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George Balanchine y el renacimiento del 'ballet' clásico

Para muchos historiadores de la danza, el hecho aislado más determinante que hizo posible el espectacular renacimiento del ballet clásico en la segunda mitad de nuestro siglo fue la decisión de George Balanchine, nacido en 1904 y fallecido el pasado sábado en Nueva York, de marcharse a Estados Unidos, a mediados del año 1933, para fundar una compañía de ballet y una escuela de danza académica.

"Si el ballet no llega a prender en América", escribía hace poco un crítico inglés, "todos los Béjart, Tudor y Nurevyevs de este continente no hubieran podido impedir que se convirtiera, en pocos años, en un arte marginal".Balanchine fue mal recibido en Nueva York, incluso por el público más sofisticado. Los últimos destellos de la gran feria de los ballets rusos se habían apagado bajo la ruina económica, la descomposición social y el espectro fascista. La danza teatral buscaba nuevos caminos en la expresión angulosa, pesada, asimétrica y perturbadora de la "rnodernidad" o en las tendencias folklóricas y nacionalistas "auténticas". Como escribía John Martín, el influyente crítico de The New York Times, al poco de llegar Balanchine a América, "cada país tiene derecho a la forma de decadencia que más le plazca, pero nada justifica su importación".

Medio siglo después, y tras lo que ha sido, sin duda, una de las vidas más largas, ricas y satisfactorias de la historia de la danza, Balanchine ha muerto como una gloria nacional, rodeado de tres generaciones de bailarines clásicos formados por él, adorado por un público mucho más amplio y entendido que tuvo nunca coreógrafo alguno, adulado por una crítica casi incondicional, y reconocido, tanto en Oriente como en Occidente, como el coreógrafo más influyente de nuestro siglo. Por el procedimiento de despojar la danza académica de parte de sus adherencias culturales, dramáticas y sociales, consiguió la aceptación de la técnica pura como un arte que se justifica en sí mismo.

Balanchine se formó durante la última etapa del ballet imperial en San Petersburgo, bajo el espíritu de Petipa, que ya había muerto, y tras la leyenda de Pavlova, Nijinsky y Fokine, que ya se habían marchado. También él salió pronto y se unió a Diaghilev, pero fue su colaboración con Stravinsky, iniciada con Apolo (1928) lo que reveló su originalidad coreográfica y sentó las bases del neoclasicismo actual. Inicialmente ideado para poner de relieve las facultades y disimular los defectos de Sergio Lifar, la estrella del momento, el Apolo de Balanchine, más que inventar movimientos nuevos reagrupa el vocabulario clásico, eliminando transiciones, adaptando la sucesión rítmica de Stravinsky al espacio tridimensional y creando unas estructuras dinámicas que responden a una lógica interna.

Tras la disolución de la compañía de Diaghilev, y después de unos años de colaborar con diversos grupos en Europa, Balanchine se instala en Nueva York, donde a los pocos meses monta, sobre la Serenata para cuerda, de Tchaikovsky, su célebre Serenade, que hoy conservan varias decenas de compañías americanas y europeas en su repertorio. Con escasos medios y poco reconocimiento al principio, Balanchine se lanza a varias experiencias con compañías de escasa duración, mientras su escuela, la School of American Ballet, comienza a producir unos bailarines cuya asombrosa velocidad, amplitud de movimientos y desenvoltura con la línea clásica, entusiasman a algunos y horrorizan a muchos. En 1948, de la mano de su mentor y amigo, Lincoln Kirstein, funda, por fin, el New York City Ballet, donde a lo largo de 35 años, realizará su obra con la libertad y la tranquilidad de quien no necesita grandes montajes ni decorados espectaculares, ni vestuarios fastuosos, sino una música que le inspire y un puñado de bailarines incansables.

Falta de alma

La primera gira europea del New York City Ballet, en 1952 -que empezó por Barcelona, en medio de una turbulenta polémica en Estados Unidos, por lo que suponía de apoyo a la dictadura franquista- tuvo un éxito ambiguo. Se aplaudía la novedad, pero se lamentaba la "falta de alma", la "abstracción".En realidad, la consagración de Balanchine vino en los años sesenta, tras varias giras por la Unión Soviética, y cuando empezaron a llover, tanto en la escuela como en la compañía, las subvenciones oficiales, que no hacían más que seguir el favor del público.

Como de su antecesor Petipa, de la ingente obra de Balanchine -más de 300 ballets- quedarán, a pesar del vídeo, sólo media docena (los mencionados, más Agon (1957), el académico Theme and variations, fragmentos de Jewels o Dances concertantes), porque, aparte de que montó mucha morralla, la esencia de la danza, como la de la vida, es que se quema en el tiempo.

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