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Tribuna:Misóginos, cínicos y benevolentes
Tribuna
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Ortega y Gasset

Pocas tareas tan ingratas para los no especialistas en el tema, saber a qué carta quedarnos por lo que se refiere al significado de Ortega y Gasset en la historia del pensamiento español. Para un estudioso del tema como José Luis Abellán, es el magnetismo de su figura lo que impide hacer una valoración serena de su obra. Pero poco adelantaremos si escogemos el camino de constatar las opiniones de estos estudiosos. Las contradicciones son tan aceradas que resulta imposible sacar un virtuoso promedio. Otra vez se repite la evangélica disyuntiva de el que no está conmigo está contra mí. Baste para calibrar esta situación recordar que mientras el dilecto discípulo de Ortega en los años treinta, José Gaos, reclama para su maestro un puesto de privilegio entre los filósofos asistemáticos, culturalistas y antimetafísicos, el discípulo que le sustituiría a partir de los años cuarenta, Julián Marías, define a nuestro filósofo como "un auténtico metafísico, original y riguroso".Tampoco es fácil fijar el alcance de su influencia. Para José María de Areilza, el pensamiento de Ortega fue polo de referencia, citado o no, de cuantos se movieron en el campo del pensamiento político, mientras que para Gutiérrez Girardot lo que Ortega construyó "fue un castillo de naipes que el viento de, los tiempos ha destruido silenciosamente". En cualquier caso, atender a datos tan objetivables como es su dilatadísima labor periodística y el meritorio impulso de la Revista de Occidente en el páramo español, nos evidencia que la figura de don José es un hito indiscutible en el pensamiento patrio. Si para bien o para mal, doctores tiene la Iglesia. Bastante tengo yo con intentar, descifrar el mensaje, guiño o teoría que Ortega intenta lanzarnos, sobre la condición femenina, a través de su voluminosa obra. Y tengo bastante porque vistas las contradicciones en las que el filósofo sitúa nuestra realidad, no resulta fácil llegar a conclusiones coherentes e inteligibles. Para empezar, no se puede decir que Ortega se introduzca con buen pie en el tema. En el primer número de la Revista de Occidente, al criticar la poesía de Anna Noailles, el maestro sostiene que su falta de originalidad no es más que una manifestación del escaso valor del intelecto femenino, al que concibe de una forma puramente botánica, de modo que aunque la mujer siente es incapaz de elaborar estas sensaciones intelectualmente.

Pero quizá para situar a Ortega en el tema más significativo resulte constatar las opiniones contradictorias que vierte en sus Estudios sobre el amor. Desde afirmar que "la suprema misión de la mujer sobre la tierra es exigir la perfección del hombre", pasando por defender que "del tipo de mujer predominante dependen, en no escasa medida, las instituciones políticas" llega a afirmar mondamente que el centro del alma femenina, por muy inteligente que sea la mujer, está ocupado por un poder irracional".

Sin embargo, esto no impedirá que Ortega defienda la idea de que las mujeres hemos sido el motor de la historia. Nada menos que a nosotras achaca la invención de la agricultura y la iniciación del Renacimiento. Si tenemos presente que la agricultura es uno de los descubrimientos más decisivos para la suerte de la humanidad y tampoco dejamos de lado que el Renacimiento supuso el principio del triunfo del racionalismo y el descubrimiento de nuevas técnicas que revolucionarían la vida, tendremos que convenir que en el discurso orteguiano se nos concede un papel que no hubiéramos podido imaginar desde nuestra realidad cotidiana. Pero la alegría dura poquísimo en la casa del pobre: por un lado, Ortega no aduce ningún argumento serio que sus tente estas teorías. Por otro, las contrapartidas exigidas a cambio de concedemos este protagonismo histórico son más que problemáticas.

El confinamiento de la mujer

Por lo que a la invención de la agricultura se refiere, ciertamente Ortega no hace más que sumarse a una corriente antropológica que hizo mella en la primera mitad de nuestro siglo, pero que enseñaba la pluma al aplicar a nuestro pasado remoto los mismos supuestos androcéntricos de la cultura occidental. Así, el gran cazador sería un émulo del varón blanco prepotente. Y las mujeres, confinadas si no al pisito, sí a la choza, habrían descubierto lo de las semillitas, las flores y los esquejes. a fuerza de monotonía y aburrimiento. A pesar de todo, no es su encubierto carácter sexista lo más grave de esta teoría. Lo verdaderamente preocupante es que se dejen al azar y a la casualidad los grandes avances de la historia, negando a la condición humana su capacidad para autodirigirse en el marco material que tiene que vivir. Hoy sabemos que la agricultura fue, con mucha probabilidad, la respuesta de los pueblos cazadores a una nueva situación creada presumiblemente por un cambio climático o/y por una nueva densidad demográfica.

Pero volviendo al pensamiento de Ortega, en definitiva, él nos sitúa como inventoras de la agricultura, tanto en cuanto estamos confinadas al área hogareña. Y aquí está la peligrosa contrapartida: "...donde lo cotidiano gobierna es siempre un factor de primer orden la mujer, cuya alma es en grado extremo cotidiana. El hombre tiende siempre a lo extraordinario; por lo menos sueña con la aventura y el cambio La mujer, por lo contrario, siente una fruición verdaderamente extraña por la cotidianidad. Se arrellana en el hábito inveterado y, como pueda, hará de hoy un ayer ( ... ). Cuando se contempla a la mujer ( ... ) con mirada de zoólogo se ve con sorpresa que tiende superlativamente a demorar en lo que está, a arraigar en el uso, en la idea, en la faena donde ha sido colocada".

Contemplar con mirada de zoólogo a un ser humano no le podía traer a don José nada bueno. ¿Cómo, pues, con este amor al estatismo pudimos lanzar la agricultura y el Renacimiento? Y en cuanto a haber sido las impulsoras de esta época histórica, en pos de la cual -en palabras del mismo Ortega- se apresura toda la cultura moderna, hay que señalar,que nuestro filósofo cinienta tan garbosa opinión en "la audacia genial con que unas damas de Provenza afirmaron una nueva actitud ante la vida".

Actitudes

No soy especialista en aquella brillante época provenzal, y no dudo que se me escapen cosas importantes, pero me parece posible afirmar que el cambio de actitudes fue, en todo caso, por parte de los hombres hacia las mujeres, y no al revés. La galantería, el refinamiento y la ensoñación fueron las nuevas coordenadas que -en la literatura- enmarcaron las relaciones entre los sexos. Ningún dato histórico nos lleva a pensar que aquellas formas caballerescas trascendieran más allá de lo que pudiéramos considerar una justa poética o un juego de salón. Pero Ortega, coherente con su idea de que las mujeres intervenimos en la historia por caminos que, como los del Señor, son inescrutables, niega que la mujer pueda intervenir en la sociedad por los mismos cauces que el varón, esto es, la política y la instrucción: "Es increíble", señala en un pasaje de sus Estudios sobre el amor, "que haya mentes lo bastante ciegas para admitir que pueda la mujer influir en la historia mediante el voto electoral y el grado de doctor universitario tanto como influye por esta su mágica potencia de ilusión". Es significativo que en esa época, cuando. el voto femenino y el derecho de la mujer a la educación superior están sobre el tapete¡ nuestro filósofo se decante de este modo. Admitamos que el panoraa ma que se ofrecía a sus ojos era más o menos como él lo describe y que la mayoría de mujeres prefería la vida hogareña. Sin embargo, para el insigne creador del concepto de circunstancia como elemento imprescindible para entender la realidad humana, supone una grave incoherencia no tener en cuenta el entomo sociocultural de las mujeres. Resulta difícil justificar que no considerara la polémica que, al menos durante dos siglos, estuvo planteada en España en torno a- la educación femenina. Si hubiera reparado en ella, Ortega habría caído en la cuenta de que esas mujeres que describe como "un ser que sólo es feliz ocupado en faenas cotidianas", no era más que el sazonado producto,de una educación pensada para ofrecerles el hogar como toda perspectiva.

Habiendo omitido estos argumentos básicos para comprender la condición de la mujer, no tiene nada de extraño que Ortega llegue a afirmaciones tan peregrinas como que "todo lo que hace la mujer lo hace sin hacerlo, simplemente estando, siendo, irradiando". Y, ya lanzado por el tobogán de la fabulación más desmedida, se pregunte: ¿Es, por ventura, trabajar lo que hace la madre al ocuparse de sus hijos, la solicitud de la esposa o la hermana? ¿Qué tienen todos esos afanes de increíble misterio, que les hace como irse borrando conforme son ejecutados, y no dejar en el aire acusada una línea de acción o faena?".

Esta peculiar delicuescencia de la actividad femenina queda realzada en el discurso orteguiano al contrastarla con el hacer varonil: "El hombre golpea con su brazo en la batalla, jadea por el planeta en arriesgadas exploraciones (sic), escribe libros, azota el viento con discursos, y hasta cuando no hace sino meditar, recoge sus músculos sobre sí mismo en una quietud tan activa que parece la contracción preparatoria del brinco audaz". Y pertinaz en su idea, añade, "la mujer en tanto, no hace nada"; lo cual nos parece que es mucho decir, aunque sólo sea desde las circunstancias que vivió Ortega. Recordemos que por aquellos años se iniciaba en España una industrialización, que habría de lanzar a las mujeres al mercado de trabajo en la peor de las situaciones imaginables, tanto por lo miserable del salario como por la doble jornada del trabajo fabril y doméstico. Tampoco habría que olvidar que la alta tasa de crecimiento de población de principio de siglo implica que una buena parte de las mujeres pasara los años fértiles de su vida empalmando un embarazo con otro.

Labores etéreas

Tampoco habría que dejar de lado, en este recuento de circunstancias, la modalidad de trabajo a domicilio" que por aquel tiempo ocupaba a buena parte de la mano de obra femenina disponible. Un trabajo que consistía principalmente en labores tan etéreas como los bordados, vainicas o encajes que luego habrían de adornar a las damas postineras, pero en los que las operarias se dejaban materialmente su pellejo. Como algún listillo pudiera pensar que quiero llevar el agua a mi molino por la vía de la exageración sensiblera, no estará de más traer a colación los pasajes que Margarita Nelken, contemporánea de Ortega, dedica al respecto en La condición femenina en España. Allí se recogen datos publicados en 1918 por el Instituto de Reformas Sociales, que hablan de 2.500 obreras tísicas en Barcelona, de las que 1.600 eran costureras a domicilio. Para Madrid se da la cifra de 900 mujeres muertas por esta causa, añadiendo textualinente dicho informe que "entre las obreras, la tuberculosis pulmonar se desarrolla de modo espantoso a causa de los procedimientos malsanos y de las condiciones antihigiénicas del trabajo a domicilio". .

Todas estas circunstancias son imposibles de compaginar con las ideas orteguianas sobre la mujer que acabamos de revisar. Si nuestro filósofo nos permitiera introducir en su razonamiento el concepto económico de clase social, podríamos concluir que Ortega hablaba de y para las mujeres de la alta sociedad, cuyo "hacer sin hacerlo, simplemente estando, siendo, irradiando" reposa sobre las espaldas de sus criadas, doncellas y nodrizas.

Termino donde empecé. Los estudiosos de Ortega seguirán debatiendo el lugar que ocupa en la historia del pensamiento español. Las mujeres, me temo que no podríamos darle más que el diploma de brillante galanteador. Quizá a él le hubiera gustado.

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