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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Orgulloso como don Rodrigo Calderón

Don Rodrigo Calderón fue uno de los autores de la política de paz de Felipe III, que dio a España un necesario respiro tras la agotadora época de expansionismo imperial. Pero no es su obra lo que le llevó a la historia, sino su muerte, cuya serenidad y orgullo quedaron plasmadas en el refrán popular.El 21 de octubre se cumplieron 360 años de la ejecución de Rodrigo Calderón, marqués de Sieteiglesias y conde de Oliva. Tenía 44 años y, durante dos decenios, ejerció un papel decisivo en la política española, fue secretario de la Cámara Real, consejero de Estado y embajador. Ninguna figura del siglo XVII suscitó tanto odio y envidia como el autor de la política de paz de Felipe III. No se le perdonó el poder, la riqueza y el orgullo, porque sus esfuerzos pacificadores significaban para los grandes del reino tina disminución de su riqueza, su influencia y su prestigio.

Al igual que don Juan de Austria, era hijo de madre alemana, a la que perdió cuando sólo contaba ocho años. Su padre, capitán de Infantería en los tercios de Flandes, llevó al muchacho a Valladolid, donde creció sin integrarse totalmente en la sociedad española. A los problemas de su origen multicultural se unió más adelante la soledad típica del trepador social, pues del pequeño ambiente burgués vallisoletano llegó a alcanzar altos cargos en la corte. Fue este aislamiento el que le movió a trabajar duramente en sus primeros empleos, como paje del vicegobernador de Aragón, al principio, ymás tarde, del todopoderoso valido de Felipe III, el duque de Lerma. Lerma determinó su carrera, su encumbramiento y, finalmente, su condena.

En Rodrigo había hallado un servidor incansable, fiel e inteligente. Le situó como su hombre de confianza junto al rey, un monarca de veinte años, inexperto y sin carácter. Rodrigo creció en influencia, poder y riqueza, casó con una mujer adinerada, Inés Vargas, señora de Oliva, pero permaneció solo y replegado sobre sí mismo.

Al ascender Felipe III al trono, en 1598, comenzaba el crepúsculo del imperio español. Tambaleante entre una fe que se entibiaba y una ilustración incipiente. Pocos estaban dispuestos a reconocerlo, cegados por los ríos de plata y oro que seguían fluyendo desde América, por la presencia española en medio mundo, por el florecer de las artes y las letras en una época en que el brazo de Madrid llegaba hasta muy lejos.

La quiebra interna de España era evidente: "Un imperio, pero no una nación", diría Marañón del país agitado por nacionalismos y enfrentado al problema extranjero de su cuarto de millón de moriscos. Hacía ya tiempo que Antonio Pérez había dicho a su nuevo señor, el rey francés Enrique IV: "El talón de Aquiles de España es la facilidad de utilizar a los moriscos para fomentar rebeliones".

Esta problemática arroja luz sobre una de las medidas más discutida de la época de Lerma: la expulsión de los moriscos, que el 9 de abril de 1609 tuvieron que abandonar sus hogares en Aragón y Valencia y dejar atrás cuanto habían ganado con esfuerzo y trabajo. Calderón y Lerma temían que Francia provocase una rebelión entre los moriscos. Es difícil saber si con su expulsión realmente conjuraron un peligro, pero la historia ha demostrado que por espacio de dos siglos nadie consiguió cubrir el vacío económico dejado por ellos y que, hasta el siglo XIX, las regiones afectadas no lograron recuperarse.

Crece la flota

Tampoco fueron acertadas otras medidas de la política interna de Lerma y Calderón, como el traslado de la capital desde Madrid a Valladolid, que anularon dos años más tarde, o la ineficaz reforma fiscal. Más éxito tuvo la política americana, pues hizo preparar una nueva reacción de las Leyes de Indias, amplió la flota y redujo el monopolio de Sevilla en el comercio con América, con el resultado de que, bajo su Administración, siguieron llegando el oro y las materias primas.

Calderón realizó una política de paz, o quietud, tal como la denominaba Felipe III. Ello trajo consigo una renuncia paulatina a la dominación española en Holanda. La pax hispánica de Calderón debía olvidar las cruzadas antirreformistas en el Norte y construirse sobre la realidad europea.

Don Rodrigo estaba dominado por la idea de que las obligaciones imperiales españolas eran excesivas. Sus exageradas tensiones militares y económicas debían llevar económicamente al colapso del reino. Sus ocho millones de habitantes no podrían, a la larga, cargar con el peso gigantesco de su imperio. Se imponía un recorte de los frentes.

No era optimista en cuanto a las posibilidades de su política, pues conocía el exceso febril del alma popular, provocado por el expansionismo español en Europa y América, y que difícilmente permitía un retorno a la realidad. Pero le pareció necesario dar, al menos, un primer paso en la política de moderación.

Con ello se ganó una fuerte oposición. Tanto en el extranjero, donde Francia trataba incansablemente de desestabilizar a España, como dentro del país, donde clérigos, cortesanos y funcionarios preferían la grandeza imperial.

La paz de Londres, de 1604, fue el primer paso. Allí consiguió que el Reino Unido se mantuviera alejado de las provincias holandesas, lo que le permitió pacificar Flandes. Luego concedió la autonomía a la provincia y reconoció su fe protestante.

Estas medidas sólo fueron el principio de la retirada general militar que Lerma y Calderón se proponían en el norte de Europa. Los acontecimientos posteriores les dieron la razón, pues la política dinámica de su sucesor y enemigo del conde duque de Olivares, a gusto de los conservadores católicos, llevó al país a la ruina un cuarto de siglo después.

Lerma y Calderón trataron de cambiar el signo de las hostiles relaciones con Francia. A la muerte de Enrique IV consiguieron la firma del doble contrato matrimonial entre el heredero francés, Luis XIII, con la infanta española Ana, y del sucesor del trono español con la princesa Isabel de Borbón. Casi insensiblemente cambió el acento de la política exterior española: mientras se estrechaban los lazos con París, trataba de reducir la peligrosa alianza con los Habsburgo.

La facción ultra de la corte consiguió impedirlo, de forma que la España de 1618 se vio envuelta en la guerra de los Treinta Años, que tanto quisieron evitar Lerma y Calderón. Estos hechos marcaron la fuerza de la facción tradicionalista. Lerma supo reconocer el peligro y se puso a salvo haciéndose nombrar cardenal, inmune así de cualquier persecución. Rodrigo, en cambio, quedaba en la primera fila del peligro y salía de la sombra protectora del valido. Cuando el rey destituyó a Lerma, don Rodrigo le acompañó a Valladolid. Allí fue detenido poco después: el rey quiso ejercer en él la justicia ejemplar que el pueblo pedía contra Lerma. Trasladado de cárcel a cárcel, fue acusado de haber envenenado a la reina, su gran enemiga; de corrupción y de traición. Protestó su inocencia, las pruebas le absolvían, sus acusadores dudaban. Pero el rey, decidido a sentar un ejemplo, ordenó la tortura. Durante nueve meses, entre desmayos y momentos de lucidez, mientras los verdugos le desencajaban los miembros, negó las acusaciones. Los jueces llegaron a hacer reliquias de la ropa bañada con su sangre, y en la cárcel empezaron a venerarle como a un santo.

Su entereza llegó a oídos del rey. Felipe III quiso firmar su inocencia, pero enfermó y murió antes de hacerlo. Le sucedió Felipe IV, quien recordaba las amargas acusaciones de su madre, Margarita de Habsburgo, contra Rodrigo Calderón, odiado por el confesor de la reina, padre Aliaga. Su valido, el conde duque de Olivares, apremiaba a la ejecución de su antiguo rival.

El día de la ejecución, el 21 de octubre de 1621, Rodrigo resplandecía de serenidad; los tres kilómetros que separaban su casa de la plaza Mayor se convirtieron en un cortejo triunfal, con miles de personas lanzando flores y alabanzas. El condenado ayudó a su verdugo a instalarle en la mesa de ejecución, y tan sólo protestó cuando éste rozó su nuca para apartarle el cuello de la garganta que iba a segar: "Por detrás no, amigo. No me han castigado por traidor". Los testigos próximos aseguraron que, después de que la cuchilla penetrara en su garganta, aún dijo una vez claramente: "Jesús".

Guido Brunner es embajador en Madrid de la República Federal de Alemania.

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