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Caro Giacomo

Fernando Savater

Entre los grandes hombres del siglo XVIII considero a Kant el más sabio, a Diderot el más simpático, a Voltaire el más admirable... pero envidiar, lo que se dice envidiar, es a Casanova al que envidio. Claro que sus méritos puramente intelectuales no resisten la comparación con los de los antes citados ni con otros ilustres del siglo ilustrado por excelencia. Como observó con malicia no exenta de afecto su amigo el príncipe de Ligne, las únicas cosas que Casanova no sabía hacer eran aquéllas en las que se pretendía experto. Mejor dicho: las llevaba a cabo muy bien excepto cuando pretendía oficiar de autor insigne. Siempre es cómico, salvo si le da por escribir una comedia; siempre es filósofo -o philosophe, al menos- salvo cuando pretende escribir filosofía; tiene buen oído hasta que se pone a componer música o se convierte en crítico musical; no hay nadie con mayor imaginación que él, hasta que se empeña en dar a luz un apólogo fantástico, etcétera. La verdad es que resulta imposible encontrar alguien menos profesional en nada que él. Es la quintaesencia del amateur -¡cómo no!-, del aficionado caradura capaz de fingir convincentemente todos los talentos ante los no especialistas, pero no de realizar una obra maestra en ningún campo.Salvo en uno, donde la cualidad de experto nunca es reconocida como tal y ninguna academia sabe discernir laureles. La única especialidad en la que Casanova fue maestro indisputable fue en vivir: nunca ha habido mejor vividor que él. Vivió de manera tan completa y notable que fue capaz de vivir dos veces, una como protagonista de su gesta vital y otra como minucioso cronista, capaz de rememorarlo todo inventándolo de nuevo, es decir, viviéndolo otra vez. Para llevar a cabo una obra maestra en cualquier terreno artístico o científico es necesario poner la vida al servicio de una tarea, de un empeño que una vez realizado consiga su propia existencia separada, objetiva. Pero Casanova todo cuanto hizo lo puso al servicio de su vida misma y hasta sus memorias las escribió exclusivamente para seguir viviendo, para no decaer del todo vitalmente. Y sin embargo así consiguió de forma adventicia lo imperecedero, mientras no hacía sino resistirse hasta el final a perecer.

Hay mucho en Casanova de elemental, de fuerza de la naturaleza. Sobre todo y por encima de todo, hay en él una prodigiosa salud. Los que creen que el erotismo consiste en refinamientos perversos que brotan de lo exangüe, de lo estragado o de lo desfalleciente harán bien en no frecuentar las páginas de sus memorias. Probablemente las encontrarán tan aburridas «como leer una guía de teléfonos», igual que le pasó a Fellini, que dirigió una excelente película sobre Casanova siendo él mismo lo más opuesto a Casanova que imaginarse pueda. Para empezar, el gran Giacomo no tiene nada de lánguido ni de enclenque morboso. Es un gigantón cetrino, con músculos que rompen las costuras de los jubones acuchillados de terciopelo y con órganos cuyo funcionamiento bastaría para alimentar las fantasías más reconfortantes de un consumidor de Viagra: messer sempre pronto, para decirlo con finura. Le distingue por tanto lo bravío de su apetito: «Me han gustado los manjares de sabor fuerte: el paté de macarrones hecho por un buen cocinero napolitano, la olla podrida de los españoles, el bacalao de Terranova, bien pegajoso, la caza de aroma embriagador y los quesos cuya perfección se pone de manifiesto cuando los pequeños seres que en ellos se forman comienzan a hacerse visibles. En cuanto a las mujeres, siempre me ha parecido dulce el olor de las que he amado». No hizo melindres ante nada y nadie se los hizo a él tampoco: ¡vivan el jugo, la grasa, los fuertes aromas y la turgencia! Por algo el gran Federico de Prusia, cuando se lo encontró en 1764 en el parque de Sans-Souci, comentó ponderativamente: «¿Sabéis que sois un hombre muy hermoso?».

Pese a sus pujos de hidalguía, lo suyo no fue la sutileza cortés ni la leve gracia de los pasos de danza, como le reprocha comprensivamente el príncipe de Ligne. Su campo era la energía arrolladora y la invasión. Pero haríamos muy mal tomándole por un bruto, porque en el trance erótico siempre se rindió a sus piezas como único medio de rendirlas mejor. Fue un depredador amable. Sin duda se sirvió de las mujeres, pero sirviéndolas y a todas por igual: no hubo nadie más democrático en su gusto sexual, más igualador de fregonas y princesas, de púberes y talludas, de lindas y feúchas, de putas y casadas. A todas les encontró su gracia vaginal y del goce de todas se preocupó tanto como del propio, para obtener el propio. «Hizo felices a muchas mujeres sin volver a ninguna histérica», según observa Stefan Zweig en el magnífico estudio que le dedica en Tres poetas de sus vidas. Pese a que colaboró con Lorenzo da Ponte en el libreto de Don Giovanni, una diferencia esencial le separa del otro gran libertino: Don Juan es el seductor contra cuyas mañas se previenen las mujeres entre sí (¡no caigas en sus redes!), mientras que a Casanova se lo recomiendan unas a otras (pruébalo, merece la pena...).

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¿Que a esto no se le puede llamar amor? Pues sí, fue una forma de amor que Sainte-Beuve -otro de sus comentaristas- define como «un amor vivo, tierno, gozoso, sucesivo y olvidadizo, en el que el alma no interviene más que para adornar los sentidos, aligerarlos y sonreírles, no para torturarles con celos y remordimientos». Gratificante y agradecido también, según anota él mismo al narrar uno de sus encuentros: «Dos horas enteras transcurrieron en los más dulces arrebatos. Por fin, arrobados y satisfechos el uno del otro, mirándonos con la mayor ternura, juntos exclamamos: ¡amor, gracias!». Las amantes le perdonaban que se fuera en pos de la próxima, presintiendo que no les había quitado nada sino que les había dado cuanto sabía dar (es significativo que algunos de los panegíricos actuales más notables de este macho total hayan sido escritos por mujeres: Chantal Thomas, Lydia Flem...).

Aparte del amor, su pasión predominante, ¿qué hizo Casanova en su vida? Prácticamente de todo, salvo trabajar honradamente y aburrirse. Fue jugador, eclesiástico, estudiante de medicina y doctor en leyes, nigromante, violinista, espía, alcahuete, inventor de loterías, traductor de La Ilíada, militar, libretista de Mozart, diplomático, confidente de la Inquisición, secretario de políticos influyentes, cabalista, masón, gacetillero, empresario teatral y también textil, polemista, falsificador, matemático... Huyó de muchos lugares y fue expulsado de otros tantos. Se escapó de la cárcel de los Plomos de Venecia, tras cruzar suspirando el puente que todos sabemos; se batió en duelo en Varsovia, dejando malherido al postoli Branicki, lo que aceleró notablemente su partida de Polonia; en Madrid conoce la cárcel del Buen Retiro, después intenta colaborar con Olavide en la repoblación de Sierra Morena y acaba otra vez encarcelado en Barcelona, por amoríos con la mantenida del gobernador. Le expulsan de Viena, de Turín, de Florencia y sale por pies de Londres cuando las cosas se ponen feas. Viaja, viaja sin cesar por la Europa ilustrada y prerrevolucionaria, en la que aún se podía deambular sin salvoconductos con sólo invocar a gente amable o mostrar caradura, conoce a Voltaire, a Cagliostro y a Goe the, aún tiene tiempo de repudiar por escrito a Robespierre... En tanto ajetreo no varía de carácter, pero sí de nombre: Giacomo Girolamo Casanova será también el caballero de Seingalt, Eupolemo Pentanero, Antonio Patroli, Angelo Patrolini et alii.

Y, claro está, envejece. Nunca ha tenido casa. Sólo su orgullo: «Es orgulloso porque no es nada ni tiene nada», señala el príncipe de Ligne. Pero envejece. Reconoce que «el hombre viejo tiene por enemigo a la Naturaleza entera». Acaba asilado como bibliotecario del conde de Waldstein, en el castillo de Dux, en Bohemia. Se acabaron los amores y el libre vagabundear. Entonces escribe sus memorias para rumiar de nuevo su vida prodigiosa, sin olvidar ni un detalle, inventando cuando haga falta, carnales, nostálgicas, cínicas, impenitentes. El frío prusiano le penetra los huesos, los criados del conde se burlan de él y de sus ínfulas, ya no volverá nunca a Venecia. Allí morirá el 4 de junio de 1798, menos de un mes antes de que otro Giacomo ilustre, Leopardi, haya de nacer en Recanati. Sale el siglo sensual y optimista, llega el desencantado y dolorido. «Pero -anota al comienzo de sus memorias- desmentiré a todos los que me vengan a decir que he muerto». Y en verdad no muere, porque cuando la mano de hielo del comendador estrujó la suya y la voz de ultratumba le conminó (pentiti!), él contestó que no. Escribió su vida, nos la entregó para que revivamos su apetito formidable y su Europa infinita de sabios, de embaucadores, de revolucionarios. Luego respondió a la muerte sin arrepentimiento: no.

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

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