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Escuelas

Decía Danton que la primera necesidad de un pueblo, después del pan, es la instrucción. En efecto, hubo un tiempo en que nuestros próceres se ocupaban de la escuela; pero desde hace casi veinte años todo lo que en este país hay que decir sobre la formación de nuestros hijos se reduce a defender o atacar la libertad de enseñanza. Ultimamente, nos imaginamos a la cabeza de Europa, creyendo que la excelencia nos llegará a través del cumplimiento de las variables de Maastricht. Pero si este país no despierta de su autocomplacencia secular, si nuestro sistema escolar ignora los desafíos que tenemos ante nosotros, es muy probable que vengan otros a dirigir nuestra vida económica y social. Escolarizar no es instruir, y me temo que desde hace algún tiempo no aspiramos más que a lo primero.El primer objetivo de la escuela debería ser el aprendizaje, desechando fracasadas teorías según las cuales la diversión debe alumbrar el camino del saber, como apuntaba en un irónico artículo periodístico Luis Landero. Nos debemos a la exigencia si aspiramos a la calidad. No podemos renunciar a un sistema educativo bueno para todos. Va siendo hora de arrumbar la idea de que sólo aquellos que estén dispuestos a pagarla pueden acceder a una esmerada educación. La instrucción es un derecho del que todos deben beneficiarse, pero que en algún momento tiene que discriminar y seleccionar a aquellos que pasarán a sus estadios superiores. Huyendo de la selección económica, la universidad debe ser un instrumento al servicio de la sociedad perfectamente imbricado en el mercado de trabajo.

Dentro de los planes de estudio, las clases de idiomas no son otra cosa que una introducción a la lengua extranjera. El espectáculo de la proliferación de colegios españoles en el extranjero para los hijos de las clases acomodadas resulta bochornoso para aquellos que creen que el sistema educativo tiene la obligación de satisfacer a todos y, en especial, a quienes la casualidad ha puesto en esta vida en inferioridad de condiciones. Otra lamentable laguna en nuestro sistema educativo: la exposición oral y pública de puntos de vista. Frases incoherentes, recurso a la gesticulación y pérdida del hilo conductor de la argumentación son vicios habituales. No estaría de más tratar de corregir este desaguisado, pues aprender a decir las cosas es tanto o más importante que decirlas.

Formar personas debe ser otra de las aspiraciones de nuestra escuela. Hay que inocular en los jóvenes el interés por la cultura, fomentar aficiones que les permitan abrigar cierta vida interior, lo que redundará sin duda en beneficio de la nación. Esta última adolece de vicios que sólo pueden corregirse en las aulas. La tradicional pereza, la falta de amor por el trabajo y el apego a la chapuza no desaparecerán de nuestro suelo hasta que hayamos inculcado en las nuevas generaciones la responsabilidad ante el trabajo y el amor por la obra bien hecha. Porque los maestros son cruciales en la formación de nuestros hijos, no deberíamos tolerar ni un minuto más la desconsideración y el olvido a que los hemos condenado. Los hemos convertido en simples guardianes sin motivación, esperando que regalen los aprobados. Decía una pancarta en una reciente manifestación de maestros en París: "Si la educación os, parece cara, probad con la ignorancia".

Por último, la educación no debe renunciar a mejorar las personas. La transmisión de valores como la igualdad de los sexos y de las personas, la solidaridad con los más débiles, la democracia, el rechazo de la violencia y del racismo, tiene que hacerse en la escuela. Hay que inculcar en los niños todo aquello que respetamos o creemos moralmente superior.

La escuela debe ser todo eso y mucho más. Pasamos en ella años decisivos de nuestra existencia. Por eso hay que deshacerse del sentimiento de resignación y huir de una política de educación nacional alicorta y autocomplaciente que no se acompasa con las metas que nos hemos propuesto.

Juan Fernández Trigo es diplomático.

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