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La libertad contra el cinismo

En mi ya larga vida nunca me he aburrido, excepto en las conferencias, y de forma muy especial en las de la escuela. Particularmente, en las asignaturas de historia y geografía su efecto era casi mortal.Quizá por eso sea disculpable que ciertos profesores de historia intenten sazonar sus clases con una pizca de cinismo, y es comprensible, aunque, con seguridad, no disculpable, que se les vaya la mano y conviertan la concepción cínica de la historia en gran moda.

La concepción cínica de la historia afirma que -tanto en la historia como en general- manda la avidez: la codicia de poseer, la avidez de dinero, el oro, el petróleo, el poder. Así ha sido siempre -dice el cínico- y así será siempre; pasa en el despotismo y pasa también en la democracia, con la diferencia de que en la democracia la hipocresía es posiblemente más fuerte.

Esta teoría me parece irresponsable, precisamente porque parece apoyarse en una cierta plausibilidad. Y me parece de extraordinaria importancia para nosotros la forma en la que pensamos acerca de nosotros y acerca de nuestra historia; es importante para nuestras decisiones, para nuestra acción.

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Entre las tres grandes modas en la concepción de la historia, que deseo mencionar, la interpretación cínica de la historia es la tercera. En la actualidad se presenta como la sucesora directa de la interpretación marxista de la historia, la cual, a su vez, se convirtió en gran moda tras el derrumbamiento de la interpretación nacionalista o racista de la historia.

La interpretación nacionalista o racista de la historia se asentó en Alemania entre las guerras napoleónicas y el hundimiento del Reich hitleriano. El que se convirtiera en gran moda hemos de agradecérselo, en parte, a Hegel. Según tal concepción, la historia es una lucha por la dominación entre las naciones o razas. Esa lucha fue considerada como una lucha de aniquilación total. Según esa teoría de la historia, la derrota del Reich hitleriano tendría que haber significado la aniquilación total del pueblo alemán. Es sabido que Hitler hizo, al final, todo lo posible para que se convirtiera en realidad práctica esa aniquilación total del pueblo alemán prevista por la teoría. Pero a pesar de todos sus esfuerzos, la previsión no llegó, afortunadamente, a cumplirse.

Una teoría seria queda desacreditada si no acontece lo que ha previsto, y eso fue lo que ocurrió, en este caso, con la gran moda de la interpretación nacionalista de la historia; eso contribuyó a que la interpretación marxista de la historia se convirtiera, tras la hegeliana y la nacionalista, en gran moda, y no sólo en Alemania del Este.

La interpretación marxista de la historia es denominada "la concepción materialista de la historia" o "materialismo histórico", dos nombres que vienen de Marx y Engels. Se trata de una variación de la filosofía de la historia de Hegel: la historia no es concebida ya como historia de la lucha de razas, sino como historia de la lucha de clases. Y tiene una sola meta: proporcionar una prueba -una prueba científica- de que el socialismo tiene que triunfar con necesidad histórica.

Esta supuesta prueba se encuentra por vez primera en las tres últimas páginas del libro de Marx Miseria de la filosofía. Hela aquí: la historia es una historia de lucha de clases. En nuestro tiempo (Marx escribe el libro en 1847) se trata de la lucha entre la burguesía, los explotadores, que forman desde la Revolución Francesa la clase dominante, y el proletariado, la clase de los productores, que son los explotados. Esta lucha sólo puede terminar con la victoria de los productores, pues si éstos se vuelven conscientes de su clase y se organizan, pueden paralizar la producción. "Todas las ruedas se detienen, si lo quiere tu brazo potente". Lo que quiere decir: los productores tienen en sus manos el poder material, a pesar de que no sean conscientes de ello. Además son la mayoría aplastante. Por tanto, tiene que llegarse a su emancipación, a su triunfo en la llamada revolución social. Ésta tiene que finalizar con la liquidación de la burguesía, un proceso que quedará sellado por el triunfo de la dictadura del proletariado.

Se llega así a una sociedad compuesta por una única clase, y que es, por eso mismo, una sociedad de productores sin clases. Ya no hay, por tanto, ninguna clase dominante, y por eso -desde el momento en que se haya liquidado a la burguesía ya no hay ni dominadores ni dominados. Y con la sociedad sin clases se llega a la tan deseada paz sobre la tierra, puesto que las guerras no pueden ser más que guerras de clase.

Marx mismo presenta ya en 1847 una objeción en la penúltima página de su libro Miseria de la filosofía. ¿No se podría llegar, tras la desaparición de la vieja sociedad de clases, a una nueva clase dominante, que ejerza un poder político nuevo? A esta pregunta de evidente importancia decisiva responde con una sola palabra: "No". Presumiblemente supuso que no acontecería una escisión de la clase productora. El que se acabaría llegando, como en la Revolución Francesa, a una separación entre una nueva clase de dictadores que gobiernan, su policía y sus verdugos, y todo el resto de personas, eso no fue previsto por Marx.

La pretensión del marxismo de la demostrabilidad científica de su predicción de que tiene que llegarse a una revolución social y de que la venida del socialismo es ineludible -de la misma forma que, con la ayuda de la mecánica celeste de Newton, es predecible un eclipse de sol- contiene un terrible peligro moral. Lo viví yo mismo en el invierno de 10 18-1919, al Final de la Primera Guerra Mundial, a mis dieciséis años y medio. Cuando un joven cae en la trampa de la demostrabilidad de la necesidad histórica del socialismo y cree en ella, siente entonces una profunda obligación moral de colaborar; incluso aunque vea, como yo, que los comunistas mienten frecuentemente y emplean medios moralmente reprobables. Pues si el socialismo tiene que llegar, entonces luchar contra la venida del socialismo es clara y realmente criminal; es más, es obligación de cada uno el impulsar la venida del socialismo, con el fin de que todo cuanto tiene que venir encuentre la menor resistencia posible. En cuanto simple individuo no se es capaz de eso, se tiene que ir, por tanto, con el movimiento, con el partido, y apoyarlo lealmente; también cuando eso signifique que hay que apoyar cosas, o por lo menos tragarlas, ante las que se siente repugnancia moral.

Se trata de un mecanismo que tiene que llevar necesariamente a la corrupción personal. Se tragan más y más excusas y mentiras, y cuando se ha traspasado cierto límite, se está -presumiblemente- dispuesto a todo. Ese es el camino al terrorismo político, a la criminalidad.

En mi caso logré escaparme de ese mecanismo tras unas ocho semanas. Poco antes de mi decimoséptimo cumpleaños abandoné y condené para siempre el marxismo. Bajo la impresión de la muerte de algunos jóvenes compañeros por disparos de la policía en una manifestación, me pregunté: "¿Sabes tú si esa supuesta demostración científica es verdadera? ¿La has sometido a comprobación crítica? Puedes responsabilizarte de reforzar a otros jóvenes a que pongan en juego su vida?".

Me pareció que la única respuesta sincera a estas preguntas era un claro no. No había sometido a comprobación crítica la demostración marxista. Me había apoyado, en parte, en el asentimiento de otros, que, a su vez, se habían amparado en otros, y entre ellos en mí: un cercioramiento basado en la reciprocidad, en la que todos los socios están en bancarrota, más concretamente, en bancarrota intelectual, y en la que todos los socios -ciertamente, de forma

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inconsciente- son seducidos, una y otra vez, a la mendacidad; estado que reconocí en mí mismo y que claramente apresaba en su forma más brutal a los dirigentes del partido.

Todo dependía, me pareció, de la demostración marxista de la venida de la sociedad sin clases. Pero esa prueba se rompe precisamente allí, donde ya Marx había visto, y había negado, la posibilidad de un contraargumento. Son evidentemente los dirigentes del partido los que forman, con la ayuda del partido, el inicio de la nueva clase, destruyendo así la esperanza de Marx; una nueva clase dominante que engaña a sus futuros súbditos y desconfía de ellos, pero que exige su confianza. Ya antes de su triunfo y de la dictadura, los dirigentes del partido eran déspotas, que echaban del partido a todo el que les hiciera una pregunta incómoda, lo echaban del partido. (Matarlos todavía no podían). Esa era la fuente de la disciplina de partido.

Aunque el objetivo y el fin de la demostración de Marx era asegurar la venida necesaria del socialismo y de la paz en la tierra, en la concepción marxista de la historia existen otros rasgos que pueden caracterizarse como vulgar-marxistas. Por resumirlos brevemente: todos los hombres, excepto aquellos que luchan por el socialismo, tienen como fin el beneficio propio y sólo eso. Si no lo confiesan es porque son farsantes e hipócritas. Sí, criminales de alto nivel. Pues si intentan detener la llegada del socialismo, son entonces culpables de todas las víctimas humanas que tienen que producirse por la revolución. Es la resistencia contra la revolución imparable lo que lleva a que la revolución se vea obligada a proceder violentamente. Es la codicia de esos criminales la que obliga a los revolucionarios a derramar sangre.

Está claro que si se suprime de la teoría marxista la venida del socialismo, se llega directamente a la interpretación cínica de la historia. No se necesita para ello ninguna idea nueva. Como mucho, la idea pesimista de que siempre ha sido así y siempre será así: el hambre, los desterramientos, la guerra y la miseria tienen también en una sociedad de superabundancia manifiesta el protagonismo, dado que la avidez de poder, de oro, de petróleo y las sucias industrias armamentistas dominan el mundo social.

El marxismo, y por eso también el cinismo, enseñan que todo eso alcanza naturalmente su gravedad máxima en el país más rico del mundo, en EE UU. Y de esa forma se llega en los demás países, especialmente en los países más ricos, al antiamericanismo.

Con esto cierro mi breve esbozo de la hoy tan supermoderna interpretación cínica de la historia y de sus dos más influyentes y peligrosos antecesores. Paso ahora, dando un giro fuerte, a explicar algunas de mis propias opiniones.

Soy un optimista que no sabe nada acerca del futuro y que por eso mismo no hace previsión alguna. Afirmo que tenemos que hacer un corte muy marcado entre el presente, al que podemos y debemos juzgar, y el futuro, que está ampliamente abierto y sobre el que podemos influir. Tenemos por eso la obligación moral de afrontar el futuro de una manera totalmente distinta a como si fuera una prolongación del pasado y del presente. El futuro abierto contiene posibilidades imprevisibles y completamente distintas en lo moral. Por eso nuestra actitud básica no puede estar dominada por la pregunta "¿qué vendrá?", sino por la pregunta "¿qué debemos hacer?", para que, en lo posible, el mundo sea algo mejor. ¿Y eso incluso aunque sabemos que, a pesar de que hayamos sido realmente capaces de mejorar las cosas, las generaciones venideras pueden empeorarlo todo de nuevo?

Por decirlo ya ahora mismo: fue mi primera visita a EE UU en 1950 la que me hizo de nuevo optimista. Desde entonces he estado unas 20 o quizá 25 veces en América, y mi impresión se ha hecho más-y más profunda. Aquella primera visita me liberó para siempre de una depresión, nacida del influjo aplastante del marxismo en la Europa de posguerra. Mi libro La sociedad abierta y sus enemigos, comenzado tras la invasión de Austria por Hitler, había aparecido por fin en 1945, pero, a pesar de las buenas recensiones y ventas, parecía incapaz de influir sobre la marcha triunfal del marxismo.

Tengo que explicar inmediatamente con más detalle los puntos principales de mi óptimismo.

1. Repito una vez más: mi optimismo se refiere exclusivamente al presente y no al futuro. No creo que haya algo así como una ley del progreso. No la hay ni siquiera. en la ciencia; tampoco en la técnica. El progreso no puede ser caracterizado ni siquiera como probable.

2. Afirmo que en el Oeste vivimos actualmente en el mejor mundo social que haya existido nunca, y eso a pesar de la alta traición de la mayoría de los intelectuales, que anuncian una nueva religión pesimista, según la cual vivimos en un infierno moral y nos estamos destruyendo por contaminación física y moral.

3. Afirmo que esta religión pesimista no sólo es una mentira grosera, sino que nunca antes ha existido una sociedad tan dispuesta a la reforma.

4. Ese gusto por la reforma es el resultado de una nueva disposición ética al sacrificio, una disposición que ya se mostró en las dos guerras mundiales, y por ambas partes. En la Guerra de los Siete Años, Federico II tuvo todavía que obligar a su gente a mirar a la muerte a la cara. Es conocido su grito: "Muchachos, ¿es que queréis vivir eternamente?", Se ha visto que hasta una apelación a los valores éticos: deber y patria en Alemania; patria, libertad y paz en el Oeste, y en ambas partes, compañerismo.

Como ya he dado a entender, creo que la fuerza del comunismo yace en su apelación ética; algo parecido ocurre con el pacifismo.

Bertrand Russell, al que me sentí muy unido durante muchos años, hasta que, en la vejez, cayó en manos de un secretario comunista, escribió que el problema de nuestro tiempo yace en que nos hemos desarrollado intelectualmente muy deprisa y moralmente muy lentos, y en que, cuando descubrimos la física atómica, no llevamos a cabo, en su momento, los principios morales necesarios. Con otras palabras: según Russell, somos demasiado listos, pero moralmente demasiado malos. La opinión de Russell es compartida por mucha gente, también por muchos cínicos. Yo creo exactamente lo contrario. Creo que somos demasiado buenos y demasiado tontos. Nos dejamos impresionar fácilmente por teorías que apelan, directa o indirectamente, a nuestra moral, y no nos situamos frente a ellas de forma suficientemente crítica; no estamos intelectualmente suficientemente desarrollados y nos convertimos así en sus víctimas complacientes y entregadas.-

Quisiera resumir la parte positiva de mi optimismo de la forma siguiente: vivimos en un mundo precioso, y hemos creado aquí, en el mundo occidental, el mejor sistema social que haya existido nunca. Y nos esforzamos constantemente en mejorarlo, en reformarlo, lo que no es nada fácil. Muchas reformas, que nos parecen esperanzadoras, se demuestran, desgraciadamente, como fallidas. Pues una de las cosas más Importantes de las que hay que percatarse es de que las consecuencias de nuestras acciones sociopolíticas son totalmente distintas a las que nos fue posible pretender y prever.

Desgraciadamente, esa actitud hacia el futuro no es, aparentemente, fácil de entender, y hay muchos intelectuales que no están dispuestos a compartir este claro corte entre pasado y presente, por un lado, y futuro por el otro; intelectuales que han aprendido del marxismo a exigir que un hombre inteligente tiene que estar en condiciones de dar indicaciones sobre el futuro. No pocas veces se me da a entender que mi optimismo es, cuando menos, un indicador oculto del futuro, dado que no puede haber un optimista respecto al presente que no lo sea también con respecto al futuro.

Pero afirmo: todo lo que mi optimismo nos puede dar con vistas al futuro es esperanza. Eso nos lo puede dar; puesto que hemos logrado hacer ciertas cosas mejor, no está excluido un éxito semejante en el futuro. No hay, por ejemplo, desde la desaparición de las sirvientas en los años veinte prácticamente esclavitud alguna más en Occidente. Por lo menos en este sentido Occidente es libre y podemos estar orgullosos de ello.

El futuro está abierto y somos responsables de hacer todo cuanto podamos para que aquél sea mejor todavía de lo que ya es el presente. Pero esa responsabilidad presupone la libertad. Bajo el despotismo somos esclavos, y los esclavos no son completamente responsables de sus acciones.

Con eso paso a mi última tesis. Que dice: la libertad política -liberación del despotismo- es el más importante de todos los valores políticos. Y tenemos que estar siempre dispuestos a luchar por la libertad política. La libertad puede perderse en cualquier momento. No debemos cruzarnos nunca de brazos creyendo que está asegurada.

El despotismo nos arrebata nuestra humanidad, pues nos arrebata nuestra responsabilidad humana. La libertad política es el presupuesto de la responsabilidad personal, de nuestra humanidad: cualquier intento de dar un paso más hacia un mundo mejor, un futuro mejor, tiene que ir dirigido por el valor fundamental de la libertad.

Me parece trágico que Europa haya prestado casi siempre atención sólo al ejemplo malogrado de la Revolución Francesa, mientras apenas ha tenido en cuenta, o casi siempre lo ha malentendido, el extraordinario ejemplo de la revolución americana. Pues América ha demostrado que la idea de la libertad personal, como la intentó Solón de Atenas, y como la elaboró I. Kant, no es un sueño utópico. El ejemplo americano ha mostrado que una forma de gobierno de libertad no es sólo posible, sino que puede superar con éxito las dificultades más grandes; una forma de gobierno que se base, sobre todo, en evitar el despotismo -también el despotismo de la mayoría del pueblo- mediante la división y repartición del poder, y mediante el control mutuo de los diversos poderes. Es una idea que ha inspirado a todas las democracias.

La gran idea de la libertad personal de todos los seres humanos, que inspiró la revolución americana, estaba en oposición absoluta a la institución de la esclavitud, heredada de los tiempos prerrevolucionarios, especialmente de los españoles, y profundamente anclada desde hace más de cien años en los Estados del Sur. EE UU se rompió en dos mitades. Fue una guerra civil. A muchos les pareció que el paso de América a la libertad fracasaría como el de Francia. Pero bajo las pérdidas más graves por ambas partes (600.000 muertos, uno de ellos el presidente Lincoln) se repelió el ataque, al principio exitoso, de los Estados del Sur, y éstos fueron, finalmente, domeñados. Los esclavos fueron liberados, pero quedó sin solucionar un problema increíblemente difícil, a saber, el de la integración de los esclavos negros, la superación de una cruel institución social que tenía varios siglos de existencia y que no pudo olvidarse tan fácilmente por la diferencia de piel. Entre las grandes impresiones de mi vida, que me fue dado experimentar entre 1959 y 1989, cuenta el gran esfuerzo de los distintos Gobiernos de EE UU por ayudar a los un día esclavos a convertirse en ciudadanos de igual rango.

He estado en muchos países, pero en ningún sitio he respirado un aire tan libre como en EE UU. Y en ninguna otra parte he encontrado tanto idealismo, unido a tolerancia y al deseo de aprender, y un idealismo tan activo y tan práctico, y una disposición tan grande a ayudar.

Cuando, hace tres años, en un congreso en Hannover, defendí a América, que había sido atacada en otras conferencias, se produjeron tumultos y gritos de protesta y fui acompañado por un recital de pitos. Saludé todo eso como un signo de que mis oyentes no se habían aburrido. Y me sentí feliz porque podía figurarme -o creen haber defendido la libertad.

Traducción: Luis Meana.

Karl R. Popper es filósofo.

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