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El robo irreparable

No deja de ser significativo que san José sea el patrón de los padres y que el día de san José sea el día del padre. San José es un pater putativus, un padre putativo. Puto, putare en latín -como sabe el lector- quiere decir, opinar, suponer. Pater putativus quiere decir, por tanto, "el que se supone que es padre". (De ahí que en español al José se le llame Pepe: San José, P.P., Pater Putativus). Que el santo Patrón del padre sea un padre putativo no parece nada descabellado a los ojos de un antropólogo. En efecto, todo padre es un P.P., un Pepe, un pater putativus. En realidad decir que el padre es putativo es una redundancia: poner dos albardas sobre el mismo burro. Todo círculo es redondo y todo padre es putativo. La maternidad es una cuestión de ciencia; la paternidad es una cuestión de creencia. Pater semper incertus fuit (el padre siempre fue incierto), sentenciaron los romanos. Por eso los judíos definen como judío "al hijo de judía" (y no es la única cultura que adopta esta medida radical y en extremo prudente).Sin embargo, el judío, como el moro y el cristiano, quiere saber quién es su hijo. Pero, como sabe que no sabe, necesita al menos .abrigar su fe". Cuánta filosofía encierra esta expresión de la cultura española (copyright España): "abrigar la fe". La fe necesita de abrigo, de protección, para que no se nos resfríe y se nos muera. No necesitamos abrigar lo que sabemos, sino lo que creemos. Vemos a alguien muerto, descomponiéndose. Sabemos que está muerto. En cambio creemos que vive -si tenemos fe en la otra vida- Pero en este caso hay que "abrigar la fe". "La fe es muy delicada de salud", advierte la cultura española en esta frase al ordenador cerebral que archiva puntualmente este dato dentro de su programación inconsciente, como buen ordenador.

Vemos de qué morada materna sale el niño. Soponemos que además el espermio procede de la cantera del que se denomina su papá, pero ni el médico, ni la comadrona, ni el público ha presenciado el hecho. La única que sabe de verdad es la madre.

¿Por qué será que hoy es un buen negocio en Japón la costura del himen? "Novia: en la clínica Yayamoto, por un precio asequible, en una operación sencilla, en un abrir y cerrar de ojos, habrá recuperado su virginidad. Tendrá un doble valor a los ojos de su novio, como usted sabe". Si mi información es correcta, este negocio está produciendo pingües beneficios. Acabo de leer un mito de los indios guajiro donde dice el protagonista -un varón, refiriéndose a una joven bella, pero de segunda mano--.- "No me gustan los frutos que los pájaros han picoteado de antemano". En todas las culturas se habla de "perder la virginidad". Un guajiro de 1492 y un japonés de 1984 prefieren un fruto "no picoteado".

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El varón no pierde su virginidad, ni debe de preocuparse de ir a una clínica a que le hagan alguna costura genital para que tenga pinta de estar sin estrenar. Pero el varon puede perder la paternidad. Y esta pérdida es grave e irreparable. Aquí no caben cos.turas, ni zurcidos, ni arreglo alguno. En todas las culturas existen mil medidas diversas encaminadas al mismo fin: "abrigar la fe" en la paternidad. En la cultura occidental la novia, al ir vestida de blanco, anuncia con el lenguaje mudo pero elocuente de la imagen: "Estoy sin estrenar". En la cultura árabe tradicional hay que enseñar en un rito público la sábana nupcial teñida de rojo (a veces el tinte que procede de la sangre inocente de un cordero se emparenta con el cirujano japonés). "¡Son todo vestigios de un machismo ya herido de muerte!", me chilla una feminista radical que vive en mi aldea cerebral. No me parece el análisis de esta feminista muy atinado. "Toma, pues que se vista entonces también el novio de blanco. Aquí se acabaron los despotismos machistas. Nadie es más que nadie. O todos vírgenes o ninguno. ¡Faltaría más!". Pero no se percata esta ingenua feminista mía que no son los machos, sino la naturaleza misma la que crea las reglas del juego. La hembra está sometida a la regla de la regla, y el varón, a la regla de los posibles cuernos.

"Compañero, has de saber que la más buena mujer / cuernos te puede poner".

"La más buena mujer puede", cantó Juan del Enzina. Se trata en efecto de un poder incomparable que solamente la hembra posee. La hembra en la especie humana, a diferencia del varón, puede robarle a su marido o amante la paternidad. No puede el marido desquitarse y empatar con la hembra. Podrá el marido acostarse con otra y podrá herirle en su amor y en su amor propio. Pero no puede robarle la maternidad. El robo de la paternidad es el robo más doloroso y, además, un robo irreparable.

De ahí -sospecho científicamente- que se subraye públicamente la virginidad de la novia y no la del novio. Son medidas de protección. Si la novia hubiese recibido en su morada más íntima a otro u otros varones antes de la boda, ¿quién sabe ya si la nueva criatura es un Martínez, un González o un Pérez? Ya nunca se podrá recuperar la paternidad perdida. Pero el robo es además múltiple. El padre, al descubrir o sospechar que otros varones han sembrado en el mismo huerto, ya no sabe ni sabrá si el niño es suyo o del que pensó era "su amigo de confiariza". El niño, cuando crezca no sabrá si ha de llamar papá al señor Juan Pérez, Justo Martínez o Inocencio González. Se le hurta al hijo la filiación. De ahí la virulencia del "hi de puta", insulto ya clásico en boca de Sancho Panza y que ha llegado a la España de Juan Carlos con la misma fuerza y virulencia. Tiene este insulto tanto que ver con la lucha de clases como el canto del grillo con el asesinato de Indira Gandhi. El insulto es una multa por infringir una ley social. La virulencia del insulto delata la gravedad de la infracción y finalmente la importancia de la ley. En este caso el "hijo de p..." es en verdad putativo (con todas las resonancias semánticas de este término en nuestro idioma). Han volado la paternidad y la filiación. Es sólo hijo de madre (hay padre, pero no hay Sherlock Holmes, ni CIA, ni KGB que lo encuentre). El robo todavía se extiende más. A los tíos paternos se les roba un sobrino. A los abuelos paternos se les roba un nieto. Al niño putativo se le roban sus tíos paternos y sus abuelos paternos. Los primos paternos también desaparecen. El robo abarca a todo el sistema patrilineal. Todo el sistema patrilineal se va al garete. Desaparecida la posición elemental del padre, se esfuman los tíos paternos, los abuelos paternos, los primos paternos para siempre. Esta pérdida, como la muerte, no tiene remedio.

Por esta razón sospecho que las diversas medidas culturales -la sábana teñida de rojo, el vestido blanco de la novia, las clínicas japonesas, el mito guajiro, la virulencia del hi de puta, y todo un repertorio variopinto- tienden en realidad a abrigar la fe pública y social en el sistema patrilineal. No hay medidas sociales para proteger la maternidad ni, por tanto, el sistema matrilineal derivado, porque maldita la falta que hace.

Por la misma razón -sospecho-, en la sociedad judía de Cristo a la mujer sorprendida en adulterio se le apedreaba, y no al

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marido. Se han suprimido estas piedras -aunque no en todos los ámbitos culturales-, pero no han sido dadas de baja las piedras que se arrojan al cornudo y al cabrón. No quiero repetir aquí cuanto he expuesto en el capítulo La ley del cornudo, en mi libro Las reglas del juego: los sexos (Barcelona, Planeta, 1982). El lector podrá encontrar en ese capítulo nuevos argumentos sobre el tema del pater putativus.

En ese libro he llegado a una conclusión: la naturaleza ha repartido los cargos y cargas entre el varón y la hembra en forma desigual y, sin embargo, quizá más igual de lo que pudiere parecer a la apasionada feminista que vive en mi aldea cerebral. El varón puede fecundar a varias hembras a la vez, y en cambio la hembra no puede fecundar a varios varones. El varón no conoce la menopausia ("antes pierde el viejo el diente que la simiente") y, en cambio, a la hembra se le cierra para siempre la puerta de la maternidad a una edad temprana. La paternidad es multa sed non multum comparada con la maternidad. La maternidad es menos en cantidad, pero mucho más en calidad. Se sabe quién es la madre; el hijo vive en su hogar corporal comiendo y bebiendo en la misma mesa, del mismo plato durante nueve meses; la madre se juega la vida como Paquirri al parir (por eso siente al hijo tan suyo. El padre no puede morir del parto, ni sufre dolores del parto. Por eso el hijo es mucho menos suyo); luego goza de la infinita dulzura que dispara el ordenador cerebral al conectarse con el bebé a través de su pezón (corriente afectiva generada a través de un contacto fisico y bioquímico que el varón nunca gustará).

Se pueden infringir las reglas del juego que ha creado la naturaleza y reforzado la cultura, pero no pueden cambiarse un ápice. El cornudo ha pasado un semáforo en rojo y deberá pagar la severa multa del ridículo y de la vergüenza. La infracción no elimina la ley. La infracción mantiene la ley mientras funcione la multa. La multa hace publicidad a la infracción, y ésta, a la ley. No son los varones tan omniscientes ni tan todopoderosos, como se imaginan algunas feministas. Varones y hembras están sometidos al imperio de leyes genéticas en cuyo diseño y funcionamiento no tienen ni arte ni parte. El juego entre el varón y la hembra es un juego con armas desiguales. Cualquiera puede ganar y perder las diversas bazas de este juego apasionante. Todo ser humano está programado en su cerebro para denunciar al que infringe las reglas del juego. Sabe todo padre que la sociedad entera gozará riéndose de él -la risa es el salario que paga el ordenador cerebral por hacer de juez y de verdugo del que infringe una ley social- si se hace acreedor del sambenito de cornudo -la risa es a la vez, para el reído, la multa genética más dolorosa que velis nolis debe pagar.

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