Escuela de Chicago soñaron, pero no pudieron experimentar en la década de los setenta en el centro del sistema -por las resistencias que los ciudadanos imponían a las consecuencias socialmente más dolorosas de sus políticas-, lo hicieron en el Chile militar, sin sindicatos libres ni sociedad civil organizada.

Noviembre de 1981: los socios latinoamericanos de la sociedad liberal Mont Pelerin se reúnen en Viña del Mar. Creada el año 1947 por una cuarentena de personalidades escogidas por el economista austriaco, premio Nobel de Economía y padre fundador del liberalismo económico moderno, Friedrich von Hayek, la Mont Pelerin toma su nombre de la aldea suiza en la que se encerraron, en un coloquio de diez días, para convencer al mundo de que "los valores centrales de la civilización están en peligro" y de que la libertad estaba amenazada por "un declive en las ideas favorables a la propiedad privada y a la competencia del mercado, ya que, en ausencia de la difusión del poder y de la iniciativa que permiten estas instituciones, es difícil imaginar una sociedad en la que sea posible preservar eficazmente la libertad".

La Mont Pelerin jamás se reunió en España mientras vivió el general Franco, pero sí lo hizo en el Chile de Pinochet, con gran aprovechamiento del aparato propagandístico de éste. Preside la reunión de Viña del Mar el principal guru liberal vivo, el prestigioso premio Nobel de Economía Milton Friedman, fundador de la Escuela de Chicago. La prensa chilena de la época, dominada por una férrea censura activa y pasiva, aporta para las hemerotecas la imagen de Pinochet acompañado de un Friedman sonriente y del resto de los miembros de la sociedad liberal. Reunida la Mont Pelerin a puerta cerrada, los medios de comunicación reproducen la opinión de Friedman: es peligroso imponer el modelo chicaguiano bajo condiciones militares, ya que "es perfectamente posible aplicarlo bajo un régimen de democracia". Milton Friedman -su libro y el de su mujer, Rose, Libertad de elegir, es en esa época, por paradójico que parezca, un éxito de ventas en Santiago de Chile- llega a la capital chilena procedente de Lima, donde, preguntado en una entrevista de televisión acerca de si tenía alguna duda moral al observar que sus teorías eran aplicadas en ocasiones en países con Gobiernos autoritarios, responde: "No, no me gustan los Gobiernos militares, pero busco el mal menor".

Algún tiempo antes, otro premio Nobel de Economía, el socialdemócrata Gunnar Myrdal, había pedido la disolución de tal galardón por estar muy ideologizado siempre en el mismo sentido. Las palabras de Myrdal se referían, precisamente, a la legitimación que la Escuela de Chicago daba al régimen pinochetista y a la Junta Militar argentina.

La presencia de Friedman en Santiago, o el hecho de que su libro fuese un best-seller, no era una casualidad. Las personas que dirigían la economía chilena, Sergio de Castro, Sergio de la Cuadra, Rolf Lüders, André Sanfuentes, Álvaro Bardón, etcétera, habían estudiado con él en Chicago. ¿Cómo se produjo ese extraño maridaje entre anarcocapitalistas civiles, provenientes de Chicago, y militares fascistas, totalitarios, corporativistas como Pinochet y sus gemelos? A finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, la Universidad Católica de Chile estableció un convenio con la Escuela de Chicago; un grupo de chilenos fue a estudiar con Friedman y sus ayudantes. Fueron la primera generación de Chicago Boys chilenos; luego volvieron y enseñaron el monetarismo en la Facultad de Económicas de la Universidad Católica de Santiago, que se convirtió en un reducto suyo.

Con los Gobiernos de la Unidad Popular, algunos de los chicagos abandonaron el país, pero

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otros siguieron enseñando. Estos últimos, convencidos de que Salvador Allende duraría poco, elaboraron un modelo económico para Chile que Pinochet les compró inmediatamente, cuando dio el golpe y bombardeó el palacio de la Moneda, con Salvador Allende dentro.

Unas versiones indican que los Chicago Boys se ofrecieron a los militares; otras, que fueron llamados por Pinochet. La verdad sobre este asunto forma parte de la letra pequeña de la historia. Pero no lo es que con su presencia en los sucesivos Gabinetes de Pinochet -su imagen juvenil, algunos con melena larga y apariencia preyuppy, contrastaba con los uniformes militares de los sublevados- legitimaron a la dictadura (algo parecido sucedió en Argentina, aunque Martínez de Hoz, el guru económico de Videla, tenía otros registros, además de los de la Escuela de Chicago). También demostraron que la identificación mecánica entre democracia y economía de mercado es una falacia (algo que los españoles ya habíamos entendido en el tardofranquismo).

Las personas que provienen de partidos e ideologías de izquierda llevan ya bastante tiempo haciéndose la autocrítica y rectificando muchas de las posiciones dogmáticas y de los errores que un día defendieron (y todavía deberán continuar haciéndolo en más ocasiones). Pero ha llegado la hora de que los neoliberales paguen también alguna copa. Todos tenemos historia. Hasta ahora se ha dado la paradoja de que el arrepentimiento y la mala conciencia han provenido casi siempre del mismo campo ideológico. Pocas veces hemos conocido miércoles de ceniza de los conservadores que un día apoyaron los golpes militares, ni de los ultraliberales que, en su fundamentalismo, los legitimaron. Esta podía ser una buena ocasión.

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