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La 'visión de los vencidos' de América

¿Celebrar el descubrimiento de América o recordar el encuentro violento con pueblos y culturas prehispánicas? Se celebran las victorias y se recuerdan las derrotas. En esta aventura histórica, España fue la parte militar y política victoriosa; nada de extrañar, pues, que por nuestro lado domine el sentimiento orgulloso de haber hecho algo grande. Y no me refiero a la política oficial u oficiosa del V Centenario cuanto al sentimiento difuso y persistente alimentado por enciclopedias de primaria, relatos literarios, monumentos populares o ideologizaciones políticas. Justo lo contrario de la otra parte.Porque existen los otros, los que estaban allí y fueron vencidos y cuyos relatos no han cesado de contarse y transmitirse de generación en generación. Es la visión de los vencidos, título además de una recopilación de testimonios madrugadores -los de Motolinía, fray Bernardino de Sahagún, así como relatos mayas y nahuas- llevado a cabo por el mexicano León Portilla. No es un libro cualquiera, por la sencilla razón de que, es aquí donde los niños mexicanos beben, en buena parte, la imagen que los indios de Tenochtitlán, Tlateloco, Chalco o Tlaxcala se hicieron de los españoles y de la conquista de sus tierras.

Con la distancia que dan 500 años, ¡qué menos que acercarse a la visión de los vencidos! Si hoy late en una y otra parte el deseo de universalidad, es decir, de superar visiones parciales en vistas a unas relaciones de solidaridad, esta visión de los vencidos esclarece una parte de nuestra identidad.

De acuerdo con todos esos testimonios, Cortés y acompañantes se beneficiaron de las creencias mexicanas inquietas en aquellos momentos con la inminente vuelta del dios Quetzalcóatl. Fueron recibidos como dioses. Claro que al irlos conociendo más de cerca, al ver su reacción ante los objetos de oro que les envió Moctezuma, al tener noticias de las matanzas de Cholula y al contemplarlos cara a cara en Techonochitián, ocurrió lo inevitable: que el aura se desvaneció y despertaron a la realidad de un grupo conquistador. Tuvo que enfrentarse el mundo indígena, casi mágico, con la sagacidad práctica de estos aventureros. Cuando empezaron a palpar los primeros objetos de oro, "se les puso risueña la cara", dicen aquellos relatos, "como si fueran monos levantaban el oro... como unos puercos hambrientos ansiaban el oro". Así los veían.

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Era lógico que los nativos espiaran cada movimiento, cada reacción de estos "bárbaros con lengua extraña, lengua salvaje". La descripción que hacen ellos tras la matanza de Cholula marca el tono: "Algunos van llevando puesto hierro, van ataviados de hierro, van relumbrando. Por esto se los vio con gran temor, van infundiendo espanto en todo: son muy espantosos, son horrendos". Temor que quita el sueño a Moctezuma, se apodera de los jefes y acaba grabándose para siempre en la retina del pueblo: "Llorad, amigos míos, / tened entendido que con estos hechos hemos perdido la nación mexicatl. / ¡El agua se ha acedado, se acedió la comida. / Esto es lo que ha hecho el dador de la vida en Tlatelolco!". Del temor sacro se ha pasado al horror que infunden esos guerreros más fuertes que les convierte en esclavos. En sus coplas y memorias se repetirá como una maldición la última estrofa: "Donde llegaban los españoles, todo quedaba desolado". La religión no podía escapar a su consideración, pues pronto relacionaron dominios políticos con conversión religiosa. Ya tempranamente, en un momento clave, en la célebre matanza del Templo Mayor durante la fiesta de Tóxcatl, se identifica a los matones como cristianos: "Luego comienza el canto y baile. Va guiando a la gente un joven capitán; tiene su bezote ya puesto... Apenas ha comenzado el canto, uno a uno van saliendo los cristianos, van pasando entre la gente, luego de cuatro en cuatro fueron a apostarse en las entradas".

Entiéndase bien: no se trata de absolutizar un relato como la verdad histórica, sino de entender cómo vio la otra parte el mismo acontecimiento. Y la visión de los vencidos no incita al festejo, sino a la memoria.

Pero recordar, ¿para qué? Nosotros necesitamos hacer nuestros los recuerdos de los otros para salir del ensimismamiento. Es verdad que la España contemporánea es consciente de sus límites y no tiene el menor inconveniente en integrarse en unidades económicas, culturas o políticas superiores. Pero todo eso podría ser una insensata huida hacia adelante, si no fuéramos conscientes de unas responsabilidades que se han ido tejiendo en tomo a lo que hemos ido siendo. La visión de los vencidos nos trae a la memoria responsabilidades adquiridas, acciones nuestras (de la España con la que nos identificamos) violentas e injustas que tienen que ver con los problemas actuales de esos países.

El error sería pensar que puesto que no las recordamos, ni forman parte de nuestra visión de aquellos hechos, están saldadas. No están saldadas ni podrán serlo en la medida en que afectan a generaciones que han desaparecido. Pero al ser contadas por los otros, de generación en generación se actualiza la denuncia, la reivindicación de sus derechos pendientes. Esa historia, así contada, afecta a la relación de los pueblos de uno y otro lado que son herederos de aquellos lejanos y sobresalientes acontecimientos.

Afecta a los españoles, no tanto en el sentido de que nuestro relativo bienestar tenga que ver con el oro americano y su relativo malestar con nuestra antigua explotación (las cosas son, evidentemente, más complejas, aunque bien vale aquí lo de "de aquellos polvos estos Iodos") cuanto en un sentido moral: nuestra historia es, en buena parte, un botín. En el Zócalo de la ciudad de México puede apreciarse cómo la catedral de la religión llevada a América por España se levanta sobre las ruinas del Templo Mayor azteca. La cultura vencedora construye con las mismas piedras de la cultura vencida. Esa historia invita a una doble reflexión: sólo interiorizando la razón de los vencidos podemos evitar que cese la lógica del dominio, claramente manifiesta en la conquista de América y en todas las conquistas. El pueblo poderoso o la lógica del pueblo poderoso carece en sí misma de mecanismos para poner coto a su ambición; sólo si hace propia la causa de los vencidos, esto es, el derecho del otro a que se le respete en su dignidad. Ésa sería la benéfica "venganza de Moctezuma": hacernos ver que sin ellos no somos capaces de ser morales, pues ellos nos desvelan una responsabilidad que por nuestra cuenta difícilmente descubriríamos.

La segunda consideración: el reconocimiento de la deuda moral pendiente se traduce en exigencia de solidaridad. La denuncia de "donde llegaban los españoles, todo quedaba desolado", no prescribe normalmente por mucho tiempo que pase porque sus efectos siguen vigentes: ¿acaso no está conformada la llamada identidad española con acontecimientos como aquéllos? Si lo valoramos como hazaña heroica, nos gloriaremos en ello, pero si hacemos nuestro el recuerdo de la otra parte, tenemos que rebajar los humos, es decir, tenemos que cuestionar moralmente esa identidad nacional. Dicho en otras palabras: tenemos que canjear un poco de nacionalismo ético (en virtud del cual limitamos la obligación de solidaridad a los límites nacionales) por solidaridad internacional. Los países ricos del Norte, ninguno de los cuales carece de un pasado colonial, no pueden colocar la relación con los países pobres del Sur en la rúbrica de "ayudas al exterior", sino de "cumplimiento de responsabilidades". Una de las convicciones más sorprendentes e infundadas es la de limitar el ámbito de nuestras responsabilidades solidarias a los límites del Estado. Ahora bien, poner el peso del voto como fundamento de la solidaridad puede bastar a un nacionalismo ético, pero no a la moral que no puede quitarse de encima la mirada del otro que le recuerda su dignidad robada.

También la visión de los vencidos deberá afectar críticamente a las generaciones americanas actuales, aunque nosotros no somos quién para decirles cómo. Lo único que cabe señalar es que el recuerdo de los vencidos mira sobre todo al presente, y que si se subrayan los derechos pendientes del pasado es para romper una manera actual de hacer política que no sabe avanzar sin cobrarse nuevas víctimas. La actualización del pasado consiste en romper con esa lógica infernal de hacer historia, a la que, por cierto, tampoco escaparon los propios imperios prehispánicos.

En la plaza de Tlatelolco, en el lugar en el que Cortés derrotó a Cuauhtemoc, se ha levantado una lápida con la siguiente inscripción: "No fue triunfo ni derrota. Fue el doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el México de hoy". Es un generoso reconocimiento al vencedor como parte de la identidad mexicana actual. Y no se debe subestimar la generosidad del autor del texto, en nombre del realismo, porque la realidad se puede vivir con resentimiento.

Ahora falta la réplica desde nuestro lado, el del vencedor. Tiempo y trabajo va a costar verlo, ya que hacerlo supone reconocer los derechos del vencido como parte de nuestra identidad, esto es, como cuestionario de nuestra identidad. Para llegar tan lejos, el vencedor debería estar convencido de que sin ese recuerdo su identidad es potencialmente una amenaza para futuros o potenciales débiles. Nadie se lo cree, por más que la historia lo recuerde.

es director del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

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