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Tribuna
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Varios premios

Antonio Muñoz Molina

Pocas cosas parecen más aterradoras en estos tiempos que recibir en España un premio literario. En las fechas previas a las deliberaciones del jurado la sociedad culta y periodística alcanza una fecundidad de chismes, vaticinios, apuestas y chantajes velados o explícitos no inferior a la de un casino de provincias de antes de la guerra, uno de aquellos casinos feroces, con quinqués y sillones de gutapercha festoneados de caspa en los que penó sus purgatorios sucesivos don Antonio Machado, quien por cierto fue jurado de un premio nacional, el de 1925, ganado por el primer libro de versos de un escritor de Cádiz. El enrarecimiento de los vaticinios alcanza un paroxismo de tensión en los minutos previos a la lectura de los resultados: imagino que los finalistas oscilarán entre el contenido e impúdico deseo de ser elegidos y el terror de que esto les suceda, y se acordarán de la terrible admonición de los dioses antiguos: "¡Desdichado, tendrás aquello que deseas!".Juicio público

Porque al ganador, que puede ser excelente y también puede ser normal, o mediocre, o desastroso, se le someterá enseguida a una especie de despiadado juicio público, se le conducirá delante de un populoso sanedrín mucho más proclive al ejercicio de la hostilidad que al de la benevolencia, y tan enconado en sus posiciones adversas que el valor de la obra en cuestión o la figura de su autor quedan en un segundo término. Habrá quien lo celebre o lo defienda por la razón miserable de que al recibir él ese premio no se lo han dado a otro: habrá quien lo someta a consideraciones humillantes no por lo que ha escrito, sino porque al premiarlo a él se le ha negado el galardón a otro escritor de más mérito. En otros tiempos, hace años, los periódicos publicaban, junto a la noticia del premio, algunos comentarios cuidadosos de escritores y críticos: ahora proceden a una rápida encuesta para contabilizar entusiasmos o decepciones, síes y noes inapelables, y a uno le dan ganas de proponer que los premios se entreguen por re feréndum nacional, o por ese sistema de llamadas de teléfono computadorizadas que ahora se usa en algunos programas ab yectos de la televisión.

Escribo tras repasar en los periódicos los dictámenes del sanedrín intelectual sobre el Premio Cervantes de Mario Vargas Llosa, y no deja de asombrarme que una gran parte de las condenas y de las absoluciones dependan de la pregunta de si Mario Vargas Llosa merece o no merece el premio. ¿Desde cuándo son los escritores quienes han de merecerse los premios, y no los premios los que pueden o no estar a la altura de los escritores a quienes se les dan o se, les niegan? No hay premios mejores o peores, porque lo que importa de ellos es el autor o el libro que los denigran o los justifican, y porque al cabo de un tiempo, muy poco, si el libro dura nadie se acordará del premio que obtuvo, y si se desmorona al paso de los años el premio no lo salvará del olvido. ¿Hay alguien que llegue a penetrar en esas murallas chinas encuadernadas en piel sintética y con letras doradas -que son las colecciones completas de los Premios Nobel de literatura? A Faulkner lo seguiría leyendo uno aunque no hubiera ganado el Premio Nobel de 1949, y de Winston Churchill, que también fue premio Nobel, y de literatua, por cierto, no creo yo que haya leído nadie ni una sola página en el último medio siglo.

A Mario Vargas Llosa, de quien no estaría mal recordar, en esta tierra olvidadiza, que ha escrito La casa verde, La ciudad y los perros y Conversación en la catedral, acaban de darle el Premio Cervantes: me alegra intensamente que alguien a quien admiro vea reconocido públicamente su trabajo, y sin duda me habría alegrado también que el premio hubiera recaído en cualquier otro de los escritores de su envergadura que escriben ahora mismo en mi lengua, pero no creo que Mario Vargas Llosa sea mejor ni peor novelista por haberlo ganado, ni que su elección constituya una injuria para ningún otro escritor. ¿No habría que recordar que los premios no son tan importantes, que la literatura, a diferencia del Ejército, no es un escalafón en el que se asciende automúticamente por antigüedad o por méritos de guerra, ni siquiera de guerra literaria, que suele tender a las sordideces y a las trapacerías de la guerra sucia?

Intrigas

Aquí parece que levantan más pasiones los premios que los libros, y ya no sabe uno qué es más vulgar, si las intrigas que algunos urden para que los favorezcan los jurados o esas declaraciones de incorruptibilidad en. las que de antemano se rechazan los premios, aun antes de que se vislumbre la probabilidad de ganarlos. ¿De verdad sería tan deshonroso para Gabriel García Márquez ganar un premio que han recibido antes, por decir unos cuantos nombres, Juan Rulfo, Adolfo Bíoy Casares, Miguel Delibes, Augusto Roa Bastos, Carlos Fuentes, Juan Carlos Onetti ... ?

La literatura es un oficio al que uno se dedica exactamente porque le da la gana, y el valor de cada libro lo decide en su intimidad el lector y lo fortifica o lo destruye el tiempo, sin que en esa tarea de justicia intervengan a largo plazo ni los antojos de los críticos ni los errores o aciertos de los jurados de los premios. Nadie tiene la obligación de admirar: ningún escritor tiene el derecho inapelable a un reconocimiento oficial que en ningún caso añade ni quita nada al valor de su obra. Es posible además que quien más disfrute con un premio no sea el autor que lo recibe, sino algunos de sus lectores más incondicionales.

Decía Borges que más que de los libros que había escrito se enorgullecía de los que había leído. Los premios de los que yo más me enorgullezco son los Nobel de Faulkner, de Albert Camus, de Elías Canetti, de Kenzaburo Oé, el Cervantes que le dieron en 1980 a Juan Carlos Onetti

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