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Madrid, por los suelos

Madrid ha dejado de ser una ciudad afable, lo que está en relación directa con las condiciones que impone la estructura material urbana. La responsabilidad de las autoridades municipales, según la autora, es total. Se han dejado hacer barrios enteros sin infraestructuras, y ahora se explota el suelo y el subsuelo fomentando el tráfico y la crispación cuando la recuperación de la ciudad pasa por frenar el urbanismo salvaje, impulsar el transporte público y ampliar las zonas verdes y exclusivas de peatones.

El sociólogo alemán Georg Simmel, en una conferencia titulada Metrópolis y mentalidades, trataba de explicar las causas de esa tensión nerviosa que caracteriza a los habitantes de las grandes ciudades. A su juicio, esa peculiar forma de ser ciudadana es el resultado de un intercambio rápido e ininterrumpido de estímulos. Encuentros fugaces, cambios incesantes de escenario, relaciones impersonales generan un tipo de mentalidad urbana que resulta perfectamente acorde con la economía monetaria.Durante mucho tiempo Madrid fue para los foráneos una ciudad en la que eran compatibles una mezcla perfectamente dosificada de agilidad, marcha y excitación, con la cordialidad y el buen humor propios de una población que conservaba todavía en parte unas pautas de sociabilidad características de las pequeñas ciudades o de las zonas rurales. En la actualidad ese equilibrio se ha roto. La tradicional afabilidad de los madrileños resulta cada vez más un estereotipo de los tiempos en los que la Villa y Corte se despertaba apaciblemente, cuando los visitantes un podían percibir ese olor ácido y seco de los pueblos manchegos. Las relaciones mercantiles se han impuesto a las relaciones sociales. Los presuntos intereses económicos han eclipsado las demandas ciudadanas de sociabilidad. Precisamente por esto la población en general es mucho más sensible a los grandes inconvenientes de las megalópolis: ruido, polución, suciedad, soledad.

El predominio de la pesada materialidad, funcionando con una lógica autónoma, tiende a eximir a los habitantes de la ciudad de su propia responsabilidad en los asuntos públicos. No hay espacio para la participación. Como máximo, en los distritos, en los barrios, grupos aislados de vecinos reclaman de la administración municipal una atención preferencial, exigen que sus problemas sectoriales de transporte, de limpieza y de seguridad se vean resueltos al margen de las soluciones para la ciudad en su conjunto. Y es que se ha producido un proceso de desagregación urbana, de ruptura de la cohesión y la integración territorial. Las movilizaciones locales y sectoriales responden a problemas puntuales, a desigualdades existentes entre las diferentes zonas urbanas (desde las residenciales hasta los guetos); expresan los efectos derivados de una segmentación espacial.

A medida que crece el perímetro de una aglomeración de población resulta más difícil armonizar los conflictos de intereses. Ante tantos problemas complejos nunca faltan los arbitristas que dicen poseer en propiedad la lámpara de Aladino. Las soluciones milagrosas resultan tan temibles como las soluciones exclusivamente técnicas a las que recurren con frecuencia los responsables municipales. Aún más, los proyectos de remodelación orquestados exclusivamente en nombre del urbanismo pueden ser todavía más peligrosos porque cuentan con el apoyo de los órganos de decisión y de ejecución a los más altos niveles.

Ciudadanía crispada

Salvo honrosas excepciones, las autoridades municipales han sido también responsables del deterioro de Madrid. En esta ciudad se han destruido bulevares, se han derribado palacios y edificios centenarios, se han erigido, con total premeditación y alevosía, las más invivibles barriadas, carentes de servicios elementales. Los vecinos ya apenas esperan soluciones racionales. La frustración ha dejado paso a la crispación y a la desmovilización, lo que, a su vez, favorece que el autoritarismo tecnocrático monopolice las grandes decisiones que afectan a la. integridad del tejido urbano. Dicho en otros términos, se crean las condiciones para minar la ciudad, lo que supone a la vez un empobrecimiento político, social y cultural.

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Cada día existe un mayor número de personas que piensan que el tráfico rodado es el principal factor de degradación de las grandes urbes. Lo que beneficia a un supuesto tráfico fluido perjudica a la calidad de las relaciones sociales y a la calidad de vida en general. No se explica, pues, que tantos y tantos partidarios de un Madrid peatonal no encuentren prácticamente eco entre los gobernantes de la ciudad ni grandes apoyos en los medios de comunicación. El éxito alcanzado con la rehabilitación de Atocha, las protestas por los intentos de remodelación de la plaza de Oriente, o por el paso subterráneo de Corazón de María, deberían de servir de punto de partida para nuevas medidas de defensa de la ecología urbana.

Madrid podría ser una de las ciudades europeas que contase con un cielo más azul y transparente si no fuese por la contaminación de los coches. Convertir esta ciudad en un espacio respirable y atractivo es el gran reto que ningún responsable municipal se ha atrevido a asumir en serio. Olvidan que, como ha señalado Robert Park, las relaciones entre los individuos que componen la población de una ciudad están determinadas por las condiciones que les impone la estructura material urbana, e incluso por las regulaciones formales de un gobierno local, además de estar lo por las interacciones directas e indirectas que los individuos y grupos establecen entre sí.

Ciudad limpia y afable

Hacer del rompeolas de todas las Españas una ciudad tranquila, llena de viandantes y de vehículos no contaminantes, limpia y afable, no tendría, por otra parte, por qué resultar antieconómico. El proyecto de una ciudad de servicios, una ciudad turística que sabe promocionar el buen tiempo climático, una ciudad con terrazas, cafés, museos, espectáculos y alrededores como Toledo, Segovia, Alcalá, Cuenca, Aranjuez, El Escorial y otros muchos, no resulta compatible con la equivocada apuesta municipal que confunde modernidad con tubos de escape, por lo que promueve túneles, nuevas avenidas, viales, ensanches, en fin, la creación de nuevos nudos de conexión para el tráfico. Los intereses que responden a la venta de coches, al consumo de gasolina, a la construcción de aparcamientos y, quizá, a otros más inconfesables, adquieren así prioridad frente a la calidad de vida, la salud y el turismo, aunque ello suponga para los contribuyentes desembolsos económicos importantes, además de ruidos, molestias y transformaciones del territorio urbano hasta convertirlo en algo irreconocible y despersonalizado.

El suelo de la capital es un espacio público para uso y disfrute de residentes y visitantes, por lo que no debe de ser hipotecado por intereses a corto plazo y de más cortas miras. Los pasos subterráneos y los túneles no son tan visibles ni aparentemente tan agresivos como los pasos elevados de la época Arias Navarro, pero constituyen, sin duda, un fuerte atentado a la convivialidad al dividir y destruir barrios con vida propia, al tiempo que incrementan las malas vibraciones para apenas solventar los problemas del tráfico rodado. Es preciso poner freno al urbanismo salvaje, que, además de suponer un despilfarro de los fondos públicos, desplaza constantemente en el tiempo y en el espacio la adopción de medidas urgentes más racionales y globales. Esos fondos podrían invertirse en reconstruir bulevares, facilitar el acceso por tren al aeropuerto, potenciar los transportes públicos no contaminantes, recuperar los tranvías, promover la circulación en bicicleta, incrementar los trenes de cercanías, mejorar las conexiones del metro con las estaciones ferroviarias, incrementar y cuidar las zonas de parques y jardines, promover campañas de limpieza y un sinfin de otras medidas posibles y necesarias.

En la actualidad, a la especulación del suelo se ha añadido la del subsuelo. A base de excavar la ciudad como los topos, los gobiernos municipales se han olvidado del cielo de Madrid. ¿Sería mucho pedir que los dañinos roedores urbanos dejasen el suelo donde lo encontraron y apartasen sus sucias manos de la ciudad? Para que las necesidades y de seos de tantos ciudadanos se hiciesen realidad se requirirían representantes municipales -con oposición incluida- que afrontasen con realismo e imaginación los problemas de Madrid. Un gobierno municipal debería ser capaz de negociar soluciones colectivas menos traumáticas de las que se han adoptado en los últimos decenios y de las que se pretenden adoptar, debería ser capaz, en fin, de no recurrir a expropiar un suelo y un subsuelo que per tenecen a los habitantes de la ciudad. Se lo reconocerán las generaciones futuras, y en la actualidad se lo agradecería mos todos, incluidos niños, mendigos y perros callejeros.

Julia Varela es socióloga, profesora en la Universidad Complutense.

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