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Gresca vetusta

Les observo desde hace varios años. Una tertulia de las que se celebran en Madrid, ya cada vez menos, en torno a manteles limpios y precio asequible, pagado a escote. Alguna vez los comensales son tres, otras desbordan la docena y juntos suman un milenio. Esta reunión de varones, tan típica en nuestra ciudad, suele tener como denominador que ninguno ha nacido aquí y que todos ejercen el común hábito de hablar al mismo tiempo, lo que hace innecesaria la coincidencia de criterios. El español, que no escucha a su prójimo, tampoco espera ser rebatido con argumentos ni pretende que prevalezca su opinión. De profesiones liberales, abundan, como en la mayoría de estos cónclaves, los abogados en las distintas variedades de la curia, algún médico, boticario y negociante próspero. Frisan los 75 años, sobrellevados con decoro y buen apetito, y deduzco que trabajan por libre para no descender del nivel que apenas cubre la más suculenta de las jubilaciones. Buena gente de brega que nunca perpetró actos reprobables, de esos que llevan al enriquecimiento, a la proscripción social y luego a Carabanchel.Como también es sólito, hay un par de ellos que hablan más alto y hay quien apenas puede expresar un juicio hilado, aunque todos paguen lo mismo. Proceden, cronológica e irremediablemente, del largo periodo franquista, y enternece escuchar alguna retrospectiva protesta de fervor democrático, ni pedida ni esperada, cuando su estabilizado presente y corto porvenir no exigen depuraciones y tampoco apostasías. Esbozado el cuadro, el otro día sobrevino la explosión. Quién sabe qué contacto disparó la chispa cuando el más estentóreo portavoz de sí mismo, sin provocación aparente, desató un torrente de ácidas, broncas y violentas invectivas contra el servicio militar obligatorio, extravagante asunto que no afectaba ni a la tercera generación descendente de los maduros comensales.

Quienes, en mesas vecinas, apenas reparaban en los inocentes exabruptos ni entendían los variados galimatías de tan sesudos varones quedaron pasmados ante el extemporáneo estruendo verbal que envolvió el recinto como la onda expansiva de una generosa carga de amonal. Pareció como si alguien se hubiese declarado inconciliable enemigo del cuadrado de la hipotenusa. La relativa continencia expresiva saltó en esquirlas malsonantes, atronadoras, con tacos y referencias personales, sumamente severas, referidas a la dudosa reputación de la madre del servicio militar obligatorio.

Se derramó un espeso silencio en el amplio comedor como única expectativa de que la galerna fuera de corta duración. Vana esperanza cuando el hispano, por valetudinario y caduco que parezca, rompe los diques de sus convicciones o, simplemente, le da por ahí. Quedamos todos sumidos en un vergonzante mutismo, abatida la mirada sobre la sopa o el revuelto de ajetes, confiados en que el silencio enjugase tamaña desmesura y cesase aquella explosión de amok, tan infrecuente en la meseta castellana. Cuando se detuvo, otro de los contertulios arreó un fuerte palmetazo con ambas manos sobre la mesa, derramó el más próximo vaso de vino y, acordando el tono de su voz con el del transitorio energúmeno, le salió resueltamente al paso. No toleraba aquellas ofensas, que entendía lesivas para el Ejército y para su calidad de oficial de complemento, algo que, a ojo de buen cubero, podría retrotraerse a medio siglo antes. Con algún esfuerzo, intentó homologarse con el otro. Ambos se alzaron del asiento, vociferando un dúo sin partitura ni acordes, defendiendo las anacrónicas posturas que entreveraban con maldiciones, blasfemias y reniegos, muchos de ellos inéditos para la sorprendida concurrencia. Tuve la sobresaltada suspicacia de que ambos usan bastón, por necesidad o coquetería, y temí que echaran mano de ellos en un salto atrás costumbrista. Como fugaz tormenta, aquello terminó como cabía esperar y como lo dejó dicho en un soneto Miguel de Cervantes, que 400 años no pasan en balde: Caló el chapeo, requirió la espada, / miró al soslayo, fuese, y no hubo nada. Aunque poco faltó. Un niño comentó en voz alta: Mamá, yo quiero volver el sábado que viene.

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