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Hobbes en Albania: ¿dónde está Tocqueville?

Fernando Vallespín

Al ver las imágenes de Albania, algún aficionado al pensamiento político habrá pensado en el modelo de estado de naturaleza que elabora Thomas Hobbes, imaginado como una situación puramente hipotética de individuos conviviendo sin Estado. La descripción, ciertamente dramática, no buscaba otra cosa que demostrar lo que ocurriría si no existiera una autoridad coercitiva investida con todos los poderes necesarios para reprimir los deseos violentos de los hombres y asegurar así la paz social. De repente, gracias al milagroso poder de las imágenes televisivas, nos hemos topado de frente con un ejemplo vivo del experimento mental hobbesiano. Poblaciones enteras armándose, más por protegerse -parece- que para emprender alguna acción política en concreto. Individuos vagando por las calles, armas en ristre a la expectativa de algún acontecimiento; otros ocultándose o intentando emigrar. Si no se ha llegado a mayores, parece que ha sido por la presión de las potencias extranjeras y, como vaticinara Hobbes, por el propio temor de los albaneses a caer en una situación generalizada de guerra de todos contra todos antes de la recomposición de un nuevo poder estatal.Nuestro aficionado a la historia del pensamiento político es probable que recordara también -como implícitamente hacía Vargas Llosa en su último artículo- las reflexiones que hiciera Alexis de Tocqueville sobre lo que constituye una sociedad bien ordenada. Como es conocido,- el sagaz teórico francés ponía el acento sobre la importancia de los "poderes intermedios" entre individuo y Estado como factor vertebrador de la unidad social y garante de su robustez democrática. El asociacionismo voluntario, público y privado, las formas de democracia local y comunitaria y determinadas orientaciones religiosas y civiles -los "hábitos del corazón"- permitían cerrar el paso al siempre amenazador "despotismo administrativo". Qué duda cabe que esto es, precisamente, lo que se echa en falta en Albania, y que casi con toda seguridad haya que responsabilizar le ello al propio sistema estalinista, que durante décadas ha impedido la articulación de una mínima sociedad civil. Como muestra la experiencia le la desaparición del Estado socialista en los países de Europa central y oriental, su capacidad de supervivencia y le integración del sistema democrático y la economía de mercado ha sido directamente proporcional al vigor de su sociedad civil.

El problema, sin embargo -y esto nos ubica ya en el apasionante debate sobre el neoliberalismo que viene acogiendo este periódico a lo largo de los últimos meses-, reside en ver si la propia sociedad de mercado mundializada no constituye a su vez uno de los principales disolventes de estos vínculos integradores de la sociedad. Como ya ha sido recordado en estas páginas, es lo que preocupaba a Adam Smith, quien, recuérdese, además de escribir La riqueza de las naciones, es el autor de La teoría de los sentimientos morales; o a Hegel, cuyas simpatías por el incipiente capitalismo no le impidieron ver su incapacidad para generar una integración normativa unitaria. En esta última teoría, el Estado aparecía así como el necesario correctivo de las tendencias antagónicas de la sociedad civil burguesa, recubriéndola con el necesario cemento integrador de la eticidad comunitaria. Incluso nuestro gran defensor de la sociedad civil, Víctor Pérez Díaz, está dispuesto a reconocer al Estado algún papel en el ejercicio de funciones tales como la integración social o la promoción del sentimiento de identidad colectiva. Pero, y éste es el tema que realmente me interesa aquí, la cuestión estriba en ver hasta qué punto es esto compatible con una sociedad de mercado libre de interferencias y abandonada a sus dinámicas ciegas, que reduce al Estado a mero guardián de la pura eficiencia, pasando a un segundo lugar su papel en la promoción de la justicia; o en qué medida pueden ser salvaguardados los valores de solidaridad y la unión social en un mundo explícitamente abocado a la promoción del interés propio y el enriquecimiento sin límites, que es la cuestión suscitada por Soros.

John Gray, teórico nada sospechoso de oponerse al liberalismo, ha subrayado recientemente cómo una de las consecuencias no intencionadas de las políticas económicas thatcherianas ha sido la vulneración de ethos de instituciones tales como la Administración y el sistema de sanidad públicas, acelerando también en un proceso corrosivo la deslegitimación de la monarquía y la Iglesia de Inglaterra. Al remodelar las instituciones básicas de la sociedad a partir de un "primitivo modelo" de libre intercambio de mercado, habría erosionado también el tradicional gobierno local democrático, sustituido ahora por las instituciones "irresponsables" (unaccountable) del Estado quango, "el aparato de comités cuasi-gubernamental es designado por el Gobierno central para supervisar las operaciones de los servicios públicos recién privatizados". En un efecto de bumerán habría privado al conservadurismo de su auténtico sustento institucional, y los sectores de su electorado que más se habían visto beneficiados por sus políticas serían también los que más se han visto afectados por sus efectos a largo plazo, abriendo así el camino para un nuevo periodo de hegemonía laborista. Y, cabría añadir, propiciando la huida tory hacia un nacionalismo euroescéptico.

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Nadie duda ya a estas alturas que todos los experimentos por conseguir la "emancipación plena" han derivado al final en nuevas formas de despotismo, o que la búsqueda de la "igualdad perfecta" ha desembocado generalmente en la subversión de la libertad. En gran medida, porque los medios a través de los cuales se pretendió alcanzar estos objetivos presuponían una excesiva confianza en la capacidad de los mecanismos de ingeniería política para imponerse sobre la economía, ignorándose la sabiduría de los mercados

para reducir la complejidad y satisfacer fines individuales y sociales. También por la tozuda imposición de supuestos bienes colectivos sobre los valores de la persona individual. Pero no podemos perder de vista que estos mismos valores pueden ser amenazados, intencionalmente o no, desde el mismo momento en que la igualdad y la justicia quedan fuera de la agenda de la política o se utilizan como un mero recurso de retórica electoral. Simpatizo abiertamente con la idea liberal, bien teorizada por Ralf Dahrendorf, que nos presenta la ciudadanía "como una especie de club" dirigido a la protección de sus miembros, para que luego cada cual decida organizar su vida como buenamente le plazca, y la aparta de los "valores fuertes" de la unión étnica y cultural. Pero no creo. que, pudiera sentirme auténticamente miembro del mismo si el destino de quienes de él participan se deja al albur de fuerzas a cuyo control hemos explícitamente renunciado. El problema, que sería ingenuo desdeñar, estriba en ver cómo, son reconciliables los valores de la justicia y la eficacia, la solidaridad y la eficiencia en un mundo crecientemente internacionalizado sin caer en escapismos nacionalistas o en la simple aceptación de lo dado. Y ahora que nos encontramos inmersos en un fascinante proyecto de unión supranacional puede que tengamos una ocasión única de remodelar nuestras instituciones hacia la consecución de esos objetivos. es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.

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Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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