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Tribuna
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El señuelo

Helena Béjar

Asistimos en nuestros días a un cambio en la concepción del trabajo. La brega diaria ha dejado de ser para algunos un medio de supervivencia para, convertirse en un fin. Más que del cumplimiento de una función en el ejercicio de una tarea específica, de lo que se trata hoy es de desplegar la propia individualidad en el terreno laboral.. Así, del dominio de la necesidad el trabajo se está desplazando al ámbito de la libertad. Es ahora el escenario privilegiado de la expresión del yo.Un fenómeno de tales características no es un hecho generalizable. Se circunscribe, de momento, a un sector social que, aunque numéricamente minoritario, ejerce una influencia ideológica clave. Me refiero sobre todo a los llamados yuppies. Es ésta una noción construida y artificial que remite, más que a una categoría con perfiles sociales concretos, a una imagen que expresa un modo de vida caracterizado, entre otras cosas, por la centralidad del trabajo. Altos ejecutivos de las grandes empresas, cuadros del sector público y jóvenes empresarios están urdiendo un nuevo ideal de éxito que se articula en torno a la subjetividad. Este proceso se ha abierto paso tras el declive de un cierto espíritu.

La noción de vocación está herida de muerte. Nadie alude hoy a esa llamada que dictaba al fuero interno la elección de la profesión y que suponía una mediación imperiosa entre el individuo y el mundo público. Asociado a la profesión se hallaba el valor de la excelencia, la búsqueda de una superioridad dentro de la propia especialidad. Querer ser una eminencia sería hoy objeto de hilaridad cuando no de compasión. Tampoco parece que la formación, que alude a un patrimonio teórico acumulado durante los años de estudio, sea precisamente un valor en alza. En su lugar se crece la experiencia asociada a la eficacia, a un saber hacer práctico y actualizado. La valía profesional se mide no ya en términos de conocimiento, sino en la posesión de un conjunto de características personales. La autonomía, la iniciativa, la seguridad o la intuición forman parte del capital psíquico del ejecutivo, que debe desplegar su subjetividad en ese reto continuo en que se ha convertido la profesión. El llamado trabajo creativo no apunta hoy tanto a la producción de una obra propia como a la posibilidad de expresar la personalidad a través de una ocupación. Así, diseñar una campaña publicitaria o crear una pequeña empresa constituye el teatro de operaciones donde se proyecta un individuo proteico definido por la flexibilidad, la adaptabilidad y la capacidad de resolver problemas.

El trabajo personalizado entraña, finalmente, una peculiar concepción del éxito. Arrumbado el saber y relativizado el valor de la formación, la excelencia tiene que ver más que nada con la presencia en los medios de comunicación. Pero a pocos está reservado el goce de tamaño privilegio. Para los muchos, otras son las vías para alcanzar el éxito. Triunfar significa, en primer lugar, obtener el reconocimiento externo. La familia, los amigos, los pares y los superiores (en orden decreciente de intimidad) son el reflejo de la propia destreza. El círculo de los más próximos es el referente inmediato de nuestra competencia. Hasta aquí nada demasiado nuevo. Pero el triunfo expresa, ahora más que nunca, el logro de la propia satisfacción, la conciencia acrecida de la valía personal a través de una mirada hacia adentro. Más allá de los bienes sociales tradicionalmente asociados al honor -el dinero y el poder-, el ideal contemporáneo remite a una concepción psicológista del triunfo carente de todo contenido social.

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En nuestros días, el éxito se articula alrededor de la noción de autorrealización. Dicho vocablo apunta a un ideal de desenvolvimiento, de un desarrollo personal que se obtiene a través de un movimiento continuo, de una tensión creciente de las propias capacidades. La autorrealización se concibe como el cumplimiento progresivo de unas metas razonables y escalonadas. Pero a la consecución de objetivos externos (el aumento de facturación de una empresa o la ampliación de un producto en el mercado, por ejemplo) se une la persecución de unos logros de naturaleza interna.

Para el sector social en cuestión, el trabajo es la esfera donde se manifiesta la personalidad, tanto más desarrollada cuanto mayores son las tensiones que la mantienen viva. En este sentido, el estrés no sería una consecuencia no querida del trabajo personalizado sino un elemento inherente al mismo. Concebido como un desaflo continuo, el trabajo es fuente de energía para un individuo que encuentra en su yo la referencia última de su actividad. A cada tarea debe suceder otra más diricil en la cual se pruebe la propia consistencia. La carrera es hoy no ya una ascensión en el camino a la excelencia sino un currículo compuesto por una serie de ocupaciones que brindan una sucesión de estados del ser. El cambio de trabajo ofrece la promesa de construir un nuevo yo, es el marco de un duelo a la búsqueda de una autorrealización siempre aplazada e inasible. Por eso el deseo de ennquecerse para dejar de trabajar no es sino una fantasía de pobres y mediocres. Ahora que el trabajo es el vitalizador por excelencia, el cese de la actividad, lejos de liberar, anticipa la muerte. Lo propio de los nuevos tiempos es el ensayo obstinado e incesante de la identidad en la arena del trabajo.

El trabajo ha dejado de pertenecer al espacio público. Se sitúa en un terreno intermedio entre lo público y lo privado, la esfera social, que expresa en el exterior el contenido de una subjetividad ansiosa e insatisfecha. El ideal de la vocación, que constituía el fundamento del individualismo racional y emprendedor del primer capitalismo, ha dado paso a la autorrealización, núcleo de una concepción emocional y defensivo del vínculo social. Desplazada la dimensión instrumental, la expresividad del trabajo se cobija en la intimidad. Al cabo, el quehacer es, para algunos, una nueva conquista del narcisismo.

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