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Tribuna
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Horizontes e inercias

Las elecciones del 3 de marzo han dibujado un mapa político en el que las distintas formaciones se encuentran ante posibles horizontes pero en él que operan ciertas inercias que pueden dificultar o retrasar la marcha hacia ellos. Éste es obviamente el caso de la izquierda, y en ella, de los socialistas. Dadas las circuntancias en que se realizó la consulta, el resultado del 3 de marzo es el mejor entre los que hubiese podido esperar el partido socialista. También es el más positivo, tanto para el mantenimiento de su cohesión interior como para el punto de partida de una reconstrucción ideológica y organizativa. Abre un horizonte bastante claro, el avance hacia el cual pueden entorpecer, sin embargo, o retrasar esas inercias manifestadas en la vida del partido en los últimos años.Una victoria configurada en el último momento -que naturalmente no habría podido arrojar una mayoría absoluta en su favor- habría obligado a intentar la reconstrucción de una relación con los nacionalistas catalanes deteriorada o imposibilitada desde septiembre. Dos años de incomodidad, amenaza de inestabilidad y de desconcierto en la opinión pública que se decanta por la izquierda, se habrían prolongado. Sobre todo se habría pro longado el clima de irritación, la práctica de la descalificación; la tendencia a confundir dos opciones políticas con dos versiones del país incompatibles porque los medios que acompañaron al PP en su esfuerzo sembraron las semillas de una confrontación entre dos Españas; mientras que la reacción última de la izquierda se galvanizó precisamente para no dejar pasar (el "no pasarán" eficaz pero peligroso) el fantasma del pasado.

Una victoria in extremis de los socialistas habría arrojado, pues,. sobre su líder la responsabilidad de tipo excepcional de quien se impone a las circunstancias más adversas: hipertrofiando la importancia de su carisma y colocando la vida política en un clima de decisión excepcional que difícilmente se compadece con la admisión de la normalidad y relativización, de reducción del carácter crítico de una elección, que es lo que mejor corresponde aI régimen democrático.

Desde la otra cara, el fracaso de la derecha en circunstancias tan favorables como las creadas por las campañas sobre la corrupción y por el normal desgaste del Gobierno hubiese convencido a los partidarios de una política conservadora de que por el procedimiento normal y sin apelar a la amenaza de la catástrofe les sería difícil triunfar. En definitiva, la derecha, que representa un porcentaje importante de la opinión del país, habría oscilado entre el desánimo derrotista y la radicalización.

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Los socialistas se hubiesen encontrado en la complicada situación de ser responsables de una gobernabilidad a la que difícilmente hubiesen podido contribuir los nacionalistas. De haber arrojado las urnas un resultado muy claro en contra de los socialistas, la primera lectura habría sido que su dirección y sobre todo su líder, Felipe González, estaban descalificados. Esto es lo que se presentó como objetivo esencial en el periodo anterior a la campaña. Durante más de año y medio, el objetivo de la pugna apareció no ya como la alternativa en el poder, sino como la descalificación del Gobierno y de su presidente. Habría sido cruento, injusto y un reflejo iconoclasta que opera en todas las sociedades, y sin duda no ha sido infrecuente en la nuestra. Parte de la opinión reaccionó contra el radicalismo de esta apuesta, en realidad más acentuada en ciertos medios de información que en la plataforma electoral.

Una derrota por un amplio margen habría sometido al PSOE a una fuerte tensión. Ocurre en este partido -que es el mío- que desde hace al menos tres años se han entablado numerosas pugnas parciales o concretas -locales, regionales, nacionales- sin que los contendientes, más bien guerrilleros que vuelven a sus casas cuando cae el sol, hayan sido capaces de formular en términos de ideas sus diferencias. Ni hayan sido capaces de señalar liderazgos posibles o reales. Tres años más bien perdidos en la tarea ineludible -y difícilmente aplazable- de tantear una lectura de lo que debe ser el socialismo en esta época caracterizada por el fin de la estructura internacional de bloques, la globalización de la economía, la fragmentación de clases, una cultura y una ética en cambio profundo y una crisis del valor de la política. Con carencias de discurso y debate de ideas evidentes, con una anemia de vida de organización, con un balance general muy positivo en el gobierno pero no formulado suficientemente como mensaje, muy dependiente de la imagen de triunfador y aglutinador de su líder. Una derrota seria del PSOE este marzo pasado habría, más que inaugurado un debate interior serio y radical -en base a posiciones claras-, aumentando la guerrilla de personas, intereses, reflejos y simplificaciones.

Una derrota socialista por amplio margen habría significado una victoria del PP que le habría colocado cerca de la mayoría absoluta, lo que le hubiese evitado la tarea de moderación, normalización y compromiso que, como hemos dicho antes, operase en su beneficio y en el del país.

El resultado hace percibir un horizonte despejado para los socialistas. Les coloca, sobre todo, en una situación cómoda. La cuestión reside en si esa comodidad va a permitir una reconstrucción de su mensaje y una adaptación de su función, o si la holgura de la situación va a resultar en un desarrollo de sus inercias.

La situación coloca a los socialistas ante el tema de la izquierda en nuestro país. Existe en él una mayoría sociológica y cultural de izquierdas que se manifiesta en unos resultados favorables y reiterados de la izquierda in toto. Un 49% del voto, sobre un 46,5%, de las opciones que llamamos de progreso. Mayor diferencia si matizamos el carácter totalmente de derechas de los nacionalistas catalanes y vascos, y si no agregamos -¿por qué no?- a la izquierda del BNG.

Se dice que la derecha va unida a la elección: no la izquierda, lo que ha provocado un Gobierno conservador. Se añade que con el mismo voto que en 1993, la izquierda ha enviado de 10 a 15 diputados menos al Congreso. Y que la falta de ofertas unitarias en el Senado ha retrotraído el equilibrio en esta Cámara a lo que se pensaba antes de 1982 que sería el dominante.

Evidentemente el 10,6% de sufragios para IU es decisivo para, en las circunstancias que se desarrollan desde los años noventa, predecir una mayoría de izquierdas que no dependa de la voluntad y limitaciones propias de los nacionalistas.

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Pero pensar en la agregación de ésta representa olvidar muchas cosas; entre ellas, la evolución de la izquierda desde que se definió el mapa político al final de la transición. Un porcentaje de este voto no será nunca integrable en el total, aunque solamente fuera porque es la traducción de una cultura que no ha admitido el sistema tal y como se realizó (amalgama de ruptura/reforma, aceptación de los condicionamientos del entorno internacional). Pero es cierto que una traslación de un 2% o un 2,5% de este voto le daría en una elección una mayoría suficiente al PSOE. El objetivo de sorpasso nunca ha sido real, es decir, posible; el acercamiento no se ha verificado.. La búsqueda de una diferencia en la práctica parlamentaria y en el debate ideológico excluiría cada vez más a IU de la función de ser decisiva en un bloque de progreso. Jugar a la contra es una dirección táctica pero no estratégica. Cuanto más que la función de oposición a la derecha en el Parlamento teñirá la acción del PSOE con rasgos más a la izquierda de lo que le permitía su acción de gobierno.

Pero, si las dificultades por parte y parte son evidentes, nada excluye la necesidad de formular ámbitos de contacto para, primero, una reflexión común; luego, para que las coincidencias en la posición frente a la derecha no sean meros reflejos naturales, sino que se articulen en posiciones comunes.

El horizonte del PSOE corno resultado de la elección se Concreta en tres grandes temas: a) el carácter de su oposición; b) la preparación de su eventual vuelta al poder; c) la posibilidad o gran dificultad de su renovación. Junto a la viabilidad de la acción para alcanzarlos, hay que superar las inercias y rémoras que derivan de su cultura tal y como se ha venido definiendo desde los años setenta.

El PSOE realizó una eficaz oposición a los gobiernos de UCD. En el ánimo de sus miembros, también en el juicio de los analistas, operaba la convicción de que la transición y el afianzamiento del régimen democrático se manifestarían en el hecho de la alternancia, mediante la subida al poder de los socialistas. No era inevitable, ni se produciría natural y mecánicamente. Pero era lógico. Sin llegar al "todo vale", las batallas parlamentarias eran la manifestación a escala de las cámaras de un, proceso natural, general, social. La oposición se enfrentó con éxito con otras tareas: legitimar social y psicológicamente a los líderes de sustitución; convertirse en la única izquierda posible y útil; normalizar la ascensión de la izquierda en el marco de la opinión nacional e internacional. No era necesario detallar el cambio; éste consistía en que el país funcionase; que sustituyese con una posición nacional dependencias exteriores; completar la renovación del personal político.

La oposición ahora es diferente. En primer lugar, no encarna el carácter natural del cambio. Una vuelta al poder de los socialistas no significa la recuperación de la España plural en todas sus virtualidades. Lo que existe ahora no es una novación radical respecto a lo que actuaba el 2 de marzo -repito que tal vez porque el PP no ha obtenido la mayoría absoluta- y una vuelta del PSOE no significará una situación nueva, en el sentido de inédita.

Esto convierte al ejercicio de la oposición en algo no mecánico, ni simple, ni agónico. Por otra parte, la proximidad del ejercicio del poder centra el contenido de los mensajes que reduzcan el valor de lo actual.

Pero, en sentido contrario y complementario, la creencia de que mecánicamente, por la dificultad de ejercer el PP el gobierno en circunstancias de dependencia de otras fuerzas, por supuesta incapacidad de su dirección o porque el país cuenta con una mayoría sociológica que se inclinaría hacia el centro izquierda, los socialistas, mediante una oposición puntual, de puntos concretos, van a volver muy pronto al poder es una creencia que puede verificarse, pero que no tiene inevitablemente que ser así.

Porque los conservadores pueden gobernar razonablemente en el plano técnico, en una situación que tanto depende de las dimensiones externas, sobre todo europeas; no caer en un radicalismo derechista descalificador y, a la vez, alimentar una tendencia que han acariciado pero no han sabido instrumentar: que son conservadores pero que no rechazan la modernidad y que su proyecto representa la desaparición de los obstáculos que la regimentación estatalista opone al desarrollo de la creatividad.

Los socialistas estarán obligados no a debelar las opiniones opuestas, ni a descalificar a sus expositores, ni siquiera a realzar cotidianamente las diferencias de calidad entre uno y otro líder, sino a exponer cómo se desarrollará lo que se ha logrado desde 1982 a 1996, en base a una lectura general de la sociedad en que vivimos.

Esa construcción es lo que no solamente favorece la vuelta al poder, sino que le otorga sentido.

Pero este planteamiento en el terreno de las ideas implica en el plano de la organización que lo promueva una difícil tarea de vitalización de la misma. Un cambio de la cultura nacida en una situación en la que lo esencial era la reconstrucción urgente y las circunstancias azarosas de un partido, y luego el apoyo a un Gobierno y al jefe de este Gobierno, el líder del partido.

Es explicable que tras el alivio del resultado -en parte exagerando su bondad- y en el periodo de la conversión técnica de gobierno a oposición, dirección, militantes y quienes apoyan la organización no tengan demasiada prisa en enfrentar tareas de gran envergadura y amplia complejidad. Tareas que se alzan frente a toda la izquierda occidental. Pero, concentrarse únicamente en la cotidiana tarea de oposición, no ya de desgaste lícito al competidor y contrincante, es quedarse en la mitad de' la tarea que compromete a quienes no renuncian a cambiar el mundo, en un proceso gradual y acumulativo, pero a cambiarlo.

Fernando Morán es eurodiputado socialista.

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