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Tribuna
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París, antes de ayer

Jesús Ferrero

Si fuese correcto lo que argumentó Platón, que la filosofía era el arte de morir bien (técnica que desde luego implicaba haber vivido bien, armonizando el ritmo del corazón y del pensamiento), los filósofos que tuvimos por maestros hace algún tiempo negaron con sus muertes el postulado platónico, y acaso ya sólo por eso encarnaron el envés de la cara que era y es Platón. Uno de ellos se despidió buenamente de la vida arrojándose por la ventana una tarde que imagino lluviosa, como la de aquel jueves del soneto de Vallejo.No mucho después Barthes fue arrollado por una camioneta de reparto en la calle donde pasé los años más claros y oscuros de mi vida. Más tarde fue Foucault, colega de Rolando en el colegio de Francia, el que se ubicó en el más allá de súbito, dejándonos a todos con la mosca tras la oreja. El mismo vendaval o parecido se había llevado a Sartre, que pasó sus últimos días solo en un piso polvoriento al que ni siquiera se acercaban las polillas y las cucarachas, y en esa misma época, dos años más, dos años menos, otro de los venerables, acaso el más importante en su momento, estranguló a su mujer y tuvieron que llevárselo al manicomio de Santa Ana (iba decir al monasterio), donde había sido abad su amigo Lacan, que murió viejo, beato y entero, y que a pesar de tener un nombre muy canino fue el menos cínico de todos ellos y el que más pensó, y el que más vivió, y el que mejor murió. Excepción sea hecha, pues, del père-sèvère -al que de todas formas se le suicidaron varios pacientes, pero un fallo lo tiene cualquiera-, los otros doctos a los que aludo, así como su brusco adiós a la vida en unos casos y su brusco adiós a la razón en otros, me desconcertaron y obsesionaron durante bastante tiempo.

Recuerdo la mañana plomiza en que hallándome en el hotel donde trabajaba de portero de noche leí en el periódico que Althusser, por caminos muy diferentes a los de William Burroughs, había enviado al otro mundo a su señora, con la que, al parecer, mantenía una relación pasional. Ahora he releído algunos libros que escribieron los sabios de esa década perdida y me han aburrido e irritado tanto como esos folletones que leían nuestras madres de posguerra las tardes dominicales.

A veces me pregunto si todo aquello no fue una pesadilla. Libros llenos de desfachatez (no hablo de los de Althusser, habo de otros), escritos con mucha pasión pero sin ningún atino, discusiones bizantinas, teorías de pacotilla para universitarios estreñidos. Y de pronto, los maestros que se van, como en aquella fábula china, y para cuando nos queremos dar cuenta ya están en la otra orilla del Hiang Ho.

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Recuerdo también los, últimos seminarios de Barthes. Aquellos días le había dado por hablar de la vida íntima de los escritores, y particularmente de los novelistas, y la hacía pública en sus seminarios con esa elegancia suya tan innegable y esa voz de gourmand. Eran clases muy de entonces: siempre refiriéndose a la fisiología de los escritores más que a sus otros aspectos; "le corps du plaisir", "el cuerpo del placer que se transforma en texto" y todas esas memeces y todos esos lugares comunes de una época ordiriaria en la que todo el mundo tenía en la boca la palabra cuerpo, quizá porque el cuerpo, lo que se dice el cuerpo sensual y bello, no se veía por ninguna parte. Clases un tanto cínicas en el más puro de los sentidos: clases para canes. De todas formas, Barthes ya había dado pruebas de consolidado cinismo cuando en la obertura de su primer se minario en el colegio de Francia dijo que el susodicho colegio era algo "al margen del poder'".

¿Al margen del poder una insti tución en la que se llevaron a cabo las primeras ínvestigacio nes con vistas a elaborar lo que más tarde sería la primera boni ba atómica? Pero daba igual... Maestros más cínicos había mos tenido, y más pringosos y bastante más ignorantes. ¿Por qué quejarse si en el fondo nos lo pasábamos bien? "Días para siempre idos del colegio de Francia, al calor de un saber que se reveló tan efímero, que quedó pronto sin- voz, aunque perdure en los libros...", podría haber sido el comienzo de un poema seudolírico y seudonecio, con ribetes de elegía, salido de la testa de alguno de aquellos poetastros que rodeaban la tarima de Rolando y que acaso ya tienen un lugar en las nuevas letras francesas.

Yo creo que me salvé yéndome con Platón y Gracián a otra parte... ¿Salvarse? ¡Qué verbo más sin sentido! Sí, uno podía pasar las tardes leyendo a Platón y Gracián, y por la noche ir a algún concierto o perderse por ahí, en bares de olor a ginebra y a desastre; pero a veces los malos viajes se mezclaban y se cruzaban los cables.

La vida cotidiana parecía más envenenada, París se convertía en una ciudad triste y desaparecían algunos de sus más célebres filósofos. Si la filosofía era aprender a morir bien, lo que suponía, como dijimos, haber vivido bien y de acuerdo con los propios jugos, quizá más que a filosofar nuestros maestros nos enseñaron a ignorar contumazmente la filosofía. ¿Arrojarse de verdad al vacío, como de pronto hicieron ellos, fue la última lección de aquellos extraños vitalistas?

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