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Una pobre cerilla

Javier Marías

¿Por qué se vuelven a traducir los libros ya traducidos en el pasado, los grandes clásicos e incluso los no tan grandes y los no tan clásicos? Parece claro que el motivo principal es que las lenguas cambian y envejecen. Los textos originales son intocables, casi sagrados. Como señaló Borges, un español o un hispanohablante no admitirían, como comienzo del Quijote, palabras distintas de éstas: "En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor", del mismo modo que un alemán no aceptaría otras que "Als Gregor Samsa eines Morgens aus unruhigen Träumen erwachte, fand er sich in seinem Bett zu einem ungeheuren Ungeziefer verwantelt" para el inicio de La metamorfosis, de Kafka. Cualquier variación en español o en alemán, respectivamente, por mínima que fuese, nos resultaría inaceptable. Así, los españoles tenemos la desgracia de que la lengua del Quijote nos será cada vez más lejana, y cada vez necesitaremos más notas a pie de página para leerlo. La misma desgracia sufrirán los alemanes respecto a La metamorfosis o a La montaña mágica o a Las afinidades electivas, que serán iguales para siempre, cada vez más distantes e incomprensibles. Pero en cambio esos textos podrán ser traducidos una y otra vez, cada vez a la lengua propia de su tiempo, sin dejar de ser ellos mismos, de manera semejante a como una partitura musical puede ser interpretada infinitas veces, con infinidad de diferentes matices, velocidades, instrumentos, según los intérpretes, sin dejar de ser ella misma. La partitura no cambia, pero suena distinta cada vez que se la interpreta, y en realidad es dudoso que exista cuando no es interpretada, cuando no tiene lugar, o no acontece. Los textos originales son un poco como las partituras musicales; las traducciones son un poco como las ejecuciones o plasmaciones de lo que sin ellas está callado, y va palideciendo con el tiempo, o se va convirtiendo en jeroglífico para los descendientes de quien escribió el irrepetible e intocable e inalterable texto.Así, tal vez ocurra algo semejante con la literatura misma. Podríamos preguntarnos por qué seguimos escribiendo novelas y poesías y dramas y ensayos después de la interminable lista de obras maestras que nos precede, en las que todo parece estar ya contenido y expresado y dicho y pensado. Los múltiples agoreros de nuestro tiempo exclaman una y otra vez: "La novela ha muerto. La literatura ha muerto. No hay nada que añadir. Todo está inventado. Más vale callarse", como si tuvieran grandes deseos de que en efecto fuera así, de que ya no hubiera más textos ni más historias ni más reflexiones. A esos agoreros tradicionales se unen las voces que hipócritamente culpan a los nuevos y no tan nuevos modos de entretenimiento (desde la televisión hasta el Internet, supongo, aunque nunca he tenido un ordenador en las manos e ignoro si son tan entretenidos) de estar desplazando y arrinconando y acabando con la literatura. Quienes lanzan estos lamentos y acusaciones no parecen tener mucha fe en aquello que están defendiendo y que ellos mismos a veces practican, la literatura, cuando la ven tan frágil y además la reducen a eso, a una forma de entretenimiento, lo cual sin duda puede la literatura ser en numerosas ocasiones, pero no siempre o no solamente.

La literatura es también una forma de pensamiento, y una de las principales, y no creo que a eso pueda renunciar el mundo, sobre todo porque ese pensar literario -en forma de narraciones o historias o de versos o de diálogos y monólogos- nos viene acompañando desde hace demasiados siglos. Hay cosas que sabemos sólo porque la literatura nos las ha mostrado, o nos ha permitido tomar conciencia de ellas y reconocerlas. Hay saberes e intuiciones que no son expresables o no se manifiestan en un lenguaje exclusivamente racional: ni técnico, ni filosófico, ni económico, ni religioso, ni científico, ni desde luego político, ni tan siquiera psicológico.

Hay una enorme zona de sombra en la que sólo la literatura y las artes en general penetran; seguramente, como dijo mi maestro Juan Benet, no para iluminarla y esclarecerla, sino para percibir su inmensidad y su complejidad al encender una pobre cerilla que al menos nos permite ver que está ahí, esa zona, y no olvidarla. La literatura nos permite entendernos un poco mejor a nosotros mismos y también al mundo, ambas cosas vienen a ser idénticas. Y de eso, sin duda, y por muchas renuncias idiotas que estén haciendo deliberadamente los hombres y las mujeres contemporáneos, es imposible prescindir del todo si no queremos convertirnos en primitivos llenos de saberes prácticos.

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Así, quizá seguimos escribiendo literatura, y leyendo la que se escribe hoy día, porque cada época necesita esa clase de pensamiento aplicado a sí misma, porque precisamos la indagación de nuestra propia zona de sombra, que no coincide en todo con la de nuestros antepasados.

Los alemanes futuros tendrán el privilegio de seguir leyendo el Quijote en su lengua alemana futura y no en una arcaica; los españoles tendremos de seguir leyendo La metamorfosis o La montaña mágica en nuestro español futuro y no en uno arcaico. Honrar y premiar a un autor extranjero supone un acto de generosidad, por supuesto, pero también de verdadero entendimiento del hecho literario, y de su misterio.

El extranjero hoy aquí honrado se siente un poco como una nota a pie de página al lado de algunos de los anteriores galardonados. Pero pueden estar seguros de que, al menos, haciéndolo mal o regular o bien en el ejercicio de su escritura, se cuenta entre los que, en esta época dubitativa y soberbia a un tiempo, no ha renunciado a lo que dije antes: a pensar literariamente y a indagar en nuestras sombras.

Javier Marías es escritor. Texto del discurso pronunciado al recibir, el pasado 7 de diciembre, el Premio Internacional Nelly Sachs en la ciudad alemana de Dortmund.

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