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Crítica:CINE
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La emoción de ver aflorar el talento

No ocurre apenas. Es una rareza y un gozo y un privilegio asistir a la revelación de un artista que rebosa talento y paso a paso se las ingenia para hacemos ver su floración y su cuajo.De David Trueba se sabía, antes de ver La buena vida, que está dotado para urdir con maña películas. Colaboró en la escritura de la magnífica Amo tu cama rica y en el alarde de buen oficio que hay bajo el entramado de Two much. Luego rebajó en densidad, tal vez por exceso de autoindulgencia, la tinta con que escribió Los peores años de nuestra vida, cuya escritura es inteligente (o quizás sólo lista) pero aprendida, mecánica, hecha con cálculos de ojos quemados en salas oscuras, más que con sangre de latidos cordiales, con claroscuros de la memoria viva de las cosas y con ese exiguo puñado de experiencias primordiales que abren la compuerta de la pasión de inventar y construyen verdades en forma de ficción, para luego liberarse de su carga dándoselas a los otros, haciéndolas nuestras.

La buena vida

Dirección y guión: David Trueba. Fotografía: William Lubchansky. Música: Antoine Duhamel. España, 1996. Intérpretes: Fernando Ramallo, Lucía Jiménez, Luis Cuenca, Isabel Otero, Vicky Peña, Jordi Bosch, Joel Joan, Jesús Bonilla. Madrid: cines Roxy, Gran Vía , Lido, Duplex, Princesa, Liceo, Canciller y Renoir.

Esta carencia, que resecó las paredes interiores de su anterior trabajo, desaparece por completo en La buena vida, película completamente hermosa y emocionante, donde corre y se desborda -con el añadido de dificultad de que David Trueba ahora es también quien la materializa en imágenes- esa antigua agua que crea sed en vez de calmarla y en la que flota la escurridiza materia de que está hecho el talento, la capacidad de algunos humildes -el único abono imprescindible para que el talento aflore es la humildad- jugadores a dioses que les permite dar forma a lo informe, hacer luz con sombrío, convertir lo duro en tierno y lo inefable en dicho.

Los ojos del instinto

David Trueba es un cineasta de esta gran estirpe. Las porosas, vivas pese a ser mortecinas -pues sonriendo nos cuentan que bajo el despertar del sexo asoma el hocico la primera percepción de la muerte-imágenes por donde discurre La buena vida son indicio de que detrás de ellas hay un artista capaz de situar su oficio a la altura de los ojos de su instinto y que por ello puede y logra apretar en un relato sencillo muchísimas complejidades.Y que introduce en una fábula amarga la presencia de lo dulce y lo amable: ese choque de sabores y sensaciones encontradas (y sin embargo en desconcertante acuerdo) que plasmadas en una pantalla humedecen con lágrimas la sonrisa que provocan. Es este glorioso acuerdo de contrarios algo que únicamente crea la presencia en una pantalla de auténtica gente viva, que no conocemos pero que inesperadamente (albergados fuera y hechos cosa) reconocemos sorprendidos, conmovidos, agradecidos.

El otro día un colega me pidió, para ponerlas en su periódico, una serie de esas calificaciones en estrellitas que los lectores veloces usan como brújula para orientarse en la cartelera. Al llegar el turno de La buena vida respondí sin pensar, en un bote pronto: "Cinco estrellas", que es el máximo convenido. Era esto lo que me pedía la gana, la real gana, pero hubo una intromisión de esas pausas o interferencias o alertas que encienden las cautelas del oficio y éste me ordenó que bajase un escalón: "No, déjalo en cuatro", rectifiqué.

Me había llegado, en la fría pausa, a la memoria que el director David Trueba no da a su sobrecogedor abuelo Luis Cuenca la anchura de espacio escénico que, su grandeza necesita; que su dolorida, solidaria y vivificadora maestra coja se merece que la veamos un rato en la soledad que la hiere; que no nos hace falta que el simpático gorrón intruso nos cuente su caradura, pues está a la vista; que la guapa prima incendiaria queme su alrededor con la mirada, pues su escena de alegre rompediscos no basta para expresar la punzada de su inmenso abandono, que intuimos pero no palpamos con los ojos.

Son resabios de quienes tenemos el encargo de observar con lupa la gramática de las películas, además de buscarles el alma, si es que (cosa rara en una industria de diversiones desalmadas) la tienen. Reniego ahora de mi cautela: la gramática se aprende, el alma se es. Y La buena vida es toda alma. ¿Hay un maestro detrás de ella? Lo hay, aunque David Trueba es casi un niño en un oficio para curtidos. Crea verdad, ternura y elegancia. Nos reconcilia con nuestros desacuerdos, nos recuerda los olvidos y logra hacernos literalmente volar con sus fantasmas íntimos sobre los techos de París. Es dueño del misterio del talento y su don de la sencillez deja la puerta abierta a la esperanza de que siga siendo humilde y ahondeen el creador ingénito que lleva dentro.

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