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El hombre de luto

Juan José Millás

Cuando oigo la palabra viudo sufro un apagón momentáneo, y al regresar la luz veo a un hombre de traje oscuro y corbata negra avanzando por la calle de Canillas en dirección a la casa de sus suegros, que vivían junto a la nuestra. Fue el primer viudo de mi existencia y, aunque no vivía en el barrio, iba todos los domingos a comer con los padres de la muerta que había sido su mujer. Yo me escondía para verle llegar con toda su desesperación a cuestas, e intentaba leer los estragos que había dejado en él el fallecimiento de la esposa. Aquella necesidad de visitar una y otra vez la casa donde ella había vivido era el indicador de un daño nuevo, raro, para un adolescente ávido de percepciones insólitas. Percibía a aquel hombre como a un ser incompleto: un guante que ha perdido a su pareja, o un calcetín impar cuyo compañero ha sido devorado por los intestinos de la lavadora eléctrica (las de entonces eran más voraces que las de ahora, saciadas con una servilleta por sesión).No había más que mirarle para darse cuenta, en efecto, de que era la mitad de un conjunto que continuaba funcionando por una suerte de inercia incomprensible, como cuando se le arranca la cabeza a una gallina y a pesar de ello consigue volar durante unos segundos que cortan la respiración al verdugo y a los espectadores. El viudo daba la impresión de volar sin cabeza. Mi interés por observar sus movimientos no era otro que el de ver cuánto duraba el vuelo. Quería asistir al desplome para observar su modo de caer y tomar nota, pues, aunque personalmente no era viudo (cómo iba a serlo con 12 o 13 años), siempre me había sentido incompleto, ignoro por qué. Durante un tiempo fantaseé con la posibilidad de ser el superviviente de una pareja de gemelos, pero parece que no: nací en solitario, como la mayoría de la gente, de modo que no sé de dónde me venía esta sensación de estar inconcluso, inacabado, como un calcetín sin pareja.

A veces salía de mi escondite para hacerme el encontradizo con el hombre de luto, pero nunca llegó a verme, aunque en algunas ocasiones me mirara. Él iba todo el rato atento a un suceso interior, una catástrofe sin duda, y sólo utilizaba los ojos para no tropezar con los obstáculos callejeros, entre los que me incluía yo, sin formarse sobre ellos opinión alguna. Mi padre lo llamaba individuo por alguna razón que nunca llegué a alcanzar.

-Ya ha venido el individuo -a comer con sus suegros -decía.

-Viene todos los domingos -respondía mi madre.

Yo, que tenía problemas fonéticos, no oía individuo, sino indiviudo, como es lógico, y durante mucho tiempo pensé que ése era el modo culto de referirse a los varones que han perdido a su mujer. Me sacó más tarde de dudas un profesor de Lengua, a propósito de una redacción que llené de viudos de clase baja e indiviudos de clase alta.

El caso es que por aquellos días llegó a Madrid la Coca-Cola precedida de un aparato promocional desorbitado. El prestigio de esta bebida, aun cuando nadie la hubiera probado todavía, era tal que nos moríamos por las chapas de sus botellas, en las que incrustábamos los rostros de nuestros actores o futbolistas preferidos. Una tarde corrió la voz de que un camión lleno de coca-colas se habíaapostado junto al mercado de López de Hoyos, dondé ahora está la boca de metro de Prosperidad, y que regalaba el preciado líquido al que pasara por allí. Corrimos, como es natural, desde todos los rincones del barrio en busca de aquella experiencia comercial americana y conseguimos nuestro tesoro. Yo lo recibí de manos del viudo o del indiviudo, al que sorprendí encaramado al camión con un uniforme de la marca, para la que sin duda trabajaba.

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Me gustó el refresco, pero me pareció una bebida triste, enlutada (de. hecho, era negra, cuando, si los americanos hubieran querido, con el poder que se les suponía, podría haber sido verde o amarilla), Desde entonces, siempre que pido una coca-cola en el bar se me funden los plomos durante unos segundos y veo dentro de mí la calle de Canillas, por la que avanza un hombre roto, un indiviudo, que quizá a estas alturas se haya reunido ya con su otra mitad. RIP.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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