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Una transición nada natural

Primero dijeron: "Que los españoles nos presenten su rey. Así tendremos una transición pacífica"

Aún no había terminado el año 1989 y se trataba, claro esta, de un chiste. Circulaba por Budapest y otros lugares y, como todos los chistes, tenía un trasfondo serio. Al año siguiente, casi todos los europeos del Este se encontraron con que se habían librado de sus dirigentes comunistas. Volvieron a pensar entonces en España, para convencerse de una vez de que construyendo una economía de mercado acabarían definitivamente con las secuelas de la dictadura. ¿No era eso lo que había ocurrido después de la muerte de Franco?

De hecho estaban comparando situaciones no comparables. La economía de mercado existía ya bajo el régimen de Franco y su desarrollo contribuyó a minar las bases de un sistema político arcaico. La situación en Europa central y oriental es muy diferente.

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La transición entre el socialismo de tipo soviético y el capitalismo no tiene nada de natural. Es esencialmente voluntarista. Se trata de pasar de un sistema que funcionaba muy mal, pero que tenía su coherencia, a un sistema cuyas bases prácticamente no existían y cuya coherencia aún no está establecida.

Ha habido que tomar mil decisiones —y todavía quedan muchas por tomar— para que los precios se adapten al coste de la producción, para que se establezcan nuevas reglas de contabilidad, para que se instaure un verdadero sistema fiscal para que funcionen las colectividades locales y se defina el estatuto de la propiedad. Naturalmente, la privatización de una economía completamente nacionalizada se ha considerado como el elemento principal de la transición. Pero está demostrando ser especialmente difícil.

Es cierto que la privatización del pequeño comercio, de empresa artesanal y de buena parte de los servicios sólo plantea algunos problemas relativamente sencillos, al menos en Europa central. Muy distinto es caso de las grandes privatizaciones, debido a la debilidad del ahorro y a la ausencia de una clase de empresarios modernos.

Hay que encontrar fórmulas que permitan privatizar sin capital, o con un capital inicial muy reducido. Estas fórmulas existen. Algunas rayan en la expropiación fraudulenta, por parte de antiguos miembros de la nomenklatura, de trozos de empresas hábilmente desmanteladas. Otras, más virtuosas, tienden a asociar al conjunto de los ciudadanos en el proceso de privatización distribuyendo entre ellos cupones que, en el futuro, podrán cambiarse por títulos de propiedad. Por último, otras cuentan con las inversiones extranjeras y con una coincidencia de circunstancias favorables.

Pero, en cualquier caso, el gran obstáculo es de orden social. Sanear las economías del este de Europa implica el cierre de numerosas empresas, y en aquellas que tienen futuro, una reestructuración de plantilla. Se pasa así de un asalariado cautivo (sin libertad de organización, sin derecho a la huelga) a un asalariado libre pero expuesto a riesgos. Y esos riesgos son inmensos. El temor a un crecimiento demasiado rápido del paro y a las explosiones sociales que podrían producirse frena el entusiasmo de los reformadores.

Algunos llegan a preguntarse si el recurso a métodos autoritarios no facilitaría la transición. Ciertamente el regreso a la dictadura es impensable, pero escondido tras los movimientos nacionalistas se ve aparecer lo que Adam Michnik llama de una manera muy graciosa un "anticomunismo de rostro bolchevique", que sigue no el modelo de España, sino el de Corea, Taiwan, y el de la China de Deng Xiao Ping.

¿Qué puede hacer Occidente para impedir semejante evolución?.

Por supuesto, incrementar sus ayudas, pero sobre todo coordinarlas en función de una verdadera estrategia. Las necesidades de inversión son inmensas y, en cierto modo, están fue la de nuestro alcance. Si Occidente tuviera que hacer por el conjunto de los países del Este (410 millones de habitantes) el mismo esfuerzo que lleva a cabo, y que va a seguir manteniendo, Alemania Occidental en favor de la RDA (16 millones de habitantes), llegaríamos, según un estudio de la Wirtschafwoche, a un total de 30 billones de marcos, o sea, ¡15 billones de dólares!.

Por tanto, hay que destinar y seleccionar mejor las ayudas, establecer prioridades con los países interesados y abrir nuestros mercados a las exportaciones del Este, lo cual no será nada fácil.

Este es el precio que tendremos que pagar para poder consolidar unas democracias jóvenes y frágiles y, en definitiva, proteger mejor las nuestras.

Gilles Martinet es periodista y ex embajador de Francia en Roma.

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